LA GRAN MORAL

 

MORAL A EUDEMO 


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LIBRO PRIMERO 

CAPÍTULO PRIMERO 

DE LA NATURALEZA DE LA MORAL 

Siendo nuestra intención tratar aquí de cosas pertenecientes a la 

moral, lo primero que tenemos que hacer es averiguar exactamente de 

qué ciencia forma parte. La moral, a mi juicio, sólo puede formar parte 

de la política. En política no es posible cosa alguna sin estar dotado de 

ciertas cualidades; quiero decir, sin ser hombre de bien. Pero ser 

hombre de bien equivale a tener virtudes; y por tanto, si en política se 

quiere hacer algo, es preciso ser moralmente virtuoso. Esto hace que 

parezca el estudio de la moral como una parte y aun como el principio 

de la política, y por consiguiente sostengo que al conjunto de este 

estudio debe dársele el nombre de política más bien que el de moral. 

Creo, por lo tanto, que debe tratarse, en primer término, de la virtud, y 

hacer ver cómo es y cómo se forma, porque ningún provecho se sacará 

de saber lo que es la virtud sino se sabe también cómo nace y por qué 

medios se adquiere. Sería un error estudiar la virtud con el único objeto 

de saber lo que es, porque es preciso estudiarla para saber cómo se 

adquiere, puesto que en el presente caso queremos, a la vez, saber la 

cosa y conformarnos nosotros mismos a ella; y es claro que seremos 

incapaces de conseguirlo si ignoramos el origen de donde procede y 

cómo puede producirse. 

Por otra parte, es un punto muy esencial saber lo que es la Virtud, 

porque no sería fácil saber cómo se forma y cómo se adquiere, si se 

ignorara su naturaleza, como no lo sería el resolver cualquiera cuestión 

de este género en todas las demás ciencias. Un punto no menos 

indispensable es saber lo que otros antes que nosotros han podido decir 

sobre esta materia. 

El primero que se propuso estudiar la virtud fue Pitágoras, pero 

no pudo lograr su propósito, porque queriendo referir las virtudes a los

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números, no creó con esto una teoría especial de las virtudes; pues la 

justicia, dígase lo que se quiera, no es un número igualmente igual, un 

número cuadrado. Sócrates, que vino al mundo mucho después que él, 

trató este punto con más extensión y profundidad, mas tampoco 

consiguió su objeto. Quiso convertir la virtudes en conocimientos, y es 

absolutamente imposible que semejante sistema sea verdadero. Los 

conocimientos sólo se forman con el auxilio de la razón, y la razón está 

en la parte inteligente del alma. Por consiguiente, todas las virtudes se 

forman, según Sócrates, en la parte racional de nuestra alma. Y así, 

formando de las virtudes otros tantos conocimientos, suprime la parte 

irracional del alma, y destruye de un golpe en el hombre la pasión y la 

virtud moral. Sócrates, desde este punto de vista, no estudió bien las 

virtudes. Después de estos dos filósofos vino Platón, que dividió muy 

acertadamente el alma en dos partes, una racional y otra que carece de 

razón, y a cada una de estas dos partes atribuyó las virtudes que le son 

realmente propias. Hasta aquí marcha bien pero después ya no está 

bien en lo cierto. Mezcla el estudio de la virtud con su tratado sobre el 

bien, y en este punto no tiene razón, porque no es éste el lugar que 

debe ocupar. Hablando de los seres y de la verdad, ninguna necesidad 

tenía de hablar de la virtud, porque, en el fondo, estos dos objetos nada 

tienen de común. 

He aquí cómo nuestros predecesores han tocado estas materias, y 

hasta qué extremo las han llevado. Exponiendo lo que tenemos que 

decir sobre este punto, no haremos sino continuar su obra. 

Por lo pronto, es preciso tener en cuenta que todo conocimiento y 

toda facultad ejercida por el hombre tiene un fin, y que este fin es el 

bien. No hay conocimiento ni voluntad que tenga el mal por objeto. 

Luego, si el fin de todas las facultades humanas es bueno, es 

incontestable que el mejor fin pertenecerá a la mejor facultad. Pero la 

facultad social y política es la facultad mejor en el hombre, y por 

consiguiente su fin es el bien por excelente. Deberemos, pues, hablar 

del bien, pero no del bien entendido de una manera absoluta, sino del 

bien que se aplica especialmente a nosotros. No se trata aquí del bien 

de los dioses, porque esto requiere un estudio distinto e indagaciones

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de otro género. El bien de que tenemos que tratar es el bien desde el 

punto de vista político, para lo cual conviene hacer, desde luego, una 

distinción. ¿De qué bien se intenta hablar? Porque esta palabra bien no 

es un término simple, puesto que lo mismo se llama bien a lo que es 

mejor en cada especie de cosas, y que es, generalmente, lo que es 

preferible por su propia naturaleza, que a aquello cuya participación 

hace que otras cosas sean buenas, y entonces entendemos que es la 

Idea del bien. ¿Nos ocuparemos de esta Idea del bien o deberemos 

despreciarla y considerar tan sólo el bien que se encuentra realmente en 

todo lo que es bueno? Este bien efectivo y real es muy distinto de la 

Idea del bien. La Idea del bien es cierta cosa separada, que subsiste por 

sí aisladamente, mientras que el bien común y real de que queremos 

hablar se encuentra en todo lo que existe. Este bien real no es el mismo 

que es otro bien que está separado de las cosas, mediante a que lo que 

está separado y lo que por su naturaleza subsiste por sí mismo jamás 

pude encontrarse en ninguno de los otros seres. ¿Deberemos, por tanto, 

ocuparnos con preferencia del estudio de este bien que se encuentra y 

subsiste realmente en las cosas? Y si no es posible desentenderse de él, 

¿por qé deberemos estudiarle?. Porque este bien efectivamente es 

común a las cosas, corno lo prueban la definición y la inducción. Y así 

la definición, que se propone explicar la esencia de cada cosa, nos dice 

que una cosa es buena o que es mala, o que es de tal o cual manera. La 

definición en este caso nos enseña que el bien tomado en general es lo 

que es apetecible en sí y por sí, y el bien que se encuentra en cada una 

de las cosas reales es igual al de la definición. Pero si la definición nos 

dice lo que es el bien, no hay conocimiento ni facultad alguna que diga 

de su propio fin que él es bueno. Otra ciencia es la que está llamada a 

examinar esta cuestión superior; por ejemplo, ni el médico ni el 

arquitecto nos dicen que la salud o la casa sean buenas, y se limitan a 

decirnos, el primero, que da la salud y cómo la da, y el segundo, que 

construye la casa y cómo la construye. 

Esto nos prueba claramente que no toca a la política explicar el 

bien que es común a todas las cosas, porque la política no es más que 

una ciencia como todas las demás, y ya hemos dicho que no pertenece

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a ninguna ciencia ni a ninguna facultad tratar del bien como su fin 

propio, y, por consiguiente, no compete a la política hablar de este bien 

común que nos ha dado a conocer la definición. Ni tampoco puede ella 

tratar de este bien común, según nos lo ha revelado el procedimiento de 

inducción. ¿Y por qué? Porque cuando queremos indicar especialmente 

un bien cualquiera en particular, podemos hacerlo de dos maneras. 

Primero, recordando la definición general, podemos hacer ver que la 

misma explicación que conviene al bien en general conviene también a 

esta cosa que queremos designar especialmente como buena. En 

segundo lugar, podemos recurrir al procedimiento de inducción; por 

ejemplo, si queremos demostrar que la grandeza de alma es un bien, 

diremos que la justicia es un bien, que el valor es un bien, y, en 

general, que todas las virtudes son bienes; es así que la grandeza de 

alma es una virtud; luego, la grandeza de alma es un bien. Se ve, pues, 

que la ciencia política no tiene tampoco que ocuparse de este bien 

común que conocemos por inducción, porque la misma imposibilidad 

señalada arriba se ofrecerá en este caso como se ofrece con respecto al 

bien común dado por la definición, porque entonces la ciencia llegaría 

a decir también que su propio fin es un bien. Por consiguiente, la 

política debe tratar del bien más grande, pero, añado yo, del bien más 

grande con relación a nosotros. 

En resumen, se ve claramente que ni a una sola ciencia, ni a una 

sola facultad pertenece hablar del bien en su totalidad y en tal. ¿De 

dónde nace esto? Nace de que el bien se encuentra en todas las 

categorías: en la sustancia, en la cualidad, en la cantidad, en el tiempo, 

en la relación, en el lugar; en una palabra, en todas sin excepción. Pero 

en cuanto al bien que sólo se refiere a un momento dado del tiempo, en 

la medicina, por ejemplo, sólo el médico que conoce; lo mismo que en 

la náutica sólo el marino; y en general, en cada ciencia el sabio que a 

ella se consagra. En efecto, el médico sabe el momento en que es 

preciso hacer una amputación, como el marinero sabe el momento en 

que es preciso hacerse a la vela. Cada uno en su esfera conoce el 

momento que es bueno para todo aquello que le concierne. Y así el 

médico no podrá conocer ese momento crítico en el arte náutico, como

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el marinero no lo conocerá en la medicina. No es, pues, así cómo debe 

hablarse del bien común en general, porque el bien relativo al tiempo 

es un bien común a todas las ciencias. Así también el bien que se 

refiere a la categoría de la relación y que está igualmente en las demás 

categorías, es común a todas. Pero ni a una sola al tiempo que se 

encuentra en cada una de las categoría en la misma forma que la 

política no debe ocuparse del bien en general, y lo que debe estudiar es 

el bien real y el mejor de los bienes, pero el mejor con relación a 

nosotros. 

Añado que cuando se quiere hacer alguna demostración es 

preciso servirse de ejemplos que no sean perfectamente claros; y sí 

valerse de otros evidentes, para aclarar las cosas que lo han menester; 

se necesitan ejemplos materiales y sensibles para las cosas del 

entendimiento, porque éstos son mucho más tangibles; y he aquí por 

qué cuando se intenta explicar el bien no debe traerse a cuento la Idea 

del bien. Sin embargo, hay gentes que se imaginan que no se puede 

hablar debidamente del bien sin acudir forzosamente a su idea o la Idea 

del bien. Es preciso, dicen, hablar de este bien, por que es el bien por 

excelencia, y como en todas las cosas la esencia, tiene este carácter 

eminente, concluyen de aquí que la Idea de bien es el supremo bien. 

No niego que este razonamiento tenga algo de verdadero. Pero la 

ciencia, el arte político de que aquí se trata, no tiene en cuenta este 

bien, porque lo que indaga es el bien relativo a nosotros mismos. Así 

como ninguna ciencia ni arte dice que el fin que se propone es bueno, 

la política tampoco lo dice del suyo, y por consiguiente no discute ni 

habla del bien que sólo se refiere a la idea. 

Pero se dirá, quizá, que es conveniente y posible partir de este 

bien ideal como de un principio sólido, y tratar en seguida de cada bien 

particular. Rechazo este método, porque jamás debe recurrirse a otros 

principios que los que sean propios de la materia que se va a estudiar. 

Por ejemplo, para probar que un triángulo tiene sus tres ángulos iguales 

a dos rectos, sería un absurdo partir del principio de que el alma es 

inmortal. Este principio nada tiene que hacer con la geometría, y un 

principio debe ser siempre propio y ligado con su objeto, y en el

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ejemplo que acabo de presentar se puede muy bien probar que un 

triángulo tiene sus tres ángulos iguales a dos rectos sin el principio de 

la inmortalidad del alma. En la misma forma se pueden estudiar muy 

bien los demás bienes, sin acordarse de la Idea del bien, porque la idea 

no es el principio propio de este bien especial que se busca y se 

estudia. 

Sócrates persigue una sombra cuando quiere convertir las virtudes 

en otras tantas ciencias. Mejor hubiera sostenido este otro principio de 

que en la naturaleza nada se hace en vano, y entonces habría visto que 

si las virtudes son ciencias, como dice, resultaría necesariamente que 

las virtudes son perfectamente vanas. ¿Y por qué?. Porque en todas las 

ciencias, desde el momento que se sabe de una lo que es, es uno, no 

sólo conocedor, sino poseedor de ella. Por ejemplo, si se sabe lo que es 

la medicina, desde aquel acto el que la sabe es médico, y lo mismo en 

todas las demás ciencias. Pero nada de esto sucede respecto a las 

virtudes, porque podrá uno saber lo que es la justicia no por eso se hace 

justo en el acto, y lo mismo sucede con todas las demás. Y así las 

virtudes serían perfectamente vanas en esta teoría, preciso decir que no 

consisten únicamente en la ciencia.

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CAPÍTULO II 

DIVISIÓN DE LOS BIENES 

Sentados estos preliminares, procuraremos distinguir las 

diferentes acepciones de la palabra bien. Entre los bienes, unos son 

verdaderamente preciosos y dignos de estimación, otros sólo son 

dignos de alabanza, y otros, en fin, no son otro cosa que las facultades 

que el hombre puede emplear en un sentido o en otro. Entiendo por 

preciosos y dignos de estimación los que tienen algo de divino y que 

son lo mejor respecto a todo lo demás, como el alma y el 

entendimiento. También tengo por tal lo que es primero y anterior, lo 

que tiene el concepto de principio y las demás cosas de este género, 

porque los bienes preciosos son aquellos que se suponen de un gran 

precio y dignos de un gran honor, de cuya condición participan los que 

acabamos de enunciar. Y así la virtud es cosa muy preciosa cuando, 

debido a ella, se hace uno hombre de bien, porque entonces el hombre 

que la posee ha llegado a la dignidad y a la consideración de la virtud. 

Hay otros bienes que sólo son laudables; tales son, por ejemplo, las 

virtudes, porque la alabanza en este caso de las acciones que ellas 

inspiran. Otros bienes no son más que simples potencias y simples 

facultades como el poder, la riqueza, la fuerza, la belleza, porque estos 

bienes son de tal calidad, que el hombre de bien puede hacer de ellos 

un buen uso, lo mismo que el malvado puede hacerle malo. Por esto 

digo que existen sólo en potencia. Sin embargo, también son bienes, 

porque la estimación que se da a cada uno de ellos se gradúa por el uso 

que de ellos hace el hombre de bien y, no por el que hace el hombre 

malo. Además los bienes de este género deben, las más de las veces, su 

origen al azar que les produce. En este caso, por lo común, están la 

riqueza y el poder, lo mismo que todos los otros bienes que se colocan 

en la categoría de simples poderes. Puede contarse también una cuarta 

y última clase de bienes, la de los que contribuyen a mantener y hacer 

el bien, como, por ejemplo, la gimnasia para la salud, y otras cosas 

análogas.

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También se pueden dividir los bienes de otra manera. Pueden 

distinguirse los bienes que siempre y en todas partes son deseables y 

otros que no lo son. La justicia, y en general todas las virtudes, son 

siempre y en todas partes deseables. La fuerza, la riqueza, el poder y 

las demás cosas de este orden no son siempre ni a todo trance 

apetecibles. He aquí otra división. Entre los bienes  pueden distinguirse 

los que son fines y los que no lo son. La salud es un fin, un término, 

pero lo que se hace para conservarla no es un fin. En todos los casos 

análogos el fin es siempre mejor que las cosas por medio de las cuales 

se busca aquél; por ejemplo, la salud vale más que las cosas que deben 

procurarla. En una palabra, el objeto universal, en vista del cual se hace 

todo lo demás, siempre queda muy por encima de las otras cosas que se 

hacen para servirle. Entre los fines mismos, el fin que es completo 

siempre es mejor que el fin incompleto. Llamo completo aquello que, 

una vez adquirido, no nos deja desear otra cosa, e incompleto cuando, 

después de obtenido también por nosotros, aún advertimos la necesidad 

de alguna otra cosa. Por ejemplo, poseyendo la justicia, aún advertimos 

la necesidad de algo más que ella; pero teniendo la felicidad nada 

echamos de menos. El bien supremo que buscamos es, pues, el que 

constituye un fin último y completo; este fin último y completo es el 

bien; y hablando en términos generales, el fin es el bien. 

Una vez sentado esto, ¿qué deberemos hacer para estudiar y 

conocer el bien supremo? ¿Será, quizá, suponiendo que haya de estar 

ligado a los otros bienes? Esto sería absurdo, y he aquí porqué. El bien 

supremo, el mejor bien es un fin último y perfecto, y el fin perfecto del 

hombre no puede ser otro que la felicidad. Pero como, por otra parte, 

consideramos la felicidad compuesta de una multitud de bienes 

reunidos, si, estudiando el mejor bien, le comprendéis igualmente entre 

todos los demás bienes, entonces el mejor bien será mejor que él 

mismo, puesto que es el mejor respecto del todo. Por ejemplo, si 

estudiando las cosas que proporcionan la salud, y la salud misma, se 

fija uno en lo mejor de todo esto, y se halla que lo mejor es la salud, 

resulta de aquí que la salud es la mejor de todas estas cosas y la mejor 

en comparación con ella misma. Lo cual es un absurdo. No es, quizá,

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éste el mejor método para estudiar la cuestión del bien supremo, del 

mejor bien. ¿Pero será preciso estudiarle aislándole, por decirlo así, de 

sí mismo? ¿Y no sería, también, un absurdo este segundo método? La 

felicidad se compone de ciertos bienes, y averiguar si el mejor bien 

está fuera de los bienes de que se compone es un absurdo, puesto que 

sin estos bienes la felicidad separadamente no es nada, porque la 

felicidad la constituyen estos bienes mismos. ¿Pero no podrá 

encontrarse el verdadero método apreciando el mejor bien por 

comparación? Me explicaré: por ejemplo, comparando la felicidad 

compuesta de todos los bienes que sabemos con Ias otras cosas que no 

están comprendidas en ella, ¿no podremos indagar cuál es el mejor 

bien, y por este medio descubrir la verdad? Pero el mejor bien que 

buscamos en este momento no es simple, y es como si se pretendiese 

que la prudencia es el mejor de todos los bienes con los cuales se 

hubiere comparado. Pero no es de esta manera, quizá, como debe 

estudiarse el mejor bien, puesto que buscamos el bien final y completo, 

y la prudencia por sí sola no es completa. No es éste, por consiguiente, 

el mejor bien a que aspiramos, como no lo es ningún otro que se repute 

mejor en este mismo concepto.

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CAPITULO III 

OTRA DIVISIÓN DE LOS BIENES 

A esto añadiremos que los bienes pueden ser clasificados también 

de otra manera. Unos pertenecen al alma, como las virtudes; y otros al 

cuerpo, como la salud y la belleza; y otros nos son extraños y 

exteriores, como la riqueza, el poder, los honores y otras cosas 

análogas. De todos estos bienes, los más preciosos son, sin 

contradicción, los del alma. Los bienes del alma se dividen, a su vez, 

en tres clases: pensamiento, virtud y placer. La consecuencia y el 

resultado de todos estos diversos bienes es lo que todo el mundo llama, 

y es realmente el fin más completo de todos los bienes, es decir, la 

felicidad, siendo en nuestra opinión la felicidad una cosa idéntica a 

obrar bien y conducirse bien. Pero el fin nunca es simple porque es 

siempre doble. En ciertas cosas es el acto mismo, el uso lo que es su fin 

a manera que, respecto a la vista, el uso actual es preferible a la simple 

facultad. El uso es aquí el verdadero fin, y nadie querría la vista, a 

condición de no ver y tener cerrados perpetuamente los ojos. La misma 

observación tiene lugar respecto del oído y de todos los demás 

sentidos. En todos los casos en que hay uso y facultad, el uso es 

siempre mejor y más apetecible que la facultad y la simple posesión, 

porque el uso y el acto constituyen por sí mismos un fin, mientras que 

la facultad y la sobre posesión sólo existen en virtud del uso. Si se echa 

una mirada sobre todas las ciencias, se verá, por ejemplo, que no es 

una ciencia que hace la casa y otra ciencia la que la hace buena, sino 

que es únicamente la arquitectura la que hace ambas cosas. El mérito, 

del arquitecto consiste precisamente en hacer bien la obra que ejecuta, 

y lo mismo sucede en todas las demás cosas.

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CAPÍTULO IV 

DE LA FELICIDAD 

Después de lo dicho es preciso tener en cuenta que nosotros no 

vivimos realmente mediante ningún otro principio sino el de nuestra 

alma. La virtud está en el alma, y cuando decimos que el alma hace tal 

cosa, esto equivale a decir que es la virtud del alma la que la hace. Pero 

la virtud en cada género hace que la cosa de la que ella es virtud sea 

buena cuando pueda serlo, y como vivimos mediante el alma, es claro 

que a causa de la virtud del alma vivimos bien. Pero vivir bien y obrar 

bien es lo que llamamos ser dichosos; y así ser dichoso o la felicidad 

sólo consiste en vivir bien, y vivir bien es vivir practicando la virtud. 

En una palabra, la felicidad y el bien supremo constituyen el verdadero 

fin de la vida. Por consiguiente, la felicidad se encontrará en cierto uso 

de las cosas y en cierto acto, porque como ya hemos dicho, siempre 

que se encuentran a un mismo tiempo la facultad y el uso, el verdadero 

fin de las cosas está de parte del uso y el acto de las virtudes que posee, 

y, por consiguiente, el uso y el acto de estas virtudes son las que 

constituyen su verdadero fin. Luego la felicidad consiste en vivir según 

piden las virtudes. Por otra parte, como la felicidad es el bien por 

excelencia y constituye un fin en acto, se sigue de aquí que, viviendo 

según pide la virtud, somos dichosos y gozamos del bien supremo. 

Consecuencia de esto es que como la felicidad es el bien final y el fin 

de la vida, es bueno tener en cuenta que sólo puede realizarse en un ser 

completo y perfectamente finito. Me explicaré; digo, por ejemplo, que 

la felicidad no puede encontrarse en el niño, ni éste puede ser dichoso, 

lo cual tiene lugar exclusivamente en el hombre formado, porque es un 

ser completo. Añado que tampoco se encontrará la felicidad en un 

tiempo incompleto e indeterminado, y sí en un tiempo completo y 

consumado, y por tiempo completo entiendo el que abraza la vida 

entera del hombre. A mi parecer tienen razón los que dicen que no 

puede formarse juicio sobre la felicidad del hombre, si no se recae 

sobre el tiempo más dilatado de su vida; y el vulgo, ateniéndose a esta

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máxima, cree que todo lo que es completo tiene que realizarse en un 

tiempo completamente acabado y en un hombre completo. He aquí otra 

prueba de que la felicidad es un acto. Si nos imaginamos un hombre 

durmiendo toda la vida, de ninguna manera supondríamos que era un 

ser dichoso durante este largo sueño. Sin embargo, este hombre vive en 

este estado, pero no vive como exigen las virtudes; y sólo vive en 

realidad, como ya hemos dicho, el que vive en acto. 

Después de estas consideraciones vamos a tratar de una cuestión 

que no será ni completamente propia ni completamente extraña a 

nuestro asunto. Diremos, pues, que al parecer hay en el alma una parte 

por la que nos alimentamos y que llamamos parte nutritiva. La razón 

puede comprender esto sin dificultad. Como las cosas inanimadas, por 

ejemplo las piedras, son evidentemente incapaces de alimentarse, 

resulta de aquí que alimentarse es una función de los seres que están 

animados, que tienen un alma; y si esta función sólo pertenece a los 

seres dotados de un alma, es claro que el alma es la causa de ella. Entre 

las partes de que se compone el alma hay unas que no pueden ser causa 

de la nutrición: por ejemplo, la parte que razona, la parte apasionada, la 

parte concupiscible, y separadas estas diversas partes sólo queda en el 

alma esta otra, a la que no podemos dar mejor nombre que el de parte 

nutritiva. Pedro podría preguntarse: ¿es posible que esta parte del alma 

pueda participar también de la virtud? Si pudiese, es evidente que sería 

preciso que el alma obrase también mediante ella, puesto que la 

felicidad la constituye el acto de la virtud completa. Si hay o no hay 

virtud en esta parte del alma, es una cuestión de otro orden, pero si por 

casualidad la hay, para ella no existe acto. Y he aquí por qué: los seres 

que pueden tener un acto que sea propio de ellos; y en esta parte del 

alma de que se trata no aparece movimiento espontáneo. Puede decirse, 

con verdad, que se parece algo a la naturaleza del fuego; el fuego 

devora cuanto en él se arroja, pero si no le echáis material, ningún 

movimiento hace él para ir en su busca. Así sucede con esta parte del 

alma; si se le suministra alimento, nutre al cuerpo, y si no se le 

suministra, no tiene el poder propio y espontáneo de nutrirle. Donde no

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hay espontaneidad, no hay acto; y, por consiguiente, esta parte del 

alma no contribuye nada a la felicidad. 

Después de lo que precede, debemos explicar la naturaleza propia 

de  la virtud, puesto que el acto de la virtud es el que constituye la 

felicidad. Por lo pronto, puede decirse de una manera general que la 

virtud es la facultad y la disposición mejor del alma. Pero quizás una 

definición tan concisa no baste, y habrá necesidad de desenvolverla 

para hacerla más clara.

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CAPITULO V 

DIVISIÓN DEL ALMA EN DOS PARTES, Y 

VIRTUDES PROPIAS DE CADA UNA 

En primer lugar es preciso hablar del alma, en la que reside la 

virtud. Pero aquí no tenemos que tratar de la esencia del alma, porque 

esta cuestión corresponde a otro lugar, y así nos limitaremos a 

bosquejar sus rasgos principales. El alma, como acabamos de decir, se 

divide en dos partes: una racional y otra irracional. En la parte que está 

dotada de razón se distinguen la prudencia, la sagacidad, la sabiduría, 

la instrucción, la memoria y otras facultades de este género. En la parte 

irracional es donde se encuentra lo que llamamos virtudes: la 

templanza, la justicia, el valor y todas las demás virtudes morales que 

son dignas de estimación y de alabanza. Cuando las poseemos, a ellas 

debemos el que se diga que merecemos la estimación y los elogios. 

Mas con respecto a las virtudes de la parte racional del alma, jamás se 

recibe por ellas alabanza, y así sucede que nunca se alaba a uno 

directamente por ser sabio, por ser prudente, ni en general por ninguna 

de las virtudes de esta clase. Quiero decir que únicamente se alaba la 

parte irracional del alma, en tanto que puede servir y sirve a la parte 

racional, obedeciéndola. 

Pero la virtud moral se destruye y se pierde a la vez por sobra y 

por falta. Que esta sobra y esta falta destruyen las cosas es muy fácil de 

ver en todas las afecciones morales. Mas como para las cosas oscuras 

es preciso valerse de ejemplos perfectamente claros, cito los ejercicios 

gimnásticos para que pueda fácilmente cualquiera convencerse de esta 

verdad. La fuerza se destruye lo mismo cuando se practican ejercicios 

exagerados que cuando no se ejecutan los convenientes. En la comida 

y en la bebida sucede lo mismo. tomadas en gran cantidad se pierde la 

salud, y si se toman en muy poca, también perece; y sólo 

manteniéndose en una justa medida, en un término medio, es corno se 

conserva la fuerza y la salud. La misma observación puede hacerse con 

respecto a la templanza, al valor en general, a todas las virtudes. Por

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ejemplo, si se supone un hombre tan poco accesible al temor, que no 

teme ni aun a los dioses, esto no será valor, será locura. Si, por el 

contrario, suponéis que a todo teme, será un cobarde. El corazón 

verdaderamente valiente no será ni el del que teme a todo, ni el del que 

no teme a nada absolutamente. Las mismas causas ,ton, por tanto, las 

que aumentan o destruyen la virtud; y así los temores, cuando son 

demasiado fuertes y en todo influyen indistintamente, destruyen el 

valor, así como le destruyen las obcecaciones, que hacen que no se 

tema a nada. El valor se refiere a los temores, y los temores moderados 

aumentan el valor verdadero; donde se ve que unas mismas causas 

aumentan y destruyen el valor, porque siempre son los temores los que 

producen en nosotros estos diversos sentimientos. La misma 

observación puede hacerse con respecto a las demás virtudes.

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CAPITULO VI 

DE LA INFLUENCIA DEL PLACER Y DEL DOLOR 

SOBRE LA VIRTUD 

El exceso y el defecto no son, por otra parte, los únicos límites 

que se pueden poner a la virtud, porque también se la puede limitar y 

determinar por el dolor y el placer. Muchas veces el placer es el que 

nos arrastra al mal, como el dolor nos impide otras hacer el bien; en 

una palabra, en ningún caso se encuentran la virtud o el vicio sin que, 

al mismo tiempo, aparezcan la pena o el placer. Y así, la virtud se 

refiere a los placeres y a los dolores; y he aquí de donde toma la virtud 

moral el nombre con que se la designa, si es posible en la letra misma 

de una palabra descubrir la verdad y encontrar en ella la realidad, 

medio que quizás es tan aceptable como cualquier otro. Lo moral, quo 

en la lengua griega se llama ethos con e larga,  tiene también la 

denominación del hábito, que también se dice ethos con e breve, y la 

moral, ethike, se llama así en griego, porque resulta de los hábitos y de 

las costumbres, ethid-zesthai. Esto debe probarnos claramente que 

ninguna de las virtudes de la parte irracional del alma nos es innata por 

la sola acción de la naturaleza. No hay cosa que sea de tal naturaleza 

que pueda por el hábito hacerse distinta que lo que es. Por ejemplo, la 

piedra y en general, todos los cuerpos pesados, todos los cuerpos 

graves, se dirigen naturalmente hacia abajo; podrá arrojarse una piedra 

al aire y acostumbrarla en cierta manera a subir; pero jamás irá suyo 

hacia arriba, sino que irá siempre hacia abajo. Lo mismo sucede en 

todos los demás casos de esta clase.

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CAPITULO VII 

DE LOS DIVERSOS FENOMENOS DEL ALMA 

Sentado esto, y puesto que queremos estudiar la naturaleza de la 

virtud, es preciso averiguar todo lo que hay en el alma y todos los 

fenómenos que en ella se producen. Hay tres cosas en el alma: 

afecciones o pasiones, facultades y disposiciones; de suerte que la 

virtud debe ser una de estas tres cosas. Las pasiones o afecciones son, 

por ejemplo, la cólera, el temor, el odio, el deseo, la envidia, la 

compasión y todos los demás sentimientos de esta clase, que de 

ordinario tienen por compañeros inevitables la pena y el placer. Las 

facultades son potencias íntimas que nos hacen capaces de estas 

diversas pasiones: por ejemplo, potencias que nos hacen capaces de 

que montemos en cólera, de que nos aflijamos, de que nos 

compadezcamos y sintamos otras afecciones particulares que hacen 

que estemos bien o mal dispuestos con relación a todos estos 

sentimientos. Y así, con respecto a la facultad de encolerizarse, si uno 

se arrebata con excesiva facilidad, estará dotado de una mala 

disposición en punto a cólera. Y si nada nos conmueve, ni aun las 

cosas que pueden provocar una justa cólera, es ésta también una mala 

disposición respecto a esta pasión. La disposición media entre estos 

dos extremos consiste en no dejarse arrastrar violentamente ni ser 

demasiado insensible, y cuando nos hallamos dispuestos de esta 

manera, ocupamos un punto conveniente. La misma observación puede 

hacerse para todos los casos análogos. La moderación, que sólo se 

encoleriza con motivo, y la dulzura ocupan el término medio entre la 

irritabilidad, que nos lleva incesantemente a la cólera, y la indiferencia, 

que hace que no nos irritemos jamás. La misma observación tiene lugar 

respecto de la fanfarronería que se alaba de todo, y del disimulo que no 

descubre las cosas. Fingir tener más que se tiene es lo propio del 

fanfarrón; fingir tener menos es lo propio del hombre disimulado. 

Entre estos extremos están la franqueza y la verdad, que ocupan el 

término medio.

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20 

CAPITULO VII 

DE LAS DISPOSICIONES 

Lo mismo sucede con todos los demás sentimientos. Con respecto 

a ellos, la función propia de la disposición moral consiste en que 

estemos bien o mal dispuestos respecto de las diversas cosas que estos 

sentimientos provocan. Estar bien dispuesto significa no incurrir en el 

exceso, ni en el defecto. Y así la disposición es buena respecto a las 

cosas que pueden merecer alabanza, cuando se mantiene en esta 

especie de término medio. La disposición es mala cuando se incurre en 

el exceso o en el defecto. Puesto que la virtud cuando ocupa el medio 

entre las afecciones, y que las afecciones o, en otros términos las 

pasiones del alma son penas o placeres, no hay virtud sin placer o sin 

pena. Esto nos prueba también, de una manera general, que la virtud 

tiene relación con las penas y con los placeres del alma. Podría 

objetarse a esta teoría que hay también otras pasiones respecto de las 

que no consiste el vicio ni en el exceso ni en el defecto, por ejemplo, el 

adulterio; el hombre que le comete no puede seducir más o menos a las 

mujeres libres que ha perdido. Pero al hacer esta objeción no se echa 

de ver que este vicio y cualquiera otro análogo que pudiera citarse 

están comprendidos en el placer culpable de la relajación; y que, 

presentado desde este punto de vista, sea un exceso, sea un defecto, es 

reprensible del mismo modo que todos los demás.

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21 

CAPÍTULO IX 

EL DEFECTO Y EL EXCESO SON LO CONTRARIO 

DEL TÉRMINO MEDIO EN QUE CONSISTE LA 

VIRTUD 

Después de lo dicho es necesario explicar qué es lo contrario de 

este término medio en que consiste la virtud. ¿Es el exceso? ¿Es el 

defecto? Hay ciertos medios cuyo contrario es el defecto; hay otros en 

que es el exceso. Y así, lo contrario del valor no es la temeridad, que es 

un exceso; es la cobardía, que es un defecto. No sucede así respecto a 

la templanza, que es un medio entre la corrupción sin freno y la 

insensibilidad en lo que concierne al placer, puesto que lo contrario no 

es la insensibilidad, que es un defecto y así la corrupción, que es un 

exceso. Por lo demás, pueden los dos extremos ser, a la vez, contrarios 

al medio, lo mismo el exceso que el defecto, porque el medio incurre 

en defectos relativamente al exceso e incurre en exceso relativamente 

al defecto. Esto nos explica por qué los pródigos tienen por faltos de 

generosidad a los hombres generosos, y por qué los que no son 

generosos tratan a los que lo son como si fueran verdaderamente 

pródigos; así como los temerarios y los imprudentes consideran a los 

valientes como cobardes, y los cobardes llaman a los valientes 

temerarios y locos. 

Dos motivos hay para que se consideren el exceso y el defecto 

como los contrarios del término medio. Por de pronto puede mirarse 

sólo a la cosa misma, y ver a cuál de los dos extremos se aproxima o de 

cuál se aleja el medio. Por ejemplo, se puede preguntar si es la 

prodigalidad o la avaricia la que más se aleja de la verdadera 

generosidad, y como la prodigalidad parece aproximarse más a la 

generosidad, resulta que está la avaricia más distante del medio. Las 

cosas más lejanas del medio parecen igualmente las más contrarias. Si 

sólo nos atenemos a la cosa misma, el defecto, en este caso, parecerá 

más contrario al medio que el otro extremo. Pero hay un segundo 

recurso para apreciar estas diferencias, y es el siguiente: las tendencias

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22 

a que más nos arrastra la naturaleza son también las más contrarias al 

medio: por ejemplo, la naturaleza nos arrastra al desarreglo y a la 

disipación más que a la economía y a la templanza. Las tendencias que 

son naturales no hacen más que aumentarse más y más, y las cosas a 

que sin cesar nos inclinamos y nos entregamos mucho más a la 

disipación que a la templanza, y entonces el exceso y no el defecto es 

el que aparece como más contrario al medio, porque la disipación es lo 

contrario a la prudencia, y es un exceso culpable. 

Hemos estudiado, pues, la naturaleza de la virtud, y hemos visto 

que es una especie de medio en las pasiones del alma. Y así, el hombre 

que quiera adquirir mediante su moralidad una verdadera 

consideración, debe buscar con cuidado el medio en cada una de las 

pasiones. De aquí por qué es una obra grande en el hombre el ser 

virtuoso y bueno; porque en todas las situaciones es difícil encontrar 

este medio. Por ejemplo, si es fácil, a cualquiera trazar un círculo, es 

muy difícil encontrar el verdadero centro de este círculo, una vez 

trazado. Esta comparación se aplica igualmente a los sentimientos 

morales. Tan fácil es encolerizarse constantemente como permanecer 

en estado contrario a éste; pero mantenerse en un medio conveniente es 

cosa muy difícil. Por punto general se ve en todas las pasiones 

indistintamente que les fácil girar en torno del medio, pero que es 

difícil encontrar el que verdaderamente merece alabanza, y por esta 

razón es tan rara la virtud.

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23 

CAPITULO X 

LA VIRTUD Y EL VICIO DEPENDEN DEL 

HOMBRE Y SON VOLUNTARIOS 

Puesto que hablamos de la virtud, será conveniente examinar, 

visto lo que precede, si puede o no puede adquirirse, o si, como 

pretendía Sócrates, no depende de nosotros el ser buenos o malos. 

"Preguntad -decía él- a un hombre, sea el que sea, si quiere ser bueno o 

malo, y veréis con seguridad que no hay ninguno que prefiera nunca 

ser vicioso. Haced la misma prueba con el valor, con la cobardía y con 

todas las demás virtudes, y tendréis siempre el mismo resultado." 

Sócrates deducía de aquí que, si hay hombres malos, lo son a pesar 

suyo, y, por consiguiente, que los hombres, a su juicio, son virtuosos 

sin la menor intervención de ellos mismos. Este sistema, diga lo que 

quiera Sócrates, no es verdadero. Pues de serlo, ¿para qué el legislador 

prohibe las malas acciones y ordena las buenas y virtuosas? ¿Por qué 

impone penas al que comete acciones malas o no cumple con las 

buenas que le prescribe? Bien insensato sería el legislador que dictara 

leyes sobre cosas cuyo cumplimiento no depende de nuestra voluntad. 

Pero no hay nada de eso, porque de los hombres depende ser buenos o 

malos, y lo prueban las alabanzas y reprensiones de que son objeto las 

acciones humanas. La alabanza va dirigida a la virtud y la represión al 

vicio; y es claro que ni la una ni la otra podrían aplicarse a actos 

involuntarios. Por consiguiente, desde este punto de vista depende de 

nosotros hacer el bien o hacer el mal. 

Se ha intentado hacer una especie de comparación para probar 

que el hombre no es libre. "¿Por qué, se dice, cuando estamos 

enfermos o somos feos no se nos reprende?" Éste es un error; 

reprendemos vivamente a los que creemos que son causa de su 

enfermedad o de su fealdad; porque creemos que en esto mismo hay 

algo de voluntario. Pero la voluntad y la libertad se aplican 

principalmente al vicio y a la virtud.

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24 

He aquí una prueba más concluyente aún. En la naturaleza toda 

cosa es capaz de engendrar una substancia igual a ella misma; por 

ejemplo, los animales y los vegetales que vemos reproducirse. Las 

Cosas se reproducen en virtud de ciertos principios, como la planta se 

produce mediante la semilla, que en cierta manera es su principio. Pero 

lo que nace de los principios, y según ello, es absolutamente semejante 

a los mismos esto puede verse con más claridad en la geometría. 

Sentados en esta ciencia ciertos principios, las consecuencias que 

proceden de ellos son absolutamente como los principios mismos. Por 

ejemplo, si los tres ángulos de un triángulo son iguales a dos rectos, y 

los de un cuadrado iguales a cuatro rectos, desde el momento que las 

propiedades del triángulo varíen, variarán también las del cuadrilátero; 

porque aquellas proposiciones son recíprocas, y si el cuadrado no 

tuviese sus ángulos iguales a cuatro ángulos rectos, tampoco el 

triángulo tendría los suyos iguales a dos rectos. 

Esto tiene lugar igualmente y con una perfecta semejanza 

respecto del hombre. El hombre también puede engendrar substancias, 

y, en virtud de ciertos principios y de ciertos actos que ejecuta puede 

producir las cosas que produce. ¿Ni cómo podría suceder de otra 

manera? Ninguno de los seres inanimados puede obrar en el verdadero 

sentido de esta palabra, así como entre los seres animados ninguno 

obra realmente, excepto el hombre. Por consiguiente, el hombre 

produce actos de cierta especie. Pero como los actos del hombre 

mudan sin cesar a nuestros ojos, y jamás hacemos idénticamente las 

mismas cosas; y como, por otra parte, los actos producidos por 

nosotros lo son en virtud de ciertos principios, es claro que tan pronto 

como los actos mudan, los principios de estos, actos mudan también, 

como lo hemos hecho ver en la comparación tomada de la geometría. 

El principio de la acción, buena o mala, es la determinación, es la 

voluntad y todo lo que en nosotros obra según la razón. Pero la razón y 

la voluntad, que inspiran nuestros actos, mudan también, puesto que 

nosotros hacemos que muden nuestros actos con plena voluntad. Por 

consiguiente, el principio y la determinación mudan como mudan 

aquéllos; es decir, que este cambio es perfectamente voluntario. Por

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25 

tanto, y como conclusión final, sólo de nosotros depende el ser buenos 

o malos. 

"Pero, se dirá quizá, puesto que de mí sólo depende ser bueno, 

seré, si quiero, el mejor de los hombres." No, eso no es posible como 

se imagina. ¿Por qué? Porque semejante perfección no tiene lugar ni 

aun para el cuerpo. Podrá cuidarse o acicalarse el cuerpo cuanto se 

quiera, pero no por esto se conseguirá que sea el cuerpo más hermoso 

del mundo. Porque no basta el cuidado más esmerado, puesto que se 

necesita, además, que la naturaleza nos haya dotado de un cuerpo 

perfectamente bello y perfectamente sano. Con el esmero, el cuerpo 

aparecerá mejor, pero no por eso será el mejor organizado entre todos 

los demás. Lo mismo sucede respecto al alma. Para ser el más virtuoso 

de los hombres no basta quererlo si la naturaleza no nos auxilia; pero 

se será mucho mejor, si hay esta noble resolución.

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CAPITULO XI 

TEORIA DE LA LIBERTAD EN EL HOMBRE 

Después de haber demostrado que la virtud depende de nosotros, 

es preciso tratar del libre albedrío y explicar lo que es el acto libre y 

voluntario, porque tratándose de la virtud el libre albedrío es el punto 

verdaderamente esencial. La palabra voluntario designa, absolutamente 

hablando, todo lo que hacemos sin vernos precisados por una 

necesidad cualquiera. Pero esta definición exige, quizá, que se la aclare 

por medio de algunas explicaciones. El móvil que nos hace obrar es, en 

general, el apetito. Pueden distinguirse tres especies de apetitos: el 

deseo, la cólera y la voluntad. Indaguemos, en primer lugar, si la 

acción a que nos obliga el deseo es voluntaria o involuntaria. No es 

posible que sea involuntaria. ¿Por qué? ¿Y de dónde nace esto? Todo 

lo que hacemos que no proceda de nuestra libre voluntad sólo lo 

hacemos por una necesidad que nos domina; y en todo lo que se hace 

por necesidad advertimos un cierto dolor como su resultado. El placer, 

por lo contrario, es una consecuencia de lo que hacemos movidos por 

el deseo. Así, pues, las cosas que se hacen por el deseo no pueden ser 

involuntarias, por lo menos en este sentido, y antes bien son 

ciertamente voluntarias. Es cierto que a esta teoría podría oponerse la 

que se ha ideado para explicar la intemperancia: "nadie, se dice, hace el 

mal por mero gusto, sabiendo que es el mal, y, por tanto, el 

intemperante incapaz de dominarse, sabiendo que lo que hace es malo, 

no por eso se abstiene de hacerlo, y es porque sigue el impulso de su 

deseo. No obra con una voluntad libre y se ve arrastrado por una 

necesidad fatal.” 

Refutaremos esta objeción con el mismo razonamiento sentado 

más arriba. No, el acto que provoca el deseo no es un acto necesario, 

porque el placer es el resultado del deseo, y lo que se hace por placer 

jamás nace de una necesidad inevitable. También se puede probar de 

otra manera que el hombre estragado obra con plena voluntad, porque, 

al parecer, no puede negarse que los hombres injustos son injustos

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27 

voluntariamente; es así que los hombres estragados son injustos y 

comenten una injusticia; luego, el hombre corrompido, que no es 

dueño de sí mismo, comete voluntariamente los actos de intemperancia 

que ejecuta.

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28 

CAPÍTULO XII 

CONTINUACION DE LA REFUTACION 

PRECEDENTE 

Hay otra objeción que se opone a nuestra teoría, y con la que se 

intenta demostrar que la intemperancia no es voluntaria. "El hombre 

templado, se dice, ejecuta los actos de templanza por un acto propio de 

su voluntad, porque se le estima por su virtud, y la estimación sólo 

recae sobre actos voluntarios. Pero si lo que se hace según el deseo 

natural es voluntario, todo lo que se hace contra este deseo es 

involuntario; es así que el hombre templado obra contra el deseo, luego 

se sigue de aquí que el templado no es voluntariamente templado." 

Pero evidentemente éste es un error, pues que resulta que lo que se 

hace según el deseo tampoco es voluntario. 

Un sistema del todo semejante se aplica a los actos que se refieren 

a la cólera, porque los mismos razonamientos que valen respecto del 

deseo valen igualmente respecto a la cólera, y presentan la misma 

dificultad, puesto que se puede ser templado e intemperante en punto a 

la cólera. 

La última de las especies que hemos distinguido entre los apetitos 

es la voluntad, y nos falta indagar si es libre. Los hombres 

desarreglados y los intemperantes quieren hasta cierto punto los actos 

culpables a que se precipitan, y puede decirse, por tanto, que tales 

hombres hacen el mal queriéndolo. Pero se objetará aún: nadie hace 

voluntariamente el mal sabiendo que es mal; es así que el 

intemperante, que sabe bien que lo que hace es malo, no obra con 

voluntad; luego, no es libre, y la voluntad tampoco lo es. Con este 

precioso razonamiento se suprimen radicalmente el desorden y el 

hombre desordenado. Si el intemperante no es libre, no es reprensible, 

pero el intemperante es reprensible; luego, obra voluntariamente; 

luego, la voluntad es libre. Por lo demás, como en todo esto aparecen 

razonamientos contradictorios, será bueno explicar con mayor claridad 

qué es el acto voluntario y libre.

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29 

CAPÍTULO XIII 

DEFINICIÓN  DE LA FUERZA O VIOLENCIA 

 Expliquemos, ante todo, lo que se entiende por fuerza o violencia 

y por necesidad. La violencia se encuentra también en los seres 

inanimados. Así se ve que a cada una de las cosas inanimadas se ha 

señalado un sitio especial: por ejemplo, el lugar del fuego es lo alto, y 

el de la tierra lo bajo. Pero, empleando una especie de violencia, puede 

hacerse que la piedra suba y que el fuego baje. Con mas razón es 

posible violentar al ser animado: por ejemplo, se puede obligar a un 

caballo a que se separe de la línea recta por donde corre, haciéndole 

que cambie la dirección y vuelva por donde vino. Y así, siempre que 

fuera de los seres existe una causa que los obliga a ejecutar lo que 

contraría su naturaleza o su voluntad, se dice que estos seres hacen por 

fuerza lo que hacen. De otra manera, el hombre desarreglado que no se 

domina reclamará y sostendrá que no es responsable de su vicio, 

porque pretenderá que si comete la falta es porque se ve forzado a ello 

por la pasión y el deseo. Ésta será, pues para nosotros la definición de 

la violencia y de la coacción: hay violencia siempre que la causa que 

obliga a los seres a hacer lo que hacen es exterior a ellos; y no hay 

violencia desde el momento que la causa es interior y que está en los 

seres mismos que obran.

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CAPITULO XIV 

DEFINICIÓN DE LAS IDEAS DE NECESIDAD Y DE 

LO NECESARIO 

El punto de las ideas de necesidad y de lo necesario es preciso decir 

que no se las puede aplicar indistintamente y a todas las cosas. Por 

ejemplo, jamás se aplica a lo que hacemos por placer, porque sería un 

absurdo decir que uno se había visto forzado por el placer a seducir a la 

mujer de su amigo. Y así, la idea de la necesidad no es aplicable 

indistintamente a todas las cosas: sólo lo es a aquellas que nos son 

exteriores: por ejemplo, sí alguno se ha visto en la necesidad de sufrir 

cierto mal para evitar otro mayor que amenazaba su fortuna. En este 

concepto yo mismo puedo decir: "Me veo forzado, por precisión, a ir 

apresuradamente a mi casa de campo, que si tardara sólo encontraría 

arruinada mi cosecha." He aquí los casos en que puede decirse que hay 

necesidad.

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CAPÍTULO XV 

DEL ACTO VOLUNTARIO 

No pudiendo consistir el acto voluntario en un impulso ciego, 

es preciso que proceda siempre del pensamiento; porque si el acto 

involuntario es el que se verifica por necesidad y por fuerza, es justo 

que añadamos, como tercera condición, que tiene también lugar cuando 

no han mediado la reflexión y el pensamiento. Los hechos demuestran 

esta verdad. Cuando un hombre hiere, y, si se quiere, mata a otro, o 

comete un acto semejante sin ninguna premeditación, se dice que lo ha 

hecho contra su voluntad, y esto prueba que se coloca siempre la 

voluntad en un pensamiento previo. Así es cómo se cuenta de una 

mujer que, habiendo dado a beber a su amante un filtro y habiéndose 

muerto éste de sus resultas, fue ella absuelta por el Areópago ante el 

cual se la obligó a comparecer; y si el tribunal la absolvió fue por el 

motivo sencillo de que no había obrado con premeditación. Esta mujer 

dio el brebaje por cariño, sólo que se equivocó completamente. El acto 

no pareció voluntario, porque no dio el filtro con intención de matar a 

su amante. Aquí se ve que lo voluntario se da en lo que se hace con 

intención.

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CAPITULO XVI 

DE LA PREFERENCIA REFLEXIVA 

Nos resta aún por examinar si la preferencia reflexiva, que 

determina nuestra elección, debe o no pasar por un apetito. El apetito 

se encuentra en los demás animales como en el hombre, pero la 

preferencia que escoge no aparece en ellos. La causa de esto es que la 

preferencia va siempre acompañada de la razón, y de la razón no 

participa ningún otro animal. De aquí podría concluirse que la 

preferencia no es un apetito. Pero, cuando menos, la preferencia ¿no es 

la voluntad? ¿O tampoco lo es? La voluntad puede aplicarse hasta a las 

cosas imposibles; por ejemplo, podemos querer ser inmortales. Pero 

nosotros no preferimos esto por efecto de una elección reflexiva. 

Además, la preferencia no se aplica al objeto mismo que se busca, sino 

a los medios que conducen a él; por ejemplo, no puede decirse que se 

prefiere la salud, sino que se prefieren, entre las cosas, las que la 

procuran, como el paseo, el ejercicio, etc., y lo que queremos es el fin 

mismo, puesto que queremos la salud. Esta distinción nos indica, 

evidentemente, la profunda diferencia que hay entre la voluntad y la 

preferencia reflexiva que decide de nuestra elección. La preferencia, 

como su nombre lo expresa claramente, significa que preferimos tal 

cosa a tal otra; por ejemplo, lo mejor, a lo menos bueno. Cuando 

comparamos lo menos bueno con lo mejor y tenemos libertad de 

elección, entonces puede decirse propiamente que hay preferencia. 

La preferencia no se confunde ni con el apetito ni con la voluntad. 

¿Pero el pensamiento es, en el fondo, la preferencia? ¿0 bien la 

preferencia no es tampoco el pensamiento? Pensamos e imaginamos 

una multitud de cosas en nuestro pensamiento. Pero lo que pensamos, 

¿puede ser también objeto de nuestra preferencia y de nuestra 

elección? ¿O no puede ser? Por ejemplo, pensamos muchas veces en 

los sucesos que pasan entre los indios; ¿y podemos aplicar nuestra 

preferencia a esto como aplicamos nuestro pensamiento? Por esto se ve 

que la preferencia no se confunde absolutamente con el pensamiento.

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33 

Puesto que la preferencia no se refiere aisladamente a ninguna de 

las facultades del espíritu que acabamos de enumerar y que son todos 

los fenómenos del alma, es necesario que la preferencia sea la 

combinación de algunas de estas facultades tomadas dos a dos. Pero 

como la preferencia o la elección se aplica. como acabo de decir, no al 

fin mismo que se busca, sino a los medios que a él conducen; como, 

por otra parte, sólo se aplica a cosas que sean posibles, y en los casos 

en que ocurre la cuestión de saber si tal o cual cosa debe ser escogida, 

es claro que es preciso pensar previamente sobre estas cosas y deliberar 

sobre ellas, y solamente después que nos ha parecido preferible uno de 

los dos partidos, y después de bien reflexionado, es cuando se produce 

en nosotros cierto impulso que nos lleva a ejecutar la cosa. Entonces, 

obrando de esta manera, podemos decir que obramos por preferencia. 

Luego, si la preferencia es una especie de apetito y de deseo 

precedido y acompañado de un pensamiento reflexivo, el acto 

voluntario no es un acto de preferencia. En efecto, hay una multitud de 

actos que hacemos con plena voluntad antes de haber pensado y 

reflexionado en ellos. Nos sentamos, nos levantamos y realizamos 

otras mil acciones voluntarias sin pensar ni remotamente en ellas, al 

paso que, visto lo que se acaba de decir, todo acto que se hace por 

preferencia siempre va acompañado de pensamiento. En este concepto, 

el acto voluntario no es un acto de preferencia, pero el acto de 

preferencia siempre es voluntario; y si preferimos hacer tal o cual cosa 

después de una madura deliberación, la hacemos con plena y entera 

voluntad. Legisladores ha habido, aunque en corto número, que han 

hecho la distinción entre el acto voluntario y el acto premeditado, 

formando con ellos distintas clases, e imponiendo penas menores por 

los actos de voluntad que por los de premeditación. 

La preferencia sólo cabe en las cosas que el hombre puede hacer, 

y en los casos en que depende de nosotros obrar o no obrar, obrar de tal 

manera o de tal otra, en una palabra, en todas las cosas en que puede 

saberse el porqué de lo que se hace. Pero el porqué o la causa no es 

absolutamente simple. En geometría, cuando se dice que el cuadrilátero 

tiene sus cuatro ángulos iguales a cuatro ángulos rectos, y se pregunta

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el porqué, se responde: porque el triángulo tiene sus tres ángulos 

iguales a dos rectos. En las cosas de este género, remontándose a un 

principio determinado, al instante se sabe el porqué. Pero en los casos 

en que es preciso obrar y en que son posibles la elección y la 

preferencia, no sucede lo mismo, porque ninguna preferencia es fija, si 

está determinada. Mas si se pregunta: ¿por qué habéis hecho eso? no se 

puede menos de responder: porque no podía hacerlo de otra manera: o 

bien, porque tuve eso por mejor. Se escoge el partido que parece mejor 

sólo en vista de las circunstancias, porque éstas son las que nos deciden 

a obrar. Además, en las cosas de este género es posible la deliberación 

para saber cómo se debe obrar. Pero es muy distinto cuando se trata de 

cosas que se saben a ciencia cierta. No hay precisión de deliberar para 

saber cómo se escribe el nombre de Arquicles, porque su ortografía lo 

dice, y se sabe positivamente cómo debe escribirse. Si en esto se 

comete una falta, no está en el espíritu: estará únicamente en el acto 

mismo de escribir. Y es que en todos los casos en que no cabe error en 

el espíritu no se delibera, y sólo en las cosas en que la manera cómo 

éstas deben de ser no está exactamente determinada es cuando puede 

tener lugar el error. Pero la indeterminación se encuentra en todas las 

cosas que el hombre puede hacer, y en todas aquellas en que puede ser 

la falta doble y en dos sentidos diferentes. Nos engañamos en las cosas 

que tocan a la acción, y, por consiguiente, también en las cosas que se 

refieren a las virtudes. Fijos los ojos en la virtud, nos extraviamos, sin 

embargo, en los caminos que nos son naturales y conocidos. Entonces 

puede encontrarse la falta lo mismo en el exceso que en el defecto, y 

podemos vernos arrastrados a uno o a otro de estos extremos por el 

placer o por el dolor. El placer nos arrastra a obrar mal, y el dolor a 

huir del deber y del bien.

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CAPITULO XVII 

CONTINUACION DE LA TEORIA PRECEDENTE 

Añado a lo dicho que el pensamiento no se parece en nada a la 

sensación. La vista no puede hacer absolutamente otra cosa que ver, ni 

el oído otra cosa que oír. Y así no cabe deliberación para saber si es 

preciso oír o ver por el oído. En cuanto al pensamiento, es cosa muy 

distinta, porque puede hacer tal o cual cosa, y aquí tiene ya lugar la 

deliberación. Es posible engañarse en la elección de los bienes que no 

constituyen directamente el fin que se busca, porque con respecto al fin 

mismo todos están perfectamente de acuerdo; por ejemplo, todo el 

mundo conviene en que la salud es un bien. Pero cabe engaño con 

respecto a los medios que conducen a este fin, y así se pregunta si es 

bueno para la salud comer o no comer tal o cual cosa. El placer y la 

pena son, principalmente, los que en estos casos nos hacen incurrir en 

equivocaciones y en faltas, porque huimos siempre de la última y 

corremos tras el primero. 

Ahora que ya sabemos en qué y cómo son posibles el error y la 

falta, es preciso que digamos a qué va unida y a qué aspira la virtud. 

¿Es al fin mismo? ¿Es sólo a las cosas que conducen a él? Por ejemplo: 

¿es al bien mismo a que se aspira? ¿O, simplemente a las cosas que 

contribuyen al bien? Pero, ante todo, ¿qué es lo que toca hacer a la 

ciencia en este punto? ¿Pertenece a la ciencia de la arquitectura definir 

bien el fin que se propone al hacer una construcción? ¿O sólo le 

corresponde conocer los medios que conducen a este fin? Fijo bien 

éste, que no es otro que el de hacer una casa sólida, sólo al arquitecto 

toca procurar y encontrar todo lo que se necesita para realizar su obra. 

La misma observación puede hacerse respecto a todas las demás 

ciencias. 

Lo mismo deberá suceder respecto a la virtud; es decir, que su 

verdadero objeto será ocuparse del fin que debe constantemente 

proponerse como bueno y como posible, más bien que de los medios 

que conducen a este fin. Sólo el hombre virtuoso sabe procurar y

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encontrar lo que constituye este fin, y lo que debe hacer para 

alcanzarlo. Es, pues, muy natural que la virtud se proponga este fin, 

que es propio de ella, en todas estas cosas en que el principio de lo 

mejor es, a la vez, el que puede realizarlo y el que puede proponerlo. 

Por consiguiente, la virtud es lo mejor que hay en el mundo, porque 

por ella se hace todo lo demás y porque es la que contiene el principio 

de todo. Las cosas que contribuyen al fin que uno se propone están 

sólo hechas para este fin. Por el contrario, el fin mismo representa, en 

cierta manera, el principio en vista del cual se hacen las demás cosas 

en la medida en que cada una de ellas se relaciona con aquél. Así se 

verifica respecto a la virtud, puesto que siendo el principio mejor y la 

mejor causa, aspira al fin mismo con preferencia a las cosas 

secundarias que conducen a él.

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37 

CAPÍTULO XVIII 

EL VERDADERO FIN DE LA VIRTUD ES EL BIEN 

El verdadero fin de la virtud es el bien, y la virtud aspira más a 

este fin que a las cosas que lo deben producir mediante a que estas 

cosas mismas forman parte de la virtud. Por verdadera que sea esta 

teoría, si se intentara generalizarla, podría llegar a ser absurda; por 

ejemplo, en pintura podría ser uno un excelente copista, sin merecer 

por esto la menor alabanza, a no ser que se dedicara exclusivamente a 

hacer copias perfectas. Pero lo propio de la virtud, hablando 

absolutamente, es proponerse siempre el bien. "Más, se dirá quizá: ¿no 

habéis sentado antes que el acto vale más que la virtud misma? ¿Por 

qué ahora concedéis a la virtud como su más preciosa condición, no lo 

que produce el acto, sino aquello en lo que no cabe acto posible?" Sin 

duda, lo dijimos, y ahora repetimos lo mismo. Sí, el acto es mejor que 

la simple facultad. Al observar a un hombre virtuoso, sólo podemos 

juzgarle por sus acciones, porque es imposible ver directamente la 

intención, que pueda tener. Si pudiéramos siempre conocer en los 

pensamientos de nuestros semejantes su relación con el bien, el hombre 

virtuoso nos aparecería tal como es, sin tener necesidad de obrar. 

Puesto que hemos enumerado, al hablar de las pasiones, algunos 

de los medios que constituyen la virtud, es preciso que digamos a 

cuáles de aquéllas se aplican estos medios.

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38 

CAPITULO XIX 

DEL VALOR 

Por lo pronto, hallándose el valor en relación con la audacia y con 

el miedo, es bueno saber con qué especies de miedo y de audacia se 

relaciona. El que teme perder su fortuna, ¿es un cobarde sólo por este 

hecho? Y si uno se manifiesta firme cuando le ocurre una pérdida de 

dinero, ¿es por esto un hombre valiente? Más aún: ¿basta que uno 

tenga miedo o que se mantenga firme en una enfermedad para decir 

que en un caso es cobarde y que en otro es valiente? El valor no 

consiste en estas dos clases de miedo y de serenidad. Tampoco consiste 

en despreciar el rayo y los truenos, y todos los demás fenómenos 

terribles que están fuera del alcance humano. Despreciarlos no es ser 

valiente; es ser un loco. Y así, el verdadero valor se manifiesta sólo 

cuando recae sobre cosas respecto de las que es lícito al hombre tener 

miedo y audacia; y entiendo por tales las cosas que la mayor parte o 

todos los hombres temen. El que permanece firme en tales situaciones 

es un hombre de valor. 

Sentado esto, como el hombre puede ser valiente de mil maneras, 

es necesario averiguar ante todo en que consiste precisamente el ser 

valiente. Hay hombres valientes por hábito, como lo son los soldados, 

porque saben por experiencia que en tal lugar, en tal momento y en tal 

situación no se va absolutamente a correr ningún peligro. El hombre 

que cuenta con todas estas seguridades y que por este motivo espera 

los enemigos a pie firme, no por esto es valiente, porque si no se 

reunieran todas las condiciones que en tales casos se requieren, no 

sería capaz de esperar al enemigo. Por consiguiente, no se deben llamar 

valientes los que lo son por efecto del hábito y la experiencia. Y así, 

Sócrates no tuvo razón para decir que el valor es una ciencia porque la 

ciencia no se hace tal sino adquiriendo la experiencia de ella por el 

hábito. Pero nosotros no llamamos valientes a los que sólo arrostran los 

peligros por efecto de su experiencia, ni ellos mismos se atreverían a 

darse este nombre. Por consiguiente, el valor no es una ciencia. Puede

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39 

uno hasta ser valiente por lo contrario de la experiencia. Cuando no se 

sabe por la experiencia personal lo que puede suceder, puede uno estar 

al abrigo del temor, a causa de su inexperiencia; y, ciertamente, 

tampoco puede tenerse por valientes a los de esta clase. Hay otros que 

parecen valientes por la pasión que los anima: por ejemplo los 

amantes, los entusiastas, etcétera. Tampoco son éstos hombres de 

valor, porque si se les arranca la pasión de que están dominados, cesan 

en el acto de ser valientes. El hombre de verdadero valor debe ser 

siempre valiente. Ésta es la razón porque no se atribuye valor a los 

animales. Por ejemplo, no se puede decir que los jabalíes son valientes, 

porque se defienden llenos de irritación a causa de las heridas que 

reciben. El hombre valiente no puede serlo bajo la influencia de la 

pasión. 

Hay otra especie de valor que podría llamarse social y político. 

Vemos hombres que arrostran los peligros por no tener que ruborizarse 

ante sus conciudadanos, y se nos presentan como si tuvieran valor. 

Puedo invocar aquí el testimonio de Homero cuando hace decir a 

Héctor: 

Polidamas por de por de pronto me llenará de injurias. 

Y el bravo Héctor ve así en su interior un motivo para combatir. 

Tampoco en nuestra opinión es éste el verdadero valor, y una misma 

definición no podría aplicarse a todas estas clases de valor. Siempre 

que suprimiendo un cierto motivo que hace obrar, el valor cesa, no 

puede decirse que el que obra por este motivo sea, en realidad, 

valiente. En fin, otros parece que tienen valor por la esperanza de algún 

bien que esperan; éstos tampoco son valientes, puesto que sería un 

absurdo llamar valientes a los que sólo lo son de cierta manera y en 

circunstancias dadas. Por consiguiente, en nada de lo que va dicho se 

encuentra el valor. 

¿Quién es, en general, el hombre verdaderamente valeroso? ¿Cuál 

es el carácter que debe tener? Para decirlo en una palabra, el hombre 

valiente es el que no lo es por ninguno de los motivos que quedan

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40 

expresados, sino porque es de suyo siempre valiente, ya le observé 

alguno, ya nadie le vea. Esto no quiere decir que el valor aparezca 

absolutamente sin pasión y sin motivo, sino que es preciso que el 

impulso nazca de la razón, y que el móvil sea el bien y el deber. El 

hombre que, guiado por la razón y por el deber, marcha al peligro sin 

temerle, este hombre es valiente, y el valor exige precisamente estas 

condiciones. Pero no debe entenderse que el hombre valiente carezca 

de miedo en el sentido de no experimentar accidentalmente la menor 

emoción de temor. No es ser valiente el no temer absolutamente nada, 

porque si tal cosa pudiera admitirse, vendríamos a parar en que las 

piedras y las cosas inanimadas son valientes. Para tener 

verdaderamente valor, es preciso saber temer el peligro y saber 

arrostrarle, porque si se arrostra sin temerlo, ya no se es valiente. 

Además, como ya dijimos arriba, al dividir las especies de valor, éste 

no se aplica a todos los temores ni a todos los peligros; sólo se aplica 

directamente a los que pueden amenazar la vida. Tampoco el verdadero 

valor tiene lugar en un tiempo cualquiera, ni en cualquier caso, sino en 

aquellos lances en que los temores y los peligros son inminentes, ¿Será 

uno valiente, por ejemplo, por temer un peligro que no pueda 

verificarse hasta año después? Muchas veces se cuenta uno seguro 

porque ve el peligro lejano, y se muere de miedo cuando está cerca. 

Tal es la idea que nos formamos del valor y del hombre 

verdaderamente valiente.

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CAPITULO XX 

DE LA TEMPLANZA 

La templanza ocupa el medio entre el desarreglo y la insensibilidad en 

punto a placeres. La templanza, como en general todas las virtudes, es 

una excelente disposición moral, y una excelente disposición sólo 

puede aspirar a lo excelente. Lo excelente en este género es el medio 

entre el exceso y el defecto. Los dos extremos contrarios nos hacen 

igualmente reprensibles, y lo mismo pecamos cayendo en el uno que 

en el otro. Puesto que lo mejor es el medio, la templanza ocupará el 

medio entre el desarreglo y la insensibilidad, y será el término medio 

entre estos extremos. Pero si la templanza se refiere a los placeres y a 

las penas, no se aplica ni a todas las penas ni a todos los placeres, 

porque no aparece indistintamente en todos los casos en que las unas o 

los otros se producen. Y así, por tener el placer de ver un cuadro, una 

estatua, o cualquier otro objeto análogo, no merecerá el que lo haga el 

título de intemperante y desarreglado. Lo mismo sucede con respecto a 

los placeres del oído o del olfato. ¿Pero puede tener lugar con respecto 

a los placeres del tacto o del gusto? No será templado con respeto a los 

placeres un hombre, ni aun respecto de estos placeres particulares, 

porque no experimente emoción bajo la influencia de ninguno de ellos, 

porque entonces sería un hombre insensible. Pero será templado si, 

sintiéndola, no se deja dominar por ellos hasta el punto de despreciar 

todos sus deberes por el ansia de gozarlos con exceso; y la verdadera 

templanza consistirá en permanecer prudente y moderado únicamente 

por el motivo de que se debe ser, porque si se abstiene de todo exceso 

en estos placeres, por temor o por otro sentimiento análogo, esto ya no 

se llama templanza. Fuera del hombre, jamás diremos de los animales 

que son templados, porque no poseen la razón, que podría servirles 

para distinguir y escoger lo que es bueno; y toda virtud se aplica al 

bien y sólo con el bien tiene relación. En resumen, puede decirse que la 

templanza se refiere a los placeres y a las penas, pero sólo a los que 

nos pueden dar los sentidos del tacto y del gusto.

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CAPITULO XXI 

DE LA DULZURA 

En seguida de lo dicho podemos hablar de la dulzura, y mostrar lo 

que es y en qué consiste. Digamos, ante todo, que la dulzura es un 

medio entre el arrebato, que conduce siempre a la cólera, y la 

impasibilidad que no puede nunca llegar a sentirla. Ya hemos visto que 

todas las virtudes, en general, son medios. Esta teoría fácilmente podría 

probarse si hubiera necesidad de hacerlo, y bastaría, al efecto, fijarse 

en que en todas las cosas lo mejor ocupa el medio, que la virtud es la 

mejor disposición, y que siendo lo mejor el medio, la virtud es, por 

consiguiente el medio. La exactitud que de esta observación será tanto 

más evidente cuanto más se la compruebe en cada caso particular. El 

hombre irascible es el que se irrita contra todo el mundo en todo caso y 

más allá de los límites debidos. Es una disposición muy reprensible, 

porque no conviene irritarse contra todo el mundo, ni por todas las 

cosas, ni de todas maneras, ni siempre; lo mismo que no conviene 

tampoco no irritarse jamás, por ningún motivo, ni contra nadie. Este 

exceso de impasibilidad es tan reprensible como el otro. Pero si uno se 

hace reprensible por incurrir en exceso o en defecto, el que sabe 

permanecer en el verdadero medio es, a la vez, dulce y digno de 

alabanza. No es posible aprobar el carácter del que experimenta muy 

vivamente el sentimiento de la cólera, ni el del que apenas lo siente; 

pero se llama verdaderamente dulce al que sabe mantenerse en lo justo 

entre estos dos extremos. Así, pues, la dulzura es el medio entre las 

pasiones que acabamos de describir.

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CAPÍTULO XXII 

DE LA LIBERALIDAD 

La liberalidad es el medio entre la prodigalidad y la avaricia, dos 

pasiones que tienen por objeto el dinero. El pródigo es el que gasta en 

cosas que no debe, más que debe y cuando no debe. El avaro, al 

contrario del pródigo, es el que no gasta en lo que debe, ni lo que debe, 

ni cuando debe. Ambos son igualmente reprensibles. El uno cae en un 

extremo por falta, el otro en el opuesto por exceso. El hombre 

verdaderamente liberal, puesto que merece alabanza, ocupa el medio 

entre estos dos; y el liberal es el que gasta en las cosas que es preciso, 

lo que es preciso y cuando es preciso. 

Por otra parte, hay más de una especie de avaricia, y entre las 

personas liberales es preciso distinguir los que llamamos cicateros, 

capaces de dividir un grano de anís en dos partes; los avarientos, que 

no retroceden jamás tratándose de ganancias vergonzosas, y los 

tacaños, que exageran a cada momento hasta sus menores gastos. 

Todos estos matices están comprendidos en la denominación general 

de la avaricia, porque el mal tiene una infinidad de especies, mientras 

que el bien no tiene más que una; por ejemplo, la salud es simple, y la 

enfermedad viste mil formas. Lo mismo sucede con la virtud, que es 

simple, mientras que el vicio es múltiple, y así todos los que acabamos 

de señalar son indistintamente reprensibles en punto a dinero. ¿Pero el 

hombre liberal debe adquirir y amontonar riquezas? ¿O debe 

desentenderse de este cuidado? Las demás virtudes están en el mismo 

que ésta; no compete, por ejemplo, al valor fabricar armas, porque esto 

es objeto de otra ciencia, pero al valor corresponde cogerlas para 

servirse de ellas. Lo mismo sucede con la templanza y con las demás 

virtudes sin excepción. No es a la liberalidad que toca adquirir dinero; 

este cuidado corresponde a la ciencia de la riqueza o crematística.

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CAPÍTULO XXIII 

DE LA GRANDEZA DE ALMA 

La grandeza de alma es una especie de medio entre la insolencia y 

la bajeza. Se refiere al honor y al deshonor; pero no al honor de que 

juzga el vulgo, sino a aquel del que son únicos jueces hombres de bien, 

y el cual es al que atiende la grandeza del alma. Los hombres de bien 

que conocen las cosas y las aprecian en su justo valor concederán su 

estimación al, que merezca semejante honor; y el magnánimo preferirá 

siempre la estimación ilustrada de un corazón que sabe cuán 

verdaderamente estimable es el suyo. Pero el magnánimo no aspira a 

los honores sin distinción; sólo se fijará en el más elevado, y 

ambicionará este precioso bien, con el único fin de que pueda elevarle 

hasta la altura de un principio. Los hombres despreciables y viciosos, 

que, creyéndose ellos mismos dignos de los mayores honores, miden 

por su propia opinión la consideración que exigen, son los que pueden 

llamarse insolentes. Por lo contrario, los que exigen menos que lo que 

se les debe de justicia prueban tener un alma mezquina. Entre estos dos 

extremos ocupa el medio el que no exige para sí menos honores de los 

que le corresponden, ni quiere mas de los que merece, ni pretende 

tampoco monopolizarlos. Éste es el magnánimo y, repito, la grandeza 

de alma es el medio entre la insolencia y la bajeza.

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45 

CAPITUO XXIV 

DE LA MAGNIFICENCIA 

La magnificencia es el medio entre la ostentación y la 

mezquindad. Se refiere a los gastos que un hombre colocado en alta 

posición debe saber hacer. El que gasta cuando no debe gastar, es 

fastuoso y pródigo; por ejemplo, si a simples convidados que 

contribuyen con su escote a la comida se les trata como si fueran 

convidados para una boda, será una ostentación y un fausto ridículo, 

porque se llama ostentación hacer alarde de su fortuna en ocasiones en 

que no debería hacerse. La mezquindad, que es el defecto contrario al 

fausto, consiste en no saber gastar con grandeza cuando conviene, o 

bien cuando, resuelto uno a hacer grandes gastos, por ejemplo, con 

ocasión de una oda o de una ceremonia pública, los regatea y no los 

hace de una manera conveniente. Esto se llama ser mezquino. Se 

comprende perfectamente que la magnificencia es tal como nosotros la 

describimos, aunque no sea más que por el nombre que lleva; pues 

porque, cuando llega la ocasión, hace las cosas en grande y cual 

conviene hacerlas, recibe con razón el nombre con que se la conoce. Y 

así, la magnificencia, puesto que es laudable, es un cierto medio entre 

el exceso y el defecto en los gastos, según las circunstancias en que 

conviene hacerlos. A veces se quiere hacer distinción entre los rasgos 

de magnificencia: por ejemplo, hablando de su sujeto, se dice: "marcha 

magníficamente". Pero éstas y otras diversas acepciones sólo 

descansan en una metáfora, y entonces no se emplea esta palabra en su 

sentido especial. Hablando con propiedad, no hay en estos casos 

verdadera magnificencia, porque sólo se encuentra en los límites en 

que nosotros la hemos encerrado.

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CAPITULO XXV 

DE LA INDIGNACION QUE INSPIRA EL 

SENTIMIENTO DE LA JUSTICIA 

La justa indignación, en griego némesis, es el medio entre la 

envidia, que se desconsuela al ver la felicidad ajena, y la alegría 

malévola, que se regocija con los males de otro. Ambos son 

sentimientos reprensibles, y sólo el hombre que se indigna con razón 

debe merecer nuestra alabanza. La justa indignación es el dolor que se 

experimenta al ver la fortuna de alguno que no la merece; y el corazón 

que se indigna justamente es el que siente las penas de este género. 

Recíprocamente, se indigna también al ver sufrir a alguno, una 

desgracia no merecida. He aquí lo que es la justa indignación y la 

situación del que se indigna justamente. El envidioso es todo lo 

contrario en cuanto está pesaroso siempre de ver la prosperidad de 

otro, merézcala o no la merezca. Como el envidioso, el malévolo, que 

se regocija con el mal, se considera feliz al ver las desgracias de los 

demás, sea o no ésta merecida. El hombre que se indigna en nombre de 

la justicia no se parece en nada ni a uno ni a otro, y ocupa el medio 

entre estos dos extremos.

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47 

CAPITULO XXVI 

DE LA DIGNIDAD Y DEL RESPETO DE SÍ MISMO 

EN LAS RELACIONES SOCIALES 

La gravedad y el respeto de sí mismo ocupan el medio entre la 

arrogancia, que sólo parece contenta consigo misma, y la 

complacencia, que indiferentemente se acerca a todo el mundo. La 

gravedad se aplica a las relaciones sociales. El arrogante evita mucho 

el trato de las gentes y se desdeña de hablar a los demás. El nombre 

mismo que se le da en griego parece que viene de su manera de ser. El 

arrogante es, en cierta manera, autoades, es decir, contento de sí 

mismo, y se le llama así porque se gusta mucho a sí mismo. El 

complaciente es el que se acomoda a toda clase de personas, bajo todas 

las relaciones y en todas las circunstancias. Ninguno de estos 

caracteres es digno de alabanza. Pero el hombre que se presenta digno 

y grave es digno de estimación, porque ocupa el medio entre estos 

extremos; no se acerca a todo el mundo y sólo busca los que son 

dignos de su trato. Tampoco huye de todo el mundo, y sí sólo de 

aquellos que merecen bien que se huya de trabar relaciones con ellos.

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CAPITULO XXVII 

DE LA MODESTIA 

La modestia es un medio entre la imprudencia, que no respeta 

nada, y la timidez, que ante todo se detiene. La modestia se muestra en 

las acciones y en las palabras. El imprudente es el que todo lo dice y 

todo lo hace en todas situaciones, delante de todo el mundo, y sin 

ningún miramiento. El hombre tímido y embarazado, que es lo 

contrario de éste, es el que toma toda clase de preocupaciones para 

obrar y para hablar con todo el mundo y en todos los negocios; se 

siente siempre como trabado e impedido, y no sirve para nada. La 

modestia y el hombre modesto ocupan el medio entre estos extremos. 

El modesto sabrá guardarse, a la vez, de decirlo y hacerlo todo, y en 

todas ocasiones, como el imprudente, así como de desconfiar siempre y 

de todo, según hace el tímido, que con tanta facilidad se desalienta. 

Así, el hombre modesto sabrá hacer y decir las cosas donde, como y 

cuando conviene hacerlas y decirlas.

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CAPITULO XXVIII 

DE LA AMABILIDAD 

La amabilidad es el medio entre la chocarrería y la rusticidad, y 

tiene relación con la burla y la gracia. El bufón o chocarrero es el que 

se imagina que puede mofarse de todo y de todas maneras. La 

rusticidad, por lo contrario, es el defecto del que cree que jamás debe 

burlarse de nadie, y que se incomoda si se burlan de él. La verdadera 

amabilidad está entre estos dos extremos; no se burla ni de todo ni 

siempre, al paso que se mantiene lejos de una grosería rústica. Por lo 

demás, la amabilidad puede presentarse bajo dos fases; sabe, a la vez, 

divertirse con mesura y soportar, en caso contrario, las chanzonetas de 

los demás. Tal es el hombre verdaderamente amable, y tal la verdadera 

amabilidad que da lugar fácilmente al gracejo.

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CAPITULO XXIX 

DE LA AMISTAD 

La amistad sincera es el medio entre la adulación y la hostilidad, 

y se muestra en los actos y en las palabras. El adulador es el que 

concede a los demás más de lo que conviene y más de lo que tienen. El 

enemigo es el que niega las dotes evidentes que posee la persona que 

aborrece. Excusado es decir que ninguno de estos dos caracteres 

merece alabanza. El amigo sincero ocupa el verdadero medio; no añade 

nada a las buenas cualidades que distinguen a aquel de quien se habla, 

ni le alaba por las que no tiene, pero tampoco las rebaja, ni se 

complace jamás en contradecir su propia opinión. Tal es el amigo.

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CAPITULO XXX 

DE LA VERACIDAD 

La veracidad es el medio entre el disimulo y la jactancia. Sólo 

afecta a las palabras, y no indistintamente a todas. El jactancioso es el 

que finge y se alaba de tener más de lo que tiene o de saber lo que no 

sabe. El hombre disimulado es lo contrario; porque el que disimula 

finge tener menos que tiene, niega saber lo que : sabe y oculta lo que 

sabe. El hombre verídico no hace ni lo uno, ni lo otro. No fingirá tener 

más ni menos de lo que tiene, sino que dirá francamente lo que tiene, 

así como dirá lo que sabe. 

Que sean éstas o no verdaderas Virtudes, es una cuestión distinta, 

pero es evidente que hay términos medios en los caracteres que 

acabamos de bosquejar, puesto que cuando se guardan y se respetan 

estos límites en la conducta, merece elogios el que así lo hace.

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CAPITULO XXXI 

DE LA JUSTICIA 

Réstanos ahora hablar de la justicia y explicar lo que es, en qué 

individuos se encuentra y a qué objeto se aplica. 

Ante todo, si estudiamos la naturaleza misma de lo justo, 

reconoceremos que es de dos clases. La primera es lo justo, según la 

ley, y en este sentido se llaman justas las cosas que la ley ordena. La 

ley prescribe, por ejemplo, actos de valor, actos de prudencia y, en 

general, todas las acciones que reciben su denominación conforme a 

las virtudes que las inspiran. Por esta razón se dice también, hablando 

de la justicia, que es una especie de virtud completa. En efecto, si los 

actos que la ley ordena son actos justos y la ley sólo ordena los actos 

que son conformes con todas las diferentes virtudes, se sigue de aquí 

que el hombre que observa escrupulosamente la ley y que ejecuta las 

cosas justas que ella consagra es completamente virtuoso. Por 

consiguiente, repito que el hombre justo y la justicia se nos presentan 

como una especie de virtud perfecta. He aquí una primera especie de 

justicia, que consiste en los actos, y que se aplica a, las cosas que 

acabamos de referir. 

Pero no es esto, por completo, lo justo ni toda la justicia que 

buscamos. En todos los actos de justicia, comprendidos tal como la ley 

los comprende, el individuo que los realiza puede ser justo 

exclusivamente para sí mismo y frente a frente de sí mismo, puesto que 

el prudente, el valiente, el templado sólo tienen estas virtudes para sí y 

no salen de sí mismos. Pero lo justo que se refiere a otro es muy 

diferente de lo justo tal como resulta de la ley, porque no es posible 

que el justo, que lo es relativamente a los demás, sea justo para sí sólo. 

He aquí, precisamente, lo justo y la justicia que queremos conocer y 

que se aplican a los actos que acabamos de indicar. Lo justo que lo es 

relativamente a los demás, es, para decirlo en una sola palabra, la 

equidad, la igualdad; y lo injusto es la desigualdad. Cuando uno se 

atribuya sí mismo una parte de bien más grande o una parte menos

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53 

grande de mal, hay iniquidad, hay desigualdad; y entonces creen los 

demás que aquél ha cometido y que ellos han sufrido una injusticia. Si 

la injusticia consiste en la desigualdad, es una consecuencia necesaria 

que la justicia y lo justo consistan en la igualdad perfecta en los 

contratos. Otra consecuencia es que la justicia es un medio entre el 

exceso y el defecto, entre lo demasiado y lo demasiado poco. El que 

comete la injusticia tiene, gracias a la injusticia misma, mas de lo que 

debe tener; y el que la sufre, por lo mismo que la sufre, tiene menos de 

lo que debe tener. 

El hombre justo es el que ocupa el medio entre estos extremos. 

El medio o, lo que es lo mismo, la mitad, es igual; de tal manera que lo 

igual entre lo más y lo menos es lo justo, y el hombre justo es el que en 

sus relaciones con los demás sólo aspira a la igualdad. La igualdad 

supone, por lo menos, dos términos. La igualdad, en tanto que es 

relativa a los demás, es lo justo, y el hombre verdaderamente justo es el 

que acabo de describir y que no quiere más que la igualdad. 

Consistiendo la justicia en lo justo, en lo igual y en un cierto 

medio, lo justo sólo puede ser lo justo entre ciertos seres, lo igual no 

puede ser igual sino para ciertas cosas, y el medio sólo puede ser el 

medio también entre ciertas cosas. De aquí se deduce que la justicia y 

lo justo son relativos a ciertos seres y a ciertas cosas. Además, siendo 

lo justo lo igual, lo igual proporcional o la igualdad y proporcional será 

también lo justo. Una proporción exige, por lo menos, cuatro términos, 

y, para formularla, es preciso decir, por ejemplo: A es a B como C es a 

D. Otro ejemplo de proporción: el que posee mucho debe contribuir 

con mucho a la masa común, y el que posee poco debe contribuir con 

poco. Recíprocamente, resulta una proporción igual diciendo que el 

que ha trabajado mucho, reciba mucho salario, y el que ha trabajado 

poco reciba poco. Lo que el trabajo mayor es al menor, es también lo 

mucho a lo poco, y el que ha trabajado mucho está en relación con lo 

mucho, lo mismo que el que ha trabajado poco está en relación con lo 

poco. 

Ésta es la regla de proporción, relativa a la justicia, que parece 

haber querido aplicar Platón en su República: "El labrador -dice-

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54 

produce trigo, el arquitecto construye la casa, el tejedor teje el vestido 

el zapatero hace el calzado. El labrador da el trigo al arquitecto, y, a su 

vez, éste le da la casa; las mismas relaciones existen entre los demás 

ciudadanos que cambian lo que poseen con lo que poseen otros". He 

aquí cómo se establece la proporción entre ellos. Lo que es el labrador 

respecto al arquitecto, el arquitecto lo es recíprocamente respecto al 

labrador. La misma relación tiene lugar con el tejedor, el zapatero y 

con todos los demás, entre los cuales subsiste siempre la misma 

proporción. Esta proporción es precisamente la que constituye y 

mantiene los vínculos sociales; y en este sentido ha podido decirse que 

la justicia es la proporción, porque lo justo es lo que conserva las 

sociedades, y lo justo se confunde e identifica con lo proporcional. 

Pero el arquitecto daba a su obra un valor mayor que el za- 

patero, y era difícil que el zapatero pudiese cambiar su obra con la del 

arquitecto, puesto que no podía hacerse con una casa en lugar del 

calzado. Entonces se imaginó un medio de hacer todas estas cosas 

vendibles, y se resolvió, en nombre de la ley, que sirviera de 

intermediario en todas las ventas y compras posibles cierta cantidad de 

dinero, que se llamó moneda, en griego nomisma, del carácter legal 

que tiene, y para que, entregándose en todos los tratos los unos a los 

otros una cantidad en relación con el precio de cada objeto, se pudiese 

hacer toda clase de cambios y mantener por este medio el vínculo de la 

asociación política. Consistiendo lo justo en estas relaciones y las 

demás de que he hablado arriba, la justicia, que enlaza estas relaciones, 

es la virtud que pone al hombre en el caso de practicar 

espontáneamente todas las cosas de este orden con una intención 

perfectamente reflexiva y de conducirse como se acaba de ver en todos 

estos casos. 

También puede decirse que la justicia es el talión; pero no en el 

sentido en que lo entendían los pitagóricos. Según éstos, lo justo 

consistía en que el ofensor sufriera el mismo daño que había hecho al 

ofendido. Esto no es posible respecto de todos los hombres sin 

excepción. La relación de lo justo no es la misma la del sirviente al 

hombre libre, que la del hombre libre al sirviente; el sirviente que

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55 

golpea al hombre libre no debe recibir, en recta justicia, tantos golpes 

como él dio; debe recibir más, puesto que el talión no es justo sin la 

regla de proporción. Tanto como el hombre libre es superior al esclavo, 

otro tanto el talión debe diferenciarse del acto que da lugar a él. Y 

añado que, en ciertos casos, la misma diferencia debe haber tratándose 

de dos hombres libres. Si uno ha sacado un ojo a otro, no es justo 

contentarse con sacar un ojo al ofensor; porque es preciso que su 

castigo sea mayor conforme a la regla de proporción, puesto que el 

ofensor fue el primero que atacó y cometió el delito. En estos dos 

conceptos se ha hecho culpable, y por consiguiente la proporcionalidad 

exige que, siendo los delitos más graves, el culpable sufra también un 

mal mayor que el que ha hecho. 

Pero como lo justo puede entenderse en muchos sentidos, es 

preciso determinar de qué especie de justicia debemos ocuparnos aquí. 

Hay, ciertamente, se dice, relaciones de justicia entre el sirviente y el 

amo, y entre el hijo y el padre, y lo justo en estas relaciones parece a 

los que lo reconocen sinónimo de justicia civil y política, porque lo 

justo que estudiamos aquí es la justicia política. Ya hemos visto que la 

justicia civil consiste principalmente en la igualdad; los ciudadanos son 

como asociados que deben  mirarse como semejantes en el fondo por 

su naturaleza, y sólo diferentes por su manera de ser. Pero se hallará 

que no hay relaciones de justicias posibles del hijo al padre y del 

esclavo al dueño, como no las hay respecto de mí mismo con mi pie, ni 

con mi mano, ni con ninguna otra parte de mi cuerpo. Ésta es la 

posición del hijo respecto de su padre, puesto que el hijo no es, en 

cierta manera más que una parte del padre, y sólo cuando ha adquirido 

el valor y conquistado el rango de un hombre, haciéndose por esta 

razón independiente, es cuando se hace igual del padre y su semejante, 

relaciones que los ciudadanos tratan siempre de establecer entre sí. Por 

la misma razón, y mediando relaciones casi iguales, tampoco cabe 

verdadera justicia del esclavo al dueño, porque aquél es una parte de su 

señor, y si cabe algún derecho y alguna justicia respecto de él, será la 

justicia de la familia, que podría llamarse justicia económica. Pero aquí 

no buscamos esta justicia; estudiamos únicamente la justicia política y

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56 

civil, y la justicia política consiste exclusivamente en la igualdad y en 

la completa semejanza. Lo justo en la asociación del marido y de la 

mujer se aproxima mucho a la justicia política. La mujer, sin duda, es 

inferior al hombre, pero su relación con éste es más íntima que la del 

hijo y la del esclavo, y está más próxima a ser de igual condición que 

su marido. Y así, su vida común se aproxima a la asociación política, y, 

por consiguiente, la justicia de la mujer respecto a su esposo es, en 

cierta manera, más política que ninguna de las que acabamos de 

indicar. 

Dado el punto de vista en que nos hemos colocado, y 

encontrándose lo justo en la asociación política, se sigue de aquí que 

las ideas de la justicia y del hombre justo se refieren especialmente a la 

justicia política. Entre las cosas que se llaman justas, unas lo son por la 

naturaleza y otras por la ley. Pero no se crea que estos dos órdenes de 

cosas son absolutamente inmutables, puesto que las cosas mismas de la 

naturaleza están también sujetas al cambio. Me explicaré por medio de 

un ejemplo. Si nos proponemos servirnos de la mano izquierda, nos 

haremos ambidextros, y, sin embargo, la naturaleza procuraría siempre 

que hubiera una mano izquierda. Jamás podremos impedir que la mano 

derecha valga más que ella, por más que hagamos para que la izquierda 

haga las cosas tan bien como la derecha. Pero sería un error deducir del 

hecho de que podemos hacer las dos manos igualmente derechas, que 

no hay una tendencia determinada por la naturaleza para la una y para 

la otra, y como la izquierda subsiste izquierda más ordinariamente y 

por más tiempo, y la derecha subsiste igual- mente derecha, se dice que 

esto es una cosa natural. 

Esta observación se aplica exactamente a las cosas justas por 

naturaleza, a la justicia natural; y porque lo justo de esta clase pueda 

mudar algunas veces para nuestro uso, no por eso deja de ser justo por 

naturaleza. Lejos de esto, subsiste justo, porque lo que subsiste justo en 

el mayor número de casos es evidentemente lo justo natural. La justicia 

que establecemos y sancionamos en nuestras leyes es también la 

justicia, pero la llamamos justicia según la ley, justicia legal. Lo justo, 

según la naturaleza, es, sin contradicción, superior a lo justo, según la

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ley que hacen los hombres. Pero lo justo que buscamos en este 

momento es la justicia política y civil, y la justicia política es la que 

está hecha por la ley, y no por la naturaleza. 

Lo injusto y el acto injusto, al parecer, se confunden, pero es 

preciso distinguirlos. Lo injusto está determinado exactamente por la 

ley; por ejemplo, es injusto no entregar el depósito qué se nos ha 

confiado. El acto injusto se extiende a más, y consiste en hacer en 

realidad una cosa injustamente. La misma diferencia hay entre el acto 

justo y lo justo. Lo justo es también lo que está determinado en la ley; 

y el acto justo consiste en hacer realmente cosas justas. 

¿Cuándo es justo un acto? ¿Cuándo no lo es? Para decirlo en 

pocas palabras, un acto es justo cuando se hace con reflexiva intención 

y entera libertad. Ya he dicho antes lo que debe entenderse por un acto 

libre y voluntario. Cuando se tiene en cuenta a quién, en qué tiempo y 

por qué se hace lo que se hace, entonces se practica verdaderamente un 

acto justo; y, recíprocamente será también hombre injusto el que sabe a 

quién, cuándo y por qué hace lo que hace. Cuando, sin saberlo     y sin 

ninguna de estas condiciones se hace alguna cosa injusta, entonces no 

es el hombre verdaderamente injusto; es, simplemente un desgraciado. 

Por ejemplo, si creyendo matar a un enemigo mata a su padre, comete 

un acto injusto, pero no por esto ha cometido un crimen, porque sólo es 

una desgracia. Tampoco se comete realmente injusticia, aun haciendo 

un acto injusto, cuando se obra con completa ignorancia, y no se sabe 

ni a quién, ni cómo, ni por qué se ha causado el daño. Bueno será 

explicar con precisión esta ignorancia, y cómo puede suceder que, 

ignorando completamente la persona a quien se daña, no sea una 

culpable. He aquí dentro de qué límites encerramos esta ignorancia. 

Cuando ella es causa directa de la acción que se ha hecho, esta acción 

no es voluntaria, y, por consiguiente, no es uno culpable. Pero cuando, 

por lo contrario, es uno mismo causa de esta ignorancia, y se ha hecho 

alguna cosa que es resultado de esta ignorancia, como ésta es la única 

causa, entonces es uno culpable, y con razón se considera a uno causa 

del delito y se le exige la responsabilidad. Esto sucede en el caso de la 

embriaguez. Los hombres que estando ebrios hacen algún mal son

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58 

culpables, porque ellos mismos son causa de su ignorancia. Libres eran 

de no beber, hasta el punto de desconocer a su padre y golpearle. Lo 

mismo sucede en todos los demás casos de ignorancia, cuando uno 

mismo es la causa de ella. Los que hacen el mal como resultado de 

estas obcecaciones voluntarias, son injustos y culpables. Pero, respecto 

a la ignorancia de que no es uno causa y que por sí sola obliga a obrar 

como se obra, no es uno culpable. Esta ignorancia es, en cierta manera, 

física, como la de los niños que, no conociendo aún a su padre, llegan 

hasta a golpearle, Esta ignorancia, bien natural en los casos de este 

género, no permite decir que los niños son culpables de lo que hacen. 

Siendo la ignorancia la causa única de su acto y no estando en su mano 

el salir de esa ignorancia, no se les puede acusar, ni tener por 

culpables. 

Una cuestión se suscita, no sobre la injusticia que se comete, sino 

con motivo de la que se sufre, y se pregunta: ¿se puede, 

voluntariamente, sufrir una injusticia? ¿O acaso es esto imposible? 

Nosotros hacemos libre y voluntariamente cosas justas y cosas injustas, 

pero jamás somos voluntariamente víctimas de la injusticia. Evitarnos 

con el mayor cuidado todo lo que nos puede dañar; y no es menos 

evidente que no sufriríamos de buen grado el daño que se nos hace, si 

pudiéramos impedirlo. Nadie sufre la voluntariamente que se le haga 

daño, y sufrir una injusticia es sufrir un perjuicio y un daño. 

Verdaderamente, todo esto es cierto; pero hay cosas en que, sea lo que 

quiera lo que exija la igualdad, concede uno parte de sus derechos a los 

demás. Y entonces si lo justo fuera tener una parte igual, es claro que 

tener una menor es una injusticia; y como se sufre la reducción 

voluntariamente, resulta de aquí, se dice, que se sufre voluntariamente 

una injusticia. Esto es, sin duda, lo que puede objetarse. Pero una 

prueba de que el daño no es realmente consentido es que los que en 

tales casos se contentan con una parte menor que la suya reclaman, en 

cambio de lo que ceden, algún honor, alabanza, gloria, afección o 

cualquiera otra compensación de este género. El que recibe una cosa en 

cambio del objeto que cede no experimenta daño alguno; y si no sufre 

injusticia, es claro que no la sufre voluntariamente. A esto se agrega

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59 

que los que toman menos de lo que les corresponde, los cuales, al 

parecer, pueden considerarse tratados con injusticia si no reciben una 

porción igual a la de los demás, nunca dejan de gloriarse de estas 

concesiones y de alabarse, diciendo: "He podido recibir una parte 

igual; pero no he querido tomarla; y he preferido que la perciba tal o 

cual persona, que es de mayor edad, o tal otra, que es mi amigo". Nadie 

se alaba de la injusticia que sufre. Pero si nunca se alaba el hombre de 

las injusticias que sufre, y en este caso sí se alaba, es claro que en esta 

pretendida partición desigual no ha recibido lesión al quedarse con la 

parte más pequeña; y si no ha sufrido una injusticia, es más claro aún 

que no la ha sufrido voluntariamente. 

Convengo en que el ejemplo, que se puede tomar de la 

intemperancia, es un argumento contra toda esta teoría. El hombre 

intemperante, se dirá, que no sabe dominarse, se daña a sí mismo 

haciendo un acto vicioso, y lo hace con plena voluntad; luego se daña a 

sí mismo sabiéndolo, y, por tanto, sufre voluntariamente una injusticia 

y un daño, que se hace a sí mismo con pleno gusto. Pero haciendo una 

ligera adición a nuestra definición, quedará refutado este razonamiento; 

y es la siguiente: que nadie quiere, realmente, sufrir la injusticia. Sin 

duda alguna que el intemperante realiza sus actos de intemperancia 

queriéndolos, de tal manera que se procura a sí mismo la injusticia y el 

daño, y quiere, por tanto, causarse mal. Pero ya hemos dicho que nadie 

quiere sufrir la injusticia, y, por consiguiente, tampoco el intemperante 

puede sufrir voluntariamente una injusticia que procede de él mismo. 

Pero quizá podría suscitarse otra cuestión y preguntar: "¿Es 

posible que se haga uno culpable para consigo mismo?" Por lo menos, 

si nos fijamos en el ejemplo del intemperante la cosa es posible; y, 

evidentemente, si lo que ordena la ley es justo, el que no la cumple es 

injusto, y si la ley prescribe alguna cosa en obsequio de otro y no se 

hace, es injusto el que no la ejecuta en favor de ese otro. La ley ordena 

ser templado y prudente, conservar sus bienes y cuidar su cuerpo, y 

dicta otras prescripciones de este género. El que no hace todo esto es 

injusto para consigo mismo puesto que ninguno de estos delitos puede 

nunca trascender y alcanzar un tercero. Pero todos estos razonamientos

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60 

no tienen nada de verdaderos, puesto que nadie puede ser injusto 

consigo mismo. Es de toda imposibilidad que un mismo individuo, en 

el mismo momento, tenga a la vez, más y menos; y que obre, a la vez, 

con plena voluntad y contra su voluntad. El injusto, en tanto que 

injusto, percibe más de lo que le corresponde; la víctima que sufre una 

injusticia, en tanto que la sufre, recibe menos de lo que debe recibir; 

luego, si uno se hiciera una injusticia a sí mismo, se seguiría que un 

mismo individuo, en un mismo momento, podría tener más y menos; 

pero esto es evidentemente imposible y, por consiguiente, no puede 

uno hacerse injusticia a sí mismo. En segundo lugar, como el que hace 

una injusticia la comete con voluntad e intención, y el que la sufre, la 

sufre contra su voluntad, si uno pudiera ser injusto para consigo 

mismo, resultaría que haría, a la vez, una cosa con plena voluntad y 

contra su voluntad. Ésta es otra  imposibilidad palpable, y, ya valga 

este argumento, ya valga el anterior, resulta que no es posible ser 

injusto para consigo mismo. 

El mismo resultado tenemos si descendemos a los delitos 

particulares. Se hace uno culpable de delito cuando niega un depósito o 

comete un adulterio, un robo o cualquiera otra injusticia particular. 

Pero no puede uno negarse a sí mismo un depósito que se le ha 

confiado, no puede cometer un adulterio con su propia mujer, no puede 

robar su propio dinero; y, por consiguiente, si son éstos todos los 

delitos posibles y no puede cometerse uno solo contra sí mismo, resulta 

de aquí que es imposible ser culpable y cometer un delito contra sí. Si 

todavía se sostiene que puede ser esto posible, se habrá de convenir en 

que la injusticia, en tal caso, nada tiene de social y política, y que es 

puramente doméstica o económica. He aquí cómo. Dividida el alma 

como está, en muchas partes, una es mejor y, otra es peor; y si cabe 

una injusticia en el alma, únicamente será de unas partes respecto de 

las otras. La injusticia doméstica o económica sólo puede distinguirse 

relativamente a lo peor y a lo mejor, para que sea posible que haya 

justicia e injusticia del individuo para consigo mismo. Pero aquí no nos 

ocupamos de esta clase de justicia, sino únicamente de la justicia 

política, es decir, de la que se ejerce entre ciudadanos iguales.

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61 

En resumen, el individuo, en punto a los delitos que son objeto de 

nuestro estudio, no puede ser culpable para consigo mismo. Pero aún 

se puede preguntar: ¿Quién es el culpable en el alma? ¿En qué parte 

reside el delito? ¿Es en la parte del alma que tiene una disposición 

injusta, o en la que juzga con injusticia, o en la que hace la partición 

injustamente, como sucede en las luchas y en los concursos? Si se 

recibe el premio de mano del presidente, que es el que decide, no se, 

hace una injusticia, aunque el premio haya sido dado injustamente. El 

único culpable de la injusticia cometida es el que ha juzgado mal y 

dado mal el premio. Y aun el presidente es culpable en un sentido, y no 

en otro. Lo es en tanto que no ha fijado lo justo conforme a la verdad y 

a la naturaleza; pero en tanto que ha dado su fallo según sus propias 

luces, no es ni injusto, ni culpable.

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62 

CAPITULO XXXII 

DE LA RAZON 

Hablando de las virtudes, hemos explicado lo que son, en qué 

actos consisten y a qué se aplican. Además, hemos dicho, fijándonos 

en cada una de ellas en particular, que el que las practica se conduce lo 

mejor posible y según la recta razón. Pero limitarse a esta generalidad 

y decir que es preciso obedecer a la recta razón es como si dijera 

alguno que para conservar la salud deben usarse alimentos sanos. 

Consejo muy obscuro, y si yo lo diera, se me respondería: "Indicad con 

precisión las cosas sanas que recomendáis". Lo mismo sucede con la 

razón, y puede preguntarse también: ¿Qué es la razón y qué es la recta 

razón? Para responder a esta pregunta, lo primero que debe cuidarse es 

de especificar bien la parte del alma en que radica la razón que se 

busca. 

Ya antes, en una sencilla indagación que hicimos sobre el alma, 

vimos que hay en ella una parte que está dotada de razón, y otra que es 

irracional. A su vez, la parte del alma que está dotada de la razón se 

divide en otras dos, que son la voluntad y el entendimiento, que es 

capaz de ciencia. Estas partes del alma son diferentes, lo cual se prueba 

por la diferencia misma de sus objetos. Así como son cosas diferentes 

entre sí el color, el sabor, el sonido y el olor, así la naturaleza les ha 

designado sentidos especiales y diversos. Percibimos el sonido por el 

oído, el sabor por el gusto, el color por la vista. Debe suponerse que la 

misma ley se aplica a todo lo demás, y puesto que los objetos son 

diferentes, es preciso también que las partes del alma, que nos los 

hacen conocer, sean diferentes corno ellos. Una cosa es lo inteligible y 

otra es lo sensible, y como es el alma la que nos hace conocer lo uno y 

lo otro, es preciso que la parte del alma que se refiere a lo sensible sea 

distinta que la que se refiere a lo inteligible. La voluntad y la libre 

reflexión se aplican a las cosas de sensación y de movimiento; en una 

palabra, a todo lo que puede nacer y perecer. Nuestra voluntad delibera 

acerca de las cosas que depende de nosotros hacer o no hacer después

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63 

de una decisión previa, y en las que la voluntad y la preferencia 

reflexiva pueden ejercitarse obrando o no, según nuestra elección. Pero 

siempre recae sobre cosas sensibles y que están en movimiento para 

mudar de una manera o de otra. Por consiguiente, la parte del alma que 

elige y se determina se refiere, al obrar según la razón, a las cosas 

sensibles. 

Sentados estos puntos, y puesto que la razón se aplica a la verdad, 

debemos indagar cuáles son las condiciones de lo verdadero en el 

alma. Puede alcanzarse lo verdadero por la ciencia, la prudencia, el 

entendimiento, la sabiduría y la conjetura. Debemos preguntarnos, para 

conservar el enlace con lo que precede, a qué objeto se refiere cada una 

de estas facultades. Desde luego, la ciencia se aplica a lo que puede 

saberse, y este dominio se extiende tan allá como la demostración y el 

razonamiento. En cuanto a la prudencia, se aplica sólo a las cosas 

factibles y prácticas, que hay posibilidad de buscar o de evitar, que 

depende de nosotros hacer o no hacer. Pero en las cosas que el hombre 

puede producir y en las que puede obrar, es preciso distinguir con 

cuidado de una parte lo que produce, y de otra lo que simplemente 

obra. Con respecto a lo que produce, siempre hay un resultado final 

distinto del hecho de la producción. Así en la arquitectura, que está 

destinada a producir la casa, el fin especial que se propone es la casa, 

independientemente de la construcción misma que produce esta casa. 

Lo mismo sucede con la carpintería y con todas las artes en general, 

que tienden a producir alguna cosa. En cuanto a las cosas puramente 

prácticas, no tienen otro fin que la acción misma. Por ejemplo: cuando 

se toca la lira no hay otro fin que, el acto mismo que uno hace, porque 

el acto y el simple hecho de tocar son, en este caso, el fin que nos 

proponemos. Así, pues, la prudencia se aplica a la acción y a las cosas 

de pura acción sin resultado ulterior; y el arte se aplica a la producción 

y a las cosas que se producen, porque el uso del arte recae más bien en 

las cosas que se producen que en aquellas sobre las que simplemente se 

obra. Y así, puede decirse que la prudencia es la facultad que escoge 

voluntariamente y que opera en las cosas en las que depende de 

nosotros el obrar o no obrar, y todas las cuales tienen, en general, lo

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útil por objeto. La prudencia, a mi juicio, es una virtud y no una 

ciencia, porque los hombres prudentes son dignos de alabanza, y de 

alabanza sólo es objeto la virtud. Además, cabe virtud en toda ciencia, 

pero no cabe, propiamente hablando, en la prudencia, porque la 

prudencia, es ella misma la virtud. 

En cuanto a la inteligencia, se aplica a los principios de las  cosas 

inteligibles y de los seres. La ciencia sólo se refiere a las cosas que 

admiten demostración, y siendo los principios indemostrables, resulta 

que la ciencia no se aplica a los principios, cuyo conocimiento sólo a la 

inteligencia y al entendimiento corresponde. 

La sabiduría es un compuesto de la ciencia y del entendimiento, 

porque la sabiduría está en relación a la vez con los principios y con las 

demostraciones, que se derivan de los principios y son el objeto propio 

de la ciencia. En tanto que la sabiduría toca a los principios, participa 

del entendimiento; y en tanto que toca a las cosas, que son 

demostrables como consecuencias de los principios, participa de la 

ciencia. Luego la sabiduría se compone de ciencia y de entendimiento; 

y se aplica a las cosas, a las que se aplican igualmente el entendimiento 

y la ciencia. En fin, la conjetura es la facultad por la que procuramos, 

en todos los casos en que las cosas presentan un doble aspecto, 

distinguir si son o no son de tal o de cual manera. 

La prudencia y la sabiduría, que acabamos de definir, ¿son o no 

una sola y misma cosa? La sabiduría se dirige a las cosas a que alcanza 

la demostración y que son inmutablemente siempre lo que son. Pero la 

prudencia, lejos de referirse a las cosas de esta clase, se refiere a las 

cosas que están sujetas a cambio. Me explicaré: por ejemplo, la línea 

recta, la línea curva, la línea cóncava y todas las cosas de este género 

son siempre las mismas; pero las cosas de interés no son tales que no 

puedan estar perpetuamente cambiando; cambian, pues, y el interés de 

hoy no es el interés de mañana; lo que es útil a éste no lo es a aquél, y 

lo que es útil de tal manera no lo es de tal otra. Y la prudencia, no la 

sabiduría, es la que se aplica a las cosas de utilidad, a los intereses. 

Luego la prudencia y la sabiduría son muy diferentes. ¿Pero la 

sabiduría es o no una virtud? Puede verse claramente que sólo es virtud

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en cuanto participa de la naturaleza de la prudencia. La prudencia, 

como ya hemos dicho, es una virtud de una de Ias dos partes del alma 

que poseen la razón; pero es evidente que está por debajo de la 

sabiduría, porque se aplica a objetos inferiores. La sabiduría sólo se 

aplica a lo eterno y a lo divino, cómo acabamos de ver, mientras que la 

prudencia se ocupa sólo de intereses humanos. Luego si el término 

menos elevado es una virtud, con más razón lo será el término más 

alto; lo cual prueba ciertamente que la sabiduría es una virtud. 

Por otra parte, ¿qué es la habilidad y a qué se aplica? La habilidad 

se ejercita también en las cosas a que se aplica la prudencia, es decir en 

las cosas que el hombre puede y debe hacer. Se da el nombre de hábil 

al que es capaz de deliberar sensatamente y de ver y juzgar bien, pero 

cuyo juicio se aplica a cosas pequeñas y sólo gusta de las mismas. Y 

así la habilidad y el hombre hábil sólo son una parte de la prudencia y 

del hombre prudente, y no podrían existir sin ellos, porque es 

imposible separar la idea del hombre hábil de la del hombre prudente. 

La misma observación puede aplicarse también a la mafia. La mafia no 

es la prudencia; el hombre mañoso no es el hombre prudente; sin 

embargo, el hombre prudente es mañoso. He aquí por qué la maña 

coopera en cierta manera a los actos de la prudencia. Pero se dice de un 

hombre malo que es mañoso, y así es la verdad; como, por ejemplo, 

Mentor, que parecía mañoso, sin ser por eso prudente. Lo propio de la 

prudencia y del hombre prudente es el desear siempre las cosas más 

nobles, preferirlas siempre y practicarlas siempre. Por lo contrario, el 

objeto único de la maña y del hombre mañoso es descubrir los medios 

de realizar las cosas que hay que realizar y saber proporcionárselas. 

Tales son los objetos que ocupan al hombre mañoso, y a los cuales 

consagra todos sus cuidados. 

Por lo demás. se nos podría preguntar, no sin extrañeza, por qué, 

siendo el objeto de esta obra la moral y la política, hemos venido a 

hablar también de la sabiduría. Nuestra primera respuesta es, que si la 

sabiduría es una virtud, como dijimos antes, no debe ser extraño a 

nuestro objeto su estudio. En segundo lugar, compete al filósofo 

estudiar sin excepción todos los objetos que están comprendidos en un

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66 

mismo círculo: y puesto que hablamos de las cosas del alma, es justo 

hablar de todas; y como la sabiduría está en el alma, hablar de ella no 

es salirse del estudio del alma. 

La relación que hemos señalado entre la maña y la prudencia se 

aplica, al parecer, a todas las demás virtudes. Quiero decir, que en cada 

uno de nosotros hay virtudes innatas debidas a la naturaleza y que son 

como fuerzas instintivas, que sin la intervención de la razón arrastran a 

cada hombre a actos de valor, de justicia y a otros relativos a las demás 

virtudes. Me apresuro a decir que estas virtudes se forman también 

bajo la influencia del hábito y de la voluntad. Pero sólo las virtudes 

adquiridas y a las que va unida la razón son por completo virtudes y las 

únicas dignas de estimación. Así, pues, la virtud puramente natural 

obra sin la razón, y precisamente porque está aislada de la razón es 

débil y no es digna de alabanza; pero si se une a la razón y al libre 

albedrío, entonces forma la virtud completa y perfecta. El instinto 

natural, que nos arrastra a la virtud, necesita el apoyo de la razón y no 

puede existir sin ella. Por otra parte, la razón y el libre albedrío no 

llegan a formar completamente la virtud por sí solos, sin la tendencia 

instintiva que da la naturaleza. Esto prueba que Sócrates no está en lo 

exacto, cuando pretende que la virtud no es más que la razón, porque 

sostiene que de nada sirve hacer actos de valor y de justicia, si no se 

sabe que se hacen y si no se determina uno a ello mediante la razón en 

la elección que hace. Sócrates se equivocaba cuando decía que la 

virtud es el fruto de la razón sola. Los filósofos de nuestros días 

comprenden mejor las cosas cuando dicen que la virtud consiste en 

hacer buenas acciones según la recta razón; y, sin embargo, su teoría 

no es aún del todo exacta. En efecto, si alguno realizase actos de 

perfecta justicia sin la menor intención, sin el menor conocimiento de 

las cosas bellas que practica y dejándose llevar por una especie de 

arranque irracional, sus actos podrían muy bien ser excelentes y 

conformes a la recta razón; quiero decir, que habría obrado ente según 

lo que ordena la recta razón; y sin embargo, una acción de esta clase 

nunca merecería alabanza y estimación Y así la definición que 

proponemos nos parece preferible, entendiendo que la virtud es el

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instinto natural guiado hacia el bien por la razón, porque en este caso 

es, a la vez, la virtud y una cosa digna de estimación y alabanza. 

En cuanto a la cuestión de saber si la prudencia es o no realmente 

una virtud, he aquí un argumento que prueba clarísimamente que lo es. 

Si la justicia, el valor y las demás virtudes son estimables, porque 

hacen cosas preciosas, es evidente que la prudencia es igualmente 

digna de estimación y que debe colocársela en este elevado rango de 

virtud, porque la prudencia se aplica a las acciones que el valor nos 

inspira instintivamente. En general el valor realiza su obra por entero 

según se lo aconseja la prudencia; y por consiguiente, si el valor es 

laudable en sí mismo, porque hace lo que la prudencia le ordena, la 

prudencia con más razón debe ser absolutamente laudable Y 

absolutamente una virtud. ¿La prudencia es o no una virtud activa y 

práctica? Esto se puede ver más claramente observando las diversas 

ciencias. Tomemos por ejemplo la arquitectura. En este arte hay por 

una parte el que llamamos arquitecto, que dirige todo el trabajo, y por 

otra parte el que obedece al arquitecto, sirviéndole, y se llama albañil. 

Este último es el que hace, la casa, pero el arquitecto, en cuanto el 

albañil la construye en vista de sus planos, también hace la casa. Lo 

mismo sucede en todas las demás ciencias que producen algo, y en las 

que habrán de distinguirse el que guía y el obrero que ejecuta. El jefe 

produce hasta cierto punto una cierta cosa, y produce esta misma obra 

que hace el obrero que obedece a sus órdenes. Si sucede absolutamente 

lo mismo con las virtudes, lo cual parece muy probable y muy racional, 

se sigue la prudencia es también una virtud que obra una virtud 

práctica; porque todas las virtudes son activas y prácticas, y la 

prudencia desempeña en medio de ellas, en cierta manera, el papel de 

jefe y de arquitecto. Lo que ella prescribe lo ejecutan fielmente así las 

virtudes corno los corazones por ellas inspirados; y puesto que las 

virtudes son activas y prácticas, la prudencia lo es como lo son ellas. 

En fin, otra cuestión será saber si la prudencia manda o no manda, 

como se ha sostenido, y no sin motivo, a las otras partes del alma. No 

me parece que deba mandar a las partes que son superiores respecto de 

ella, por ejemplo, a la sabiduría. Pero se dice que vigila y gobierna

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soberanamente todas las demás partes del alma, prescribiéndoles lo que 

han de hacer. Mas si es el jefe, quizá lo es en el alma, como el 

administrador en el seno de la familia, que es dueño de todo y dispone 

de todo, pero en el fondo no es el que manda absolutamente, puesto 

que no hace más que procurar descanso, a su principal, el cual, si se 

distrajera con todos estos cuidados imprescindibles, se vería en la 

necesidad de renunciar a todas las bellas y nobles cosas que pudieran 

convenirle. La prudencia, semejante a este útil servidor, es como el 

administrador de la sabiduría, y procura a ésta el tiempo que necesita 

para realizar su obra suprema, conteniendo y moderando las pasiones.

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LIBRO SEGUNDO 

CAPITULO PRIMERO 

DE LA MODERACIÓN 

Después de lo que precede, quizá convendrá tratar de la 

moderación y decir qué es, en qué casos se manifiesta y a qué se 

aplica. La moderación es una cualidad del hombre que exige menos de 

lo que podrían procurarle sus derechos fundados en la ley. Hay una 

multitud de cosas, respecto de las que el legislador es impotente para 

determinar casos particulares, disponiendo sólo de una manera general. 

Ceder de su derecho en las cosas de este género y no pedir más de lo 

que el legislador hubiera querido, pero que no ha podido precisar en 

todos los casos particulares a pesar de su deseo, es hacer un acto de 

moderación. Pero el hombre moderado no reduce indistintamente todos 

sus derechos; así que no rebaja nada de los que debe a la naturaleza, y 

que son verdaderamente derechos; sólo reduce sus derechos legales, 

aquellos que el legislador, a causa de su impotencia, ha debido dejar 

indecisos.

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70 

CAPITULO II 

DE LA EQUIDAD 

La equidad, que asegura la rectitud del juicio, se aplica a los 

mismos casos que la moderación, es decir, a los derechos pasados en 

silencio por el legislador, que no ha podido determinarlos con 

precisión. El hombre equitativo juzga de los vacíos que deja la 

legislación, y, reconociendo estos vacíos, insiste en que el derecho que 

reclama es muy fundado. El discernimiento es, pues, lo que constituye 

al hombre equitativo. Y así, la equidad, que distingue exactamente las 

cosas, no puede existir sin la moderación; porque al hombre equitativo 

y de buen sentido corresponde juzgar de los casos, y luego al hombre 

moderado obrar según el juicio formado de esta manera.

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71 

CAPITULO III 

DEL BUEN SENTIDO 

El buen sentido se aplica a las mismas cosas que la prudencia, es 

decir, a las cosas de acción, que podemos, según queramos, buscar o 

rechazar. El buen sentido es inseparable de la prudencia. La prudencia 

es la que obliga a practicar las cosas de que acabamos de hablar. Pero 

el buen sentido es esta cualidad, esta disposición o facultad que nos 

descubre el mejor y más ventajoso proceder en los actos que debemos 

ejecutar. Y así las cosas que se hacen espontáneamente, por perfectas 

que hayan salido, no pueden atribuirse al buen sentido. Cuando no ha 

habido intervención de la razón para discernir el mejor partido que 

debe tomarse, no puede llamarse hombre de buen sentido al que obra 

de esta manera. Cualquiera que sea el resultado que obtenga, sólo será 

un hombre afortunado; porque los resultados obtenidos sin que 

intervenga la razón, que juzga sanamente de las cosas, no son más que 

obra del azar y de la fortuna.

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72 

CAPÍTULO IV 

DIGRESIÓN SOBRE LOS DEBERES DE CORTESÍA 

Y SU RELACIÓN CON LA JUSTICIA 

¿Es un deber unido a la justicia el tratar a todo el mundo bajo un 

pie de igualdad en las relaciones sociales, o no lo es? Concibo que se 

entablen relaciones con la persona que se encuentre, cualquiera que 

ella sea, y que en el acto se ponga uno a su nivel; esto es sólo propio 

del adulador y del complaciente. Pero dar a cada uno, en estas 

relaciones, todo lo que merece según su mérito, parece ser 

absolutamente una obligación en el hombre justo y que quiere 

conducirse como es debido.

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73 

CAPITULO V 

CUESTIONES DIVERSAS 

Pueden suscitarse objeciones contra algunas de las teorías 

precedentes, diciendo: si cometer una injusticia es dañar a alguno con 

plena voluntad, sabiendo que se le daña, quién es el dañado, cómo, y 

por qué se le daña; y si, además, el daño hecho a otro y la injusticia 

cometida sólo pueden recaer sobre los bienes y en Ios bienes 

exclusivamente, se sigue de aquí que el hombre que comete una 

injusticia, el hombre injusto, sabe perfectamente lo que es el bien y lo 

que es el mal. Y conocer precisamente estos matices delicados es lo 

propio del hombre prudente, es lo propio de la prudencia. Pero es un 

absurdo manifiesto creer que este bien admirable que se llama la 

prudencia, que es el primero de los bienes, sea propio del hombre 

injusto. ¿No deberá decirse, más bien, que la prudencia no puede ser 

jamás compañera del hombre injusto? El hombre injusto no es capaz de 

juzgar, ni busca lo que es  absolutamente bien y ni aun lo que es 

especialmente su propio bien y ni aun lo que es especialmente su 

propio bien; se engaña siempre en esto, mientras que la función 

eminente de la prudencia consiste en discernir con seguridad las cosas 

de este género. Aquí sucede lo que en la medicina. No hay nadie que 

no sepa lo que es sano absolutamente hablando y lo que mantiene la 

salud: por ejemplo, todos saben la utilidad del eléboro, de los 

purgantes, de las amputaciones, de los cauterios, y nadie ignora que 

estos remedios son muy saludables y que dan la salud. Pero, sabiendo 

todo esto, no por eso poseemos la ciencia médica; porque no sabemos 

cuál será el remedio conveniente en cada caso particular, como el 

médico que sabe el remedio que será bueno para tal enfermo, la 

disposición en que éste ha de estar para suministrárselo y que será el 

oportuno; conocimientos que constituyen la verdadera ciencia de la 

medicina. Sabiendo, pues, de una manera absoluta y general lo que es 

bueno para la salud, no por eso poseemos la ciencia médica, ni 

tampoco la llevamos con nosotros mismos.

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74 

En igual forma, el hombre injusto sabe de una manera general que 

la dominación, el poder, la riqueza, son bienes; pero no sabe 

absolutamente si son bienes verdaderos para él, ni en que momento le 

convienen, ni en qué disposición moral debe estar para que esto bienes 

le sean provechosos. Este discernimiento sólo pertenece a la prudencia, 

y la prudencia no acompaña al hombre injusto. Los bienes que codicia 

y que adquiere mediante su crimen son, si se quiere, bienes absolutos; 

pero no son los bienes que le convienen. La riqueza y el poder, 

absolutamente hablando, son bienes, pero no son bienes para tal 

hombre en particular, puesto que la riqueza y el poder que ha adquirido 

sólo le servirán para causar mucho mal a sí y a sus amigos y jamás 

sabrá emplear como conviene el poder que ha caído en sus manos. 

Otra cuestión bastante embarazosa se puede también suscitar, y 

consiste en saber si la injusticia es o no posible contra el hombre malo. 

He aquí lo que puede decirse: si la injusticia es un daño que se causa a 

otro, y este daño consiste en la privación de los bienes que se le 

arrancan, no parece que pueda hacerse daño al hombre malo, puesto 

que los bienes que le parecen ser bienes para él, no lo son 

verdaderamente. El poder y la riqueza no pueden menos de dañar al 

hombre malo, que jamás sabrá hacer de ellos un uso conveniente; 

luego, si esta posesión es un daño para él, no se comete Una injusticia 

arrancándoselos. Este razonamiento parecerá, sin duda, a la mayor 

parte de los espíritus una pura paradoja, porque todo el mundo se cree 

muy capaz de usar del poder, de la dominación y de la riqueza; pero 

esta suposición es puramente gratuita y falsa. El legislador mismo es 

de este dictamen, pues se guarda bien de confiar el poder a todos los 

ciudadanos sin distinción. Lejos de esto, fija con cuidado la edad y la 

fortuna que cada uno debe tener para tomar parte en el gobierno. Esto 

nace de que el legislador no cree que todos indistintamente pueden 

mandar, y si alguno se rebela por no tener parte en la autoridad y 

porque no se le permite gobernar, se le puede decir: "No tenéis en 

vuestra alma nada de lo que se necesita para mandar y gobernar a los 

demás. En lo que corresponde al cuerpo debe tenerse en cuenta que, 

para tratarle bien, no basta tomar únicamente cosas absolutamente

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75 

buenas, sino que, si se quiere curar una salud resentida, es preciso 

seguir un régimen y reducirse, por lo pronto, a una pequeña cantidad 

de agua y de alimentos. A un alma mala, para impedirle hacer el mal, 

¿qué otro recurso queda que negarle todo, autoridad, riqueza, poder y 

todos los bienes de este género, con tanta más razón cuanto que el alma 

es cien veces más móvil y más mudable que el cuerpo?. Porque así 

como el que tiene el cuerpo enfermo debe someterse para curarse al 

régimen que indiqué antes, así el alma enferma se hará quizá capaz de 

conducirse bien, si se desprende de todo lo que la pervierte. 

Otro problema que se puede también presentar es el siguiente: En 

los casos en que no se pueden ejecutar, a la vez, actos justos y 

valerosos, ¿cuáles son los que deben preferirse? Con respecto a las 

virtudes naturales, ya hemos dicho que basta el instinto que arrastra al 

hombre hacia el bien, sin que sea necesaria la intervención de la razón. 

Pero cuando la elección voluntaria y libre es posible, ella depende 

siempre de la razón, de esta parte del alma que posee la razón. Por 

consiguiente, se podrá escoger y decidirse libremente en el acto mismo 

en que se sienta uno arrastrado por el instinto, y entonces tendrá lugar 

la virtud perfecta que, como hemos dicho, va siempre acompañada de 

la reflexión y de la prudencia. Si la virtud perfecta no es posible sin el 

instinto natural del bien, tampoco puede suceder que una virtud sea 

contraria a otra virtud. La virtud se somete naturalmente a la razón y 

obra como ésta se lo ordena, de tal manera que la virtud se inclina de 

suyo al lado adonde la razón la conduce, porque la razón es la que 

escoge siempre el mejor partido. Las demás virtudes no son posibles 

sin la prudencia, así como la prudencia no es completa sin las demás 

virtudes; pero todas las virtudes en su acción se prestan un mutuo 

apoyo, y son todas compañeras y sirvientas de la prudencia. 

Una cuestión no menos delicada que las precedentes es la de 

averiguar si con las virtudes sucede lo que con los demás bienes 

exteriores y corporales. Cuando estos bienes son demasiado 

abundantes, corrompen a los hombres por su exceso, y, así, la riqueza 

excesiva hace a los hombres desdeñosos y duros, y los demás bienes de 

este orden, poder, honores, belleza y fuerza no corrompen menos que

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76 

la riqueza. ¿Sucederá lo mismo con la virtud? ¿Si la justicia o el valor 

se encontraran con exceso en el corazón de un hombre, este hombre no 

sería peor? No, no lo sería. Pero puede añadirse que la gloria procede 

de la virtud y que, llevada aquélla hasta el exceso, hace a los hombres 

malos y corrompidos; luego, la virtud, llegando a aumentarse y 

agrandar, pervertirá a los hombres; y puesto que estamos de acuerdo en 

que la virtud es causa de la gloria, es preciso convenir, por 

consiguiente, en que la virtud, aumentándose, corromperá los hombres 

tanto como a sí misma. ¿Pero todo esto no es contrario a la verdad? Si 

la virtud produce otros efectos admirables, como realmente sucede, el 

más positivo consiste, sin contradicción, en que asegura el uso juicioso 

de todos estos bienes mediante su influencia sobre los que los poseen. 

El hombre de bien que no sepa emplear, como es conveniente, los 

honores y el poder que le hayan cabido en suerte, cesará por esto 

mismo de ser hombre de bien. Por consiguiente, ni los honores, ni el 

poder, podrán corromper al hombre virtuoso, como no pueden 

corromper la virtud misma. En resumen puesto que hemos demostrado 

al principio de este estudio que las virtudes son medios, se sigue de 

aquí que cuanto más grande es la virtud más medio será; y que la 

virtud, al aumentarse, lejos de hacer a los hombres más malos, deberá, 

por lo contrario, hacerlos mejores, porque el medio de que hablamos es 

el medio entre el exceso y el defecto en las pasiones que agitan al 

corazón del hombre. Pero no hablemos más sobre esta materia.

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CAPITULO VI 

NUEVAS TEORÍAS SOBRE LA TEMPLANZA 

Después de lo que precede, es indispensable comenzar un nuevo 

estudio y tratar de la templanza y de la intemperancia, pero como esta 

virtud y este vicio tienen algo de extraño, no deberá sorprender si las 

teorías, con cuyo auxilio se las explica, parecen igualmente extrañas. 

La virtud de la templanza no se parece a ninguna otra. En todas las 

demás virtudes la razón y las pasiones arrastran en el mismo sentido y 

no se contradicen. En la templanza sucede lo contrario; la razón y las 

pasiones están directamente opuestas entre sí. En el alma, las tres 

cualidades que podemos llamar malas son el vicio, la intemperancia y 

la brutalidad. Más arriba hemos explicado lo que son el vicio y la 

virtud, y en qué consisten, y ahora nos resta hablar de la intemperancia 

y de la brutalidad.

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CAPITULO VII 

DE LA BRUTALIDAD 

La brutalidad es, en cierta manera, el vicio llevado hasta el último 

extremo, y cuando vemos un hombre absolutamente depravado, 

decimos que no es un hombre, sino un bruto, representando, la 

brutalidad uno de los grados del vicio. 

La virtud opuesta a esta odiosa cualidad no tiene nombre especial, 

pero, cualquiera que sea, puede decirse que trasciende del hombre y 

que es la virtud de los héroes y de los dioses. Esta virtud ha quedado 

sin nombre, porque la virtud no puede aplicarse a Dios está por encima 

de la virtud y no se arregla por ella, puesto que, en otro caso, sería la 

virtud superior a Dios. He aquí por qué la virtud opuesta a la brutalidad 

no puede tener nombre particular; es divina y supera a las fuerzas del 

hombre; y así como la brutalidad es un vicio, que en un sentido es 

extraño al hombre, así la virtud que se opone a este degradación no lo 

es menos.

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79 

CAPITULO VIII 

DE LA TEMPLANZA 

Para explicar bien la templanza y la intemperancia, debemos ante 

todo, exponer la discusión de que han sido objeto y las teorías que se 

han suscitado, algunas de las cuales son contrarias a los hechos. 

Estudiando las cuestiones que se han promovido y comprobándolas 

nosotros mismos, llegaremos a descubrir en lo posible la verdad en 

estas materias; y éste será el mejor método y el que mas fácilmente nos 

puede conducir para conseguirlo. 

El viejo Sócrates llegó hasta suprimir y negar enteramente la 

intemperancia, sosteniendo que nadie hace el mal con, conocimiento de 

causa. Pero el intemperante, que no sabe dominarse, parece que hace el 

mal sabiendo que es mal, arrastrado y todo por la pasión que le 

domina. Resultado de esta opinión, Sócrates creyó que no había 

intemperancia. Pero éste es un error. Es un absurdo atenerse a 

semejante razonamiento y negar un hecho que es de toda certidumbre. 

Sí, hay hombres intemperantes; y saben muy bien que, al obrar como 

obran, hacen mal. 

Puesto que la intemperancia es una cosa real, pregunto si el 

Intemperante tiene una ciencia de cierta especie que le hace ver y 

buscar las malas acciones que comete. Por otra parte, parecería absurdo 

que lo que hay en nosotros de más poderoso y más firme sea dominado 

y vencido por ninguna otra cosa. Ahora bien, de todo lo que existe en 

nosotros, la ciencia es, sin contradicción, lo estable y lo más fuerte, y 

esta observación tiende a probar que el intemperante no tiene el 

conocimiento de lo que hace. Mas si no tiene precisamente la ciencia, 

¿tiene, por lo menos, la opinión, tiene la sospecha? Pero si el 

intemperante sólo tiene una sospecha de lo que hace, entonces cesa de 

ser reprensible. Si hace alguna cosa mala sin saber precisamente que es 

mala, sino suponiéndolo mediante una opinión incierta, se le puede 

perdonar que se deje llevar del placer, puesto que comete el mal no 

sabiendo exactamente que es mal, y presumiéndolo tan sólo. No se

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reprende a aquellos a quienes se excusa, y, por consiguiente, puesto 

que el intemperante sólo tiene una vaga sospecha de lo que hace, no es 

reprensible. Sin embargo, es realmente digno de censura. 

Todos estos razonamientos sólo sirven para entorpecernos. Unos, 

negando que el intemperante tiene la ciencia de lo que hace, nos llevan 

a una conclusión absurda; y otros, sosteniendo que ni aun una vaga 

opinión tienen, nos han conducido a una obscuridad no menos extraña. 

Pero he aquí otras cuestiones que también se pueden promover. 

El hombre que sabe ser prudente podrá también ser templado, y 

entonces se pregunta: ¿hay algo que pueda causar al prudente deseos 

violentos? Si es templado y si se domina, como se supone, será preciso 

que experimente pasiones violentas, porque no se puede llamar 

templado a un hombre que sólo domina las pasiones moderadas. 

Luego, si no tiene pasiones vivas, ya no es moderado, porque no hay 

moderación desde el momento en que no hay deseos ni emociones. 

Pero esta misma explicación presenta dificultades nuevas, porque este 

razonamiento tiende a concluir que algunas veces el intemperante es 

digno de alabanza y el templado digno de reprensión. Puede suceder, 

se dirá, que alguno se engañe en su razonamiento, y que, razonando, 

encuentre que el bien es el mal, arrastrándole, por otra parte, la pasión 

hacia el bien. La razón no le permitirá hacer lo que él tiene por mal; 

pero, dejándose guiar por la pasión, lo hará; porque, obrar conforme a 

la pasión, es lo propio del intemperante, como ya hemos dicho. Por 

consiguiente, hará el bien, porque su pasión le mueve a ello; pero su 

razón le impedirá obrar, puesto que suponemos que se aleja del bien 

que desconoce, a causa del razonamiento hecho. Luego, este hombre 

será intemperante y, sin embargo, será laudable, puesto que lo es en 

tanto que obra el bien. Y he aquí un primer resultado que es 

perfectamente absurdo. Partamos también de esta misma hipótesis, y 

supongamos que este hombre se extravía usando de su razón, la cual le 

hace creer que el bien no es el bien, y que al mismo tiempo su pasión le 

conduzca igualmente a obrar bien. Pero la templanza consiste en 

resistir, mediante la razón, las pasiones y los deseos que uno siente en 

su alma; y así, este hombre que se verá engañado por su razón, estará

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impedido de ejecutar lo que su pasión desea, y, por consiguiente, de 

hacer el bien, puesto que al bien es al que le conducía su pasión. Pero 

el que no sabe hacer el bien en los casos en que es de su deber hacerlo, 

es reprensible; luego, el hombre templado será algunas veces digno de 

reprensión. Esta segunda consecuencia es tan absurda como la otra. 

Otra cuestión tiene por objeto indagar si puede tener lugar la 

intemperancia y ser uno intemperante en el uso de toda especie de 

cosas y en la busca de todas ellas; si es uno intemperante, por ejemplo, 

en punto a riqueza, honores, cólera, gloria y todas las cosas en que los 

hombres parecen mostrarse intemperantes; o bien, si la intemperancia 

sólo se aplica a un orden especial de cosas. 

He aquí cuestiones que parecen dudosas y que, precisamente, hay 

que resolver. 

Ante todo, discutamos la cuestión relativa a la ciencia que se 

niega al intemperante. Como ya lo hemos hecho ver, es un absurdo 

suponer que un hombre que tiene la ciencia, la pierda de repente o la 

deje escapar. El mismo razonamiento tiene lugar respecto a la simple 

opinión y a la vaga sospecha, y no hay aquí, ninguna diferencia entre la 

opinión incierta y la ciencia precisa. Desde el momento en que la 

simple opinión, a causa de su misma vivacidad, se ha hecho sólida e 

inquebrantable, no la separará ya la menor diferencia de la ciencia con 

respecto a los que tienen estas opiniones, porque creerán que las cosas 

son realmente como su opinión se las hace ver. Heráclito de Éfeso, al 

parecer, tenía esta opinión imperturbable en todas las creencias que 

engendraba. Y así, nada tiene de absurdo el creer que el intemperante, 

ya tenga la ciencia verdadera, ya la simple opinión, tal como aquí la 

suponemos, pueda hacer el mal. Esto nace de que la palabra saber tiene 

un doble sentido; en uno, saber significa poseer la ciencia, y decimos 

que alguno sabe alguna cosa cuando posee la ciencia de esta cosa; y en 

otro, saber significa obrar en conformidad a la ciencia que se tiene. Y 

así, el intemperante puede ser muy bien el hombre que tiene la ciencia 

del bien, pero que no obra conforme a esta ciencia. Desde el acto que 

no obra conforme a esta ciencia, no es un absurdo sostener que puede 

hacer el mal en el acto mismo de tener la ciencia del bien. Este hombre

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se encuentra en el mismo caso que los que están dormidos, los cuales 

podrán tener la ciencia, pero harán y experimentarán durante el sueño 

una multitud de cosas que repugnen a la ciencia, porque en este estado 

la ciencia no obra en ellos. Lo mismo sucede al intemperante; se parece 

al hombre dormido, y no obra ya conforme a la ciencia que posee. 

Tal es la solución de la cuestión que se había suscitado sobre este 

punto, porque se preguntaba si en este momento el intemperante pierde 

la ciencia que posee o si la ciencia le falta en tal momento, las dos 

suposiciones parecen igualmente insostenibles. 

Pero he aquí otra explicación que puede hacer esto perfectamente 

evidente. Ya hemos dicho en los Analíticos que el silogismo se forma 

de dos proposiciones, una universal, y otra comprendida en ésta, que es 

particular. Por ejemplo; yo sé curar a todo hombre que tiene fiebre; es 

así que el que tengo a la vista tiene fiebre; luego, yo sé curar a este 

hombre en particular. Pero puede suceder que sepa yo de ciencia 

universal y general lo que no sé de ciencia particular. Puede incurrirse 

en un error en este último caso hasta por alguno que tenga ciencia; por 

ejemplo, tal persona sabe curar a todo hombre que tiene fiebre, pero, 

sin embargo, no sabe en particular que un hombre dado tiene fiebre. He 

aquí cómo, en igual forma, el intemperante puede cometer una falta, 

por aunque tenga la ciencia de aquello que él practica, porque puede 

suceder muy bien que el intemperante tenga esta ciencia general de que 

tales cosas son malas y dañosas, sin que por eso sepa claramente que 

tales cosas en particular son malas y dañosas para él. Y así se engañará, 

a pesar de tener la ciencia, porque posee la ciencia general y no la 

ciencia particular. No es, pues, absurdo sostener que el intemperante 

hará el mal, aun teniendo la ciencia de lo que hace. Lo mismo sucede, 

poco más o menos, en el caso de embriaguez. Los ebrios, cuando su 

embriaguez les ha abandonado, vuelven a ser lo que eran antes; la 

razón y la ciencia no han desaparecido de ellos, sino que han sido 

dominadas y vencidas por la embriaguez, y, libres de ella, vuelven a su 

estado ordinario. Lo mismo sucede al intemperante; la pasión que le 

domina impone silencio a la razón, pero cuando la pasión cesa, como

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cesa la embriaguez, el intemperante vuelve a lo que era antes de ceder 

ante ella. 

Pasemos ahora a otro razonamiento bastante embarazoso, con el 

cual se quiere demostrar que algunas veces la intemperancia puede ser 

digna de alabanza, y la templanza digna de reprensión. Este segundo 

razonamiento no vale más que el primero. El templado, lo mismo que 

el intemperante, no es aquel a quien engaña su razón; es el hombre que 

tiene la razón recta y sana, y que juzga mediante ella lo que es malo y 

lo que es bueno; pero que se hace intemperante cuando desobedece a 

esta razón, y templado cuando se somete a ella sin dejarse llevar de las 

pasiones que siente. De un hombre que tiene por cosa horrible golpear 

a su padre, pero que se abstiene de hacerlo cuando casualmente le 

acomete este deseo abominable, no puede decirse que sepa dominarse 

y que por este motivo se le deba llamar templado. Pero, si en todos los 

casos de este género que pueden proponerse, no hay templanza ni 

intemperancia, la intemperancia no puede ser digna de alabanza, ni la 

templanza digna de reprensión, como se pretendía. Hay intemperancias 

que sólo son productos de enfermedades, y hay otras que son naturales; 

por ejemplo, es un efecto de enfermedad el no poder dejar de 

arrancarse los cabellos y roerlos. Cuando se domina este extraño 

capricho, no por esto es uno digno de alabanza, ni tampoco reprensible 

por no poder dominarlo; o, cuando menos, la victoria o la derrota son 

de muy poca importancia en este caso. De otra parte, hay arrebatos que 

son naturales. Por ejemplo, compareciendo ante el tribunal un hijo por 

haber golpeado a su padre, se defendió diciendo a los jueces: "También 

él golpeó a su padre", y fue absuelto porque creyeron los jueces que 

éste era un delito natural, que estaba en la sangre; lo cual no impide 

que si alguno ha sido, en un caso dado, bastante dueño de sí mismo 

para no golpear a su padre, no merezca absolutamente la alabanza por 

haberse abstenido de tan odiosa acción. 

Pero no son la templanza y la intemperancia, consideradas en 

estas condiciones excepcionales, de las que tratamos aquí puesto que 

sólo son objetos de nuestro estudio de las especies de templanza y de 

intemperancia que nos hacen absolutamente dignos de alabanza o de

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reprensión. Entre los bienes unos son exteriores a nosotros, como la 

riqueza, el poder, los honores, los amigos o la gloria. Hay otros que nos 

son necesarios, y que son corporales, como las que se refieren al tacto 

y al gusto. El hombre intemperante en las cosas de esta última clase es, 

al parecer, el que debe llamarse, absolutamente hablando, 

intemperante. Las faltas que comete se refieren únicamente al cuerpo, 

y a esta clase de exceso es al que limitamos la intemperancia que nos 

proponemos estudiar. Se preguntaba un poco más arriba a qué se aplica 

especialmente la intemperancia. Respondo que, hablando con 

propiedad, no puede llamarse intemperante al que lo es en punto a 

honores, porque se alaba generalmente al que tiene esta clase de 

intemperancia, y se le llama ambicioso. Cuando hablamos de un 

hombre que es intemperante en esta clase de cosas, añadimos 

ordinariamente al epíteto de intemperante el nombre de la cosa misma; 

ya sí decimos que es intemperante en punto a honores, en punto a 

gloria, en punto a cólera. Pero cuando queremos designar al 

intemperante de una manera absoluta, no tenemos necesidad de añadir 

la indicación de las cosas en que lo es, porque se ve cuáles son las 

cosas en que es intemperante, sin que haya de añadirse la designación 

especial. El intemperante, absolutamente hablando, lo es con relación a 

los placeres y a los sufrimientos del cuerpo. 

He aquí otra prueba de que esto es a lo que realmente se aplica la 

intemperancia. Puesto que se concede que el intemperante es 

reprensible, los objetos de su intemperancia deben ser también el 

poder, las riquezas y todas las cosas análogas, respecto de las que cabe 

el nombre de intemperancia, no son  reprensibles por sí mismas. Por lo 

contrario, los placeres del cuerpo lo son, y al que se entrega con exceso 

a ellos se llama con razón y justo motivo intemperante. 

Pero como de todas las intemperancias, fuera de la de los placeres 

del cuerpo, es la de la cólera la más reprensible, puede preguntarse si 

ésta es más reprensible que la de los placeres. La intemperancia de la 

cólera es absolutamente semejante al apuro que muestran los esclavos 

por servir con un excesivo celo a su señor. Apenas éste les dice: 

"Dame...",  cuando llevados de su celo, entregan antes de haber oído lo

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que deben entregar; y muchas veces se engañan en la cosa que llevan a 

su señor, y, en lugar del libro que éste pedía, le llevan un estilo para 

escribir. El intemperante, en punto a cólera, está en el mismo caso que 

estos esclavos. Apenas oye la primera frase que cree ofensiva, cuando 

su corazón se llena de un deseo desenfrenado de venganza, y ya no 

puede escuchar ni una sola palabra para poder saber si obra bien o mal 

al irritarse o, por lo menos, si se irrita más de lo que debiera. Esta 

tendencia a la cólera, que puede llamarse intemperancia de cólera, no 

me parece muy reprensible. Pero la intemperancia que abusa del placer 

lo es, a mi parecer, mucho más. Esté segundo arrebato difiere del otro 

en que la razón interviene en él para impedir que se obre, y el 

intemperante que se deja dominar por el placer obra contra la razón 

que le habla. Y así, esta intemperancia merece mas reprensión que la 

intemperancia de la cólera, porque está en un verdadero sufrimiento, en 

tanto que no puede uno encolerizarse sin sufrir; mientras que, por lo 

contrario, la intemperancia que procede del deseo o de la pasión 

siempre va acompañada de placer. Esto es lo que la hace más 

reprensible, porque la intemperancia que acompaña al placer parece 

una especie de insolencia y de desafío a la razón. 

¿La templanza y la paciencia son una sola y misma virtud? La 

templanza se refiere a los placeres, y es hombre templado el que sabe 

dominar sus peligrosos atractivos; la paciencia por lo contrario, sólo se 

refiere al dolor, y el que soporta y sufre los males con resignación es 

paciente y firme. En igual forma, la intemperancia y la  molicie no son 

la misma cosa. Hay molicie y es flojo un hombre cuando no sabe 

soportar las fatigas, no todas indistintamente, sino las que otro hombre 

en las mismas circunstancias se creería en la necesidad de soportar. El 

intemperante es el que no puede soportar los alicientes del placer y se 

deja ablandar y arrastrar por ellos. 

Puede distinguirse aún el intemperante del que se llama 

incontinente. ¿El incontinente es intemperante? ¿Y el intemperante 

debe confundirse con el incontinente? El incontinente es el que cree 

que lo que hace es excelente y le es muy útil, y que no tiene en sí 

mismo una razón que sea capaz de oponerse a los placeres que le

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seducen y le ciegan. El intemperante, por lo contrario, siente en sí la 

razón que se opone a sus extravíos en aquellas cosas a que le arrastra 

su funesta pasión. De estos dos, ¿cuál es el que más fácilmente puede 

curar, el intemperante o el incontinente? Lo que parecería probar que el 

intemperante es menos fácil de corregir y que el incontinente es más 

curable, es que éste, si tuviese en sí la razón que le hiciera conocer que 

obraba mal, no lo haría, mientras que el intemperante posee la razón 

que se lo advierte y, sin embargo, obra; por consiguiente, parece 

absolutamente incorregible. Desde otro punto de vista, ¿cuál es el más 

malo de los dos, el que nada bueno tiene absolutamente en sí, o el que 

une buenas cualidades a los vicios que señalamos? ¿No es evidente que 

es el incontinente, puesto que la facultad más preciosa que tiene en sí 

se encuentra profundamente viciada? El intemperante posee un bien 

admirable, que es la razón sana y recta, mientras que el incontinente no 

la tiene. La razón, por lo demás, puede decirse que es el principio de 

los vicios del uno y del otro. En el intemperante, el principio, que es la 

cosa verdaderamente capital, es todo lo que debe ser y está en 

excelente estado; pero en el incontinente este principio está alterado; y 

en este sentido, el incontinente está por bajo del intemperante. 

Con estos vicios sucede lo que con aquel a que hemos dado 

nombre de brutalidad, el cual es preciso considerar, no en el bruto 

mismo, sino en el hombre. ¿Por qué este nombre de brutalidad está 

reservado a la última degradación del vicio? ¿Y por qué no se le puede 

estudiar en el bruto? Por la razón única de que el mal principio no está 

en el animal, puesto que sólo la razón es el principio. ¿Quién ha hecho 

más mal al mundo, un león  o un Dionisio, un Fálaris, un Clearco o 

cualquier otro malvado? ¿No es claro que fueron estos monstruos? El 

principio malo, que esta en el ser, es de la mayor importancia para el 

mal que aquél hace, pero en el animal no hay un principio de esta 

clase. En el incontinente, por tanto, el principio es el malo, y en el 

momento mismo en que comete actos culpables, la razón, de acuerdo 

con su pasión, le dice que es preciso hacer lo que hace. Esto prueba 

que el principio que está en él no es sano, y en este concepto el 

intemperante podría aparecer por encima del disoluto.

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Por lo demás, pueden distinguirse don especies de intemperancia. 

La una, que arrastra desde el primer momento, si que preceda 

premeditación, y que es instantánea; por ejemplo, cuando vemos una 

mujer hermosa y en el acto advertimos una impresión, como resultado 

de la cual surge en nosotros el deseo instintivo de cometer ciertos actos 

que quizá no deberían cometerse. La otra especie de intemperancia no 

es, en cierta manera, más que una debilidad, porque va acompañada de 

la razón que nos impide obrar. La primera especie no deberá 

considerársela muy digna de reprensión, porque puede producirse 

también en corazones virtuosos, es decir, en hombres ardientes y bien 

organizados. Pero la otra sólo se produce en los temperamentos fríos y 

melancólicos, y éstos son reprensibles. Añadamos que siempre se 

puede, si atendemos a la razón, llegar a no sentir nada en este caso, 

diciéndose a sí mismo que, si aparece una mujer hermosa, es preciso 

contenerse en su presencia. Si se sabe prevenir así todo peligro 

mediante la razón, el intemperante, arrastrado, quizá, por una 

impresión imprevista, no experimentará ni hará nada que sea 

vergonzoso. Pero cuando, a pesar de lo que aconseja la razón, 

enseñándonos que es preciso abstenerse de estos hechos, se deja uno 

ablandar y arrastrar por el placer, se hace el hombre mucho más 

culpable. El hombre virtuoso jamás se hará intemperante de esta 

manera, y la razón misma, adelantándose, no tendrá necesidad de 

curarle. La razón sola es su guía soberana; pero el intemperante no 

obedece a la razón, sino que, entregándose por entero al placer se deja 

ablandar y hasta enervar por ella. 

Más arriba preguntamos si el prudente es templado; cuestión que 

podemos resolver ahora. Sí, el prudente es templado igualmente, 

porque el hombre templado no es sólo hombre que sabe con su razón 

domar las pasiones que siente, sino que es también el que sin 

experimentar estas pasiones, es capaz de vencerlas, si llegan a nacer en 

él. El prudente es el que no tiene malas pasiones y que posee, además, 

la recta razón para dominarlas. El templado es el que siente malas 

pasiones y sabe aplicar a ellas su recta razón; por consiguiente, el 

templado viene después del prudente, y es prudente también. El

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prudente es el que no siente nada; templado es el que siente y que 

domina, o puede dominar, en caso necesario, lo que experimenta. Nada 

de esto pasa con el prudente, y no deberá confundirse absolutamente el 

intemperante con él. 

Otra cuestión: ¿El intemperante es incontinente? ¿El incontinente 

es intemperante? ¿O bien, lo uno no es consecuencia de lo otro? El 

intemperante, como ya hemos dicho, es aquel cuya razón combate las 

pasiones; pero el incontinente no está en este caso, porque es el que, al 

hacer el mal, tiene la aquiescencia de su razón. Y así, el incontinente 

no es como el intemperante, ni el intemperante como el incontinente. 

Hasta puede decirse que el incontinente está por bajo del intemperante, 

porque los vicios de naturaleza son más difíciles de curar que los que 

preceden del hábito, porque toda la fuerza del hábito se reduce a que 

las cosas en nosotros se conviertan en una segunda naturaleza. Y así, el 

incontinente es el que, por su propia naturaleza y por ser tal como es, 

se encuentra capaz de ser vicioso, y éste es el origen único de que se 

forme en él una razón mala y perversa. Pero el intemperante no es así, 

pues no porque él sea por naturaleza malo, su razón lo ha de ser 

también, porque sería ésta necesariamente mala si fuese él mismo, por 

naturaleza, lo que es el hombre vicioso. En una palabra, el 

intemperante es vicioso por hábito, y el incontinente lo es por 

naturaleza. El incontinente es más difícil de curar, porque un hábito 

puede ser substituido por otro hábito, mientras que nada puede 

suplantar a la naturaleza. 

Pasemos ahora a la última cuestión. Puesto que el intemperante es 

tal que sabe lo que hace y no le engaña su razón, y como, por otra 

parte, el hombre prudente examina cada cosa con la recta razón, 

podemos preguntar: ¿el hombre prudente puede ser o no intemperante? 

Es posible esta duda en ciertas teorías, pero si nos atenemos a lo que 

precede, podremos concluir que el hombre prudente no es 

intemperante. Conforme a lo que hemos dicho, el hombre prudente no 

es sólo el que está dotado de una razón sana y recta, sino que, 

principalmente, sabe practicar y realizar lo que parece mejor a su razón 

ilustrada. Luego, si el hombre prudente hace las mejores cosas,

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89 

evidentemente no puede ser intemperante. Pero el hombre hábil puede 

serlo, porque en lo que precede hemos separado la prudencia de la 

habilidad, cosas que encontramos muy diferentes. Se aplican ambas a 

los mismos objetos, pero la una sabe obrar y la otra no obra. Así, pues, 

el hombre hábil puede muy bien ser intemperante; porque puede no 

obrar en las mismas cosas en que es hábil; pero el hombre prudente 

jamás será intemperante.

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CAPITULO IX 

DEL PLACER 

Para completar todas las teorías precedentes, debemos tratar del 

placer, puesto que se trata de la felicidad, y todo el mundo está acorde 

en creer que la felicidad es el placer, y en que consiste en vivir de una 

manera agradable o, por lo menos, que sin el placer no hay felicidad 

posible. Los mismos que hacen la guerra al placer y que no quieren 

contarlo entre los bienes reconocen cuando menos, que la felicidad 

consiste en no tener pena, y no tener pena es estar a punto de tener 

placer. Es preciso, pues estudiar el placer, no sólo porque los demás 

filósofos creen que deben ocuparse de él , sino también porque, en 

cierta manera, es una felicidad que lo hagamos. En efecto, tratamos de 

la felicidad, que hemos definido diciendo que es el acto de la virtud en 

una vida perfecta; pero la virtud se refiere esencialmente al placer y al 

dolor, y, por consiguiente, es imprescindible hablar del placer, puesto 

que sin placer no hay felicidad. 

Recordemos, ante todo, los argumentos de los que no quieren 

considerar el placer como un bien, ni elevarlo a este rango. Dicen, en 

primer lugar, que el placer es una generación, es decir, un hecho que 

deviene sin cesar, sin ser nunca; que una generación es siempre una 

cosa incompleta, y que al verdadero bien no debe rebajársele nunca al 

rango de cosa incompleta. En segundo lugar añaden que hay placeres 

malos y que el bien jamás puede estar en el mal. Además, observan que 

el placer está en todos los seres indistintamente, en el malo como en el 

bueno, en la bestia feroz como el animal doméstico, y que el bien no 

puede nunca tener que ver con los seres malos, ni es posible que sea 

común a tantas criaturas diferentes. Dicen también que el placer no es 

el fin supremo del hombre, y que el bien, por lo contrario, es este fin 

supremo. Por último, sostienen que el placer impide muchas veces 

cumplir con el deber y hacer el bien, y que lo que impide cumplir con 

el deber no puede ser el bien. Por último, sostienen que el placer 

impide muchas veces cumplir con el deber y hacer el bien, y que lo que

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impide cumplir con el deber no cumplir con el deber y hacer el bien, y 

que lo que impide cumplir con el deber no puede ser el bien. 

Es preciso refutar, ante todo, la primera objeción que convierte el 

placer en una simple generación, y tratar de rechazar tal razonamiento 

haciendo ver que no es exactamente verdadero. En primer lugar, no 

todo placer es una generación. El placer que nace de la ciencia y de la 

contemplación intelectual no es una generación, como no lo es el que 

procede de los sentidos del oído y del olfato, porque en estos casos no 

nos viene el placer de satisfacer una necesidad, como sucede en otros 

muchos, por ejemplo, en los placeres de comer y beber, que pueden 

proceder, a la vez de la necesidad y del exceso, puesto que podemos 

gustar de ellos, ya satisfaciendo una necesidad, ya compensando un 

exceso anterior. En estas condiciones, confieso que el placer parece ser 

una especie de generación. Mas la necesidad es un dolor y el exceso 

también; luego, hay dolor allí donde hay generación de placer; pero, 

para gozar del placer de ver, oír y gustar, no hay necesidad de que haya 

habido un dolor anterior, porque puede uno complacerse en ver una 

cosa y disfrutar de un olor sin haber experimentado antes un dolor. La 

misma observación puede hacerse respecto al pensamiento que 

contempla las cosas, puesto que se puede tener placer en la reflexión, 

sin haber tenido antes un dolor que preceda y provoque este placer; y, 

por tanto, hay cierta especie de placer que no es una generación. 

Luego, sí, como pretendían los filósofos que hemos citado, el placer no 

es un bien porque es una generación, y si hay un placer que no es una 

generación, este placer podrá ser un bien. 

Pero voy más adelante, y sostengo que, en general, no hay un solo 

placer que sea una generación. Los mismos placeres de comer y beber, 

a que se aludía antes, no son verdaderas generaciones, y los que creen 

que lo son están en un completo error, porque los filósofos partidarios 

de esta opinión creen que basta que el placer sea una consecuencia de 

la ingestión de los alimentos para que sea esto una generación 

verdadera, pero esto no es exacto. Hay en el alma cierta parte que nos 

hace experimentar placer cuando tomamos las cosas de que advertimos 

necesidad. Esta parte del alma obra entonces y se pone en movimiento,

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y este movimiento y este acto constituyen el placer que 

experimentamos. Pues bien, porque esta parte de nuestra alma obra en 

el instante mismo en que se toman las cosas destinadas a satisfacer la 

necesidad, y simplemente porque obra, los filósofos a quienes 

refutamos han concluido de aquí que el placer es una generación, sin 

tener en cuenta que los alimentos que se toman son perfectamente 

visibles, mientras que la parte del alma que procura el placer no lo es. 

Es absolutamente como si se creyese que el hombre es un cuerpo, 

mediante a que su cuerpo es material y sensible, y que su alma no lo 

es; y sin embargo el hombre es también un alma. 

Hay en el alma una parte especial que nos hace experimentar 

placer, y que obra al mismo tiempo que tomamos las cosas que son 

propias para satisfacer nuestra necesidad; por consiguiente, se debe 

concluir de aquí que ningún placer es una generación. Pero se insiste 

aun y se dice: "El placer es un retroceso de la sensibilidad del ser a su 

propia naturaleza, porque hay placer para los seres cuando no están 

desviados de su estado natural, y, para un ser, satisfacer alguna 

necesidad de su naturaleza es volver a dicho estado". Pero, como 

acabamos de decir, se puede experimentar placer sin sentir necesidad. 

La necesidad siempre es una pena, y sostenemos que se puede tener 

placer sin pena y antes de la pena; de suerte que el placer, en nuestra 

opinión, no consiste, como se pretende, en aplicar una necesidad o 

cambiar una necesidad en satisfacción, porque no hay rastro de 

necesidad en los placeres que hemos citado más arriba. En resumen, si 

el placer no pudiera ser un bien únicamente porque ha de ser una 

generación, como ningún placer tiene semejante carácter, se puede 

afirmar que el placer es un bien. 

Pero, en seguida, se dice que no todo placer es un bien 

indistintamente. He aquí cómo se puede explicar esto. Hemos sentado 

que el bien puede mostrarse en todas las categorías, en la de 

substancia, en la de relación, en la de cantidad, en la de tiempo y en 

todas en general. Esto es de toda evidencia, puesto que el placer 

acompaña siempre a los actos del bien, cualesquiera que ellos sean. 

Estando el bien en, todas las categorías, es necesario que el placer sea

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93 

un bien, y como los bienes y el placer están en las categorías, y el 

placer va ligado a los bienes, se sigue que todo placer es bueno. 

Pero una consecuencia no menos evidente que de esto se puede 

sacar es que los placeres son de diferentes especies, puesto que las 

categorías que encierran el placer son diferentes entre sí. No sucede 

con los placeres lo que con las ciencias; la gramática, por ejemplo, o 

cualquiera otra. Si Lampro posee la gramática, será gramático a causa 

de este mismo conocimiento de la gramática, como lo será 

absolutamente cualquier otro que la posea, puesto que no hay dos 

gramáticas diferentes, una para Lampro y otra para Ileo. Pero no 

sucede lo mismo con el placer, y así el placer que procede de la 

embriaguez y el que nace del amor no son idénticos, y he aquí por qué 

los placeres son de muchas especies diferentes. 

Por otra parte, del hecho de que hay placeres malos, los filósofos 

de que hablamos deducen que el placer no es un bien. Pero esta 

condición y esta observación no tocan especialmente al placer, porque 

lo mismo se aplican a la naturaleza entera y a la ciencia. La naturaleza, 

a veces, también se nos muestra mala, como se ve en los insectos, la 

langosta y tantos animales inferiores; y, sin embargo, esto no basta 

para que se diga que la naturaleza es una cosa mala. Lo mismo sucede 

respecto a las  ciencias, pues también las hay de escasa elevación; por 

ejemplo, todas las mecánicas, y, sin embargo no por esto la ciencia es 

mala. Todo lo contrario, la ciencia y la naturaleza son, generalmente, 

buenas, porque así como el mérito de un estatuario no debe graduarse 

por las obras que ha ejecutado mal, sino por las que ha hecho de una 

manera acabada y perfecta, en igual forma, ni la ciencia, ni la 

naturaleza, ni las cosas en general, deben apreciarse por los malos 

resultados que producen, sino por los buenos. Lo mismo que ellas, el 

placer es bueno generalmente, si bien no se nos oculta que hay placeres 

malos. La naturaleza de los seres animados es muy diversa; unos la 

tienen buena, y otros mala; por ejemplo, la del hombre es buena y la 

del lobo o de cualquier animal feroz es mala. También la naturaleza del 

caballo, la del hombre, la del asno y la del perro son esencialmente 

diferentes. Pero si el placer es un retroceso de un estado contra

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naturaleza al estado natural para un ser cualquiera, se sigue de aquí que 

lo que más agradará a una naturaleza mala será también un placer 

malo. El hombre y el caballo no tienen los mismos placeres, como 

sucede con los demás seres; y si las naturalezas son diferentes, no lo 

son menos los placeres. El placer es un retroceso, se decía, y este 

retroceso vuelve al ser a su naturaleza primitiva; por consiguiente, el 

estado ordinario de una mala naturaleza es un estado malo, lo mismo 

que el estado ordinario de una naturaleza buena es un estado bueno. 

Pero cuando se dice que el placer no es bueno sucede lo que con 

aquellos hombres que, no sabiendo con certeza lo que es el néctar, 

creen que los dioses beben vino porque, para ellos, el vino es la bebida 

más agradable. Esto es efecto de la ignorancia, y los que así piensan 

incurren en un error semejante al que sostienen los que dicen que todos 

los placeres son generaciones y que el placer no es un bien. Como no 

conocen más que los placeres del cuerpo, y ven que estos placeres son 

efectivamente generaciones, y no son buenos, infieren de aquí que el 

placer no es bueno de una manera general. 

Pero el placer puede tener lugar ya en una naturaleza que se 

rehace, ya en una naturaleza acabada y completa; en una naturaleza 

que se rehace, por ejemplo, cuando resulta de la satisfacción de una 

necesidad; y en una naturaleza completa, cuando resulta de las 

sensaciones de la vista, del oído y otras análogas. Pero los actos de una 

naturaleza regular y completa son evidentemente superiores, porque los 

placeres, tómense en uno u otro sentido, son siempre actos, y de aquí 

concluyo sin vacilar que los placeres de la vista, los del oído y los de la 

inteligencia son los mejores, puesto que los del cuerpo no proceden 

sino de la satisfacción de nuestras necesidades. 

Se dice también que el placer no es un bien, mediante a que lo 

que está en todos los seres y es común a todos no puede ser un bien. El 

placer, tomado en este sentido restringido, podría aplicarse con más 

exactitud al ambicioso y a la ambición, porque el ambicioso es el que 

quiere tenerlo todo para sí solo y, en este concepto, sobrepujar a los 

demás hombres. Luego, si el placer es verdaderamente el bien, debe ser 

en esta teoría algo análogo al egoísmo del ambicioso. Pero quizá

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sucede todo lo contrario, y acaso el placer debe parecer un bien 

precisamente por lo mismo que todos los seres del mundo lo desean. 

En toda la naturaleza no hay un ser que deje de desear el bien, y puesto 

que todos desean igualmente el placer, se sigue que el placer es 

generalmente bueno. 

Se decía también, en un sentido opuesto, que el placer no es un 

bien, porque la mayoría de las veces es un obstáculo. Si el placer se 

considera como un obstáculo, esto nace de que no se le ha estudiado 

bien. El placer que resulta de una cosa que se ha hecho no es un 

obstáculo para hacer esta cosa. Pero confieso que otro placer distinto 

puede ser un obstáculo; por ejemplo, el placer que resulta de la 

embriaguez es posible que sea un obstáculo que impida obrar. Mas, 

desde este punto de vista, la ciencia también podrá ser un obstáculo a 

la ciencia, porque, si uno posee dos ciencias, no es posible que se 

ocupe en ambas en un solo y mismo momento. Pero ¿por qué la ciencia 

no ha de ser un bien, si produce el placer especial que de ella resulta? 

¿Será en este caso un obstáculo? ¿O bien, lejos de serlo, obligará 

siempre a avanzar más y más? El placer que procede de la acción 

misma que se hace nos excita más a obrar; por ejemplo, obligará al 

hombre virtuoso a ejecutar actos de virtud y los ejecutará con el mismo 

encanto que la primera vez. ¿No será mucho más vivo aún el placer en 

el momento del acto que le acompaña? Cuando se obra con placer es 

uno virtuoso, y se cesa de serlo si sólo se hace el bien con dolor. El 

dolor no se encuentra más que en las cosas que se hacen por necesidad, 

y si se experimenta dolor al obrar bien es porque se ejecuta bajo el 

imperio de la necesidad. Pero desde el momento en que se obra por 

necesidad, ya no hay virtud. La razón es que no es posible practicar 

actos de virtud sin experimentar pena o placer; no hay otro remedio. 

¿Y porqué? Porque la virtud supone siempre un sentimiento una pasión 

cualquiera; y la pasión no puede consistir más que en la pena o en el 

placer, porque no puede darse entre ambos; y así, la virtud va siempre 

acompañada de pena o de placer. Luego si, cuando se hace el bien se 

hace con dolor, no es uno virtuoso; y, por consiguiente, la virtud nunca 

va acompañada de dolor, y sino va acompañada de dolor, lo va siempre

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del placer. Por tanto, lejos de que el placer sea un obstáculo a la acción, 

es, por lo contrarío, una excitación a obrar, y, en general, la acción no 

puede producirse sin el placer, que es su consecuencia y resultado 

particular. 

También se pretendía que nunca el conocimiento produce placer. 

Éste es un nuevo error, porque los operarios que preparan las comidas, 

las coronas de flores, perfumes, son agentes de placer. Es cierto que las 

ciencias no tienen ordinariamente por objeto y por fin el placer, pero 

obran siempre con el placer y nunca sin el placer. Por consiguiente, 

puede decirse que la ciencia produce, asimismo, el placer. También se 

objeta que el placer no es el bien supremo; pero si se diera ensanche a 

este razonamiento, se llegarían a suprimir una tras otra todas las demás 

virtudes. Así porque el valor no sea el bien supremo, ¿podrá decirse 

que el valor no es un bien? ¿No es esto absurdo? La misma respuesta 

puede darse respecto de todas las demás virtudes, y, por consiguiente, 

el placer no deja de ser un bien porque no sea el bien supremo. 

Pasando a otro asunto, podría suscitarse sobre las virtudes la 

cuestión siguiente. La razón domina algunas veces las pasiones, como 

ya hemos dicho con relación a la templanza; otras, la embriaguez y las 

pasiones son las que dominan a la razón, como en el caso de la 

intemperancia que no sabe contenerse. Si pues que la parte irracional 

del alma, atacada por el vicio, puede sobrepujar a la razón, la cual 

permanece, por otra parte, en buen estado, y éste es el caso del 

intemperante, se puede preguntar si a su vez la razón, cuando llega a 

viciarse, puede dominar las pasiones que hayan alcanzado todo su 

desenvolvimiento regular y que tengan su virtud propia y especial. Si 

se admite como posible este trastorno de las cosas, resultará que se 

puede hacer de la virtud un uso detestable. Si sólo se tiene una razón 

mala y viciosa, desde el momento en que se use de la virtud, se usará 

mal de ella. Pero esto, a mi juicio, es un absurdo insostenible. Muy 

fácil nos será responder a esta cuestión y resolverla conforme a los 

principios que quedan expuesto más arriba sobre la virtud. Hemos 

dicho que la verdadera condición de la virtud consiste en que la razón 

bien organizada esté de acuerdo con las pasiones que conservan su

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virtud especial, y, recíprocamente, en que las pasiones estén de acuerdo 

con la razón. En esta feliz disposición la razón y las pasiones estarán 

en completa armonía; la razón mandará siempre lo mejor que puede 

hacerse, y las pasiones regularmente organizadas estarán siempre 

dispuestas a ejecutar, sin la menor dificultad, lo que la razón les 

ordena. Si la razón es viciosa y está mal dispuesta, y las pasiones, por 

su parte, son lo que deben ser, no habrá virtud, porque faltará la razón, 

y la verdadera virtud se compone de estos dos elementos. Por 

consiguiente, no será posible usar mal de la virtud, como se pretendía. 

Absolutamente hablando, no es la razón, como algunos filósofos 

pretenden, el principio y la guía de la virtud; lo son más bien las 

pasiones. Es preciso que la naturaleza ponga, ante todo, en nosotros 

una especie de fuerza irracional que nos arrastre hacia el bien, que es lo 

que sucede con las pasiones; después viene la razón, que da en último 

lugar su opinión y que juzga las cosas. Puede observarse esto mismo en 

los niños y en los seres que están privados de razón. Se observa en 

ellos arranques instintivos de las pasiones hacia el bien, sin ninguna 

intervención de la razón; más tarde la razón viene, y, dando su voto de 

aprobación en el sentido señalado por las pasiones, arrastra al ser a 

ejecutar definitivamente el bien. Pero si se parte de la razón como 

principio para ir al bien, sucede que las pasiones, que están las más 

veces en desacuerdo con ella, no la siguen, y hasta son contrarias a 

aquélla. De aquí concluyo que la pasión regular y bien organizada es el 

principio que nos conduce a la virtud más bien que la razón.

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CAPÍTULO X 

DE LA FORTUNA 

Parece natural, después de todo lo que precede, hablar también de 

la fortuna, puesto que tratamos de la felicidad. Se cree muy 

generalmente que la vida dichosa es la vida afortunada, o, poco menos, 

que no hay vida dichosa sin fortuna. Quizá tengan razón los qué así 

piensan, porque sin los bienes exteriores, de que la fortuna dispone 

soberanamente, no es posible ser completamente dichoso. Y así será 

muy bueno hablar de la fortuna y explicar de una manera general qué 

es el hombre afortunado, bajo qué condiciones lo es, y qué bienes se 

requieren para serlo. 

Se advierte en el primer momento cierto embarazo al abordar 

materia tan delicada. En efecto, no puede decirse que la fortuna se 

parezca a la naturaleza, porque ésta hace de la misma manera las cosas 

que produce siempre o por lo menos, en los más de los casos. Por lo 

contrario, la fortuna jamás hace las cosas de la misma manera, sino que 

las hace sin ningún orden y como mejor cuadra. He aquí por qué se 

dice que en las cosas de esta clase es en las que tiene lugar el azar o la 

fortuna. La fortuna no puede confundirse con la inteligencia, ni con la 

recta razón, porque en éstas reina la regularidad no menos que en la 

naturaleza; las cosas en ellas son eternamente las mismas, mientras que 

la fortuna y el azar no tienen aquí cabida. Y así, donde reinan más la 

razón y la inteligencia, allí es donde hay menos azar; y donde aparece 

más azar, hay menos inteligencia. Pero ¿la buena fortuna es resultado 

de la benevolencia o cuidado de los dioses, o es ésta una idea falsa? 

Dios es a nuestros ojos el dispensador soberano que reparte los bienes 

y los males según se merecen; pero la fortuna y todas las cosas que 

proceden de la fortuna sólo el azar las reparte; luego, si atribuimos a 

Dios este desorden, le supondremos un mal juez o, por lo menos, un 

juez muy poco equitativo, papel que no corresponde a la majestad 

divina.

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99 

Pero, fuera de las cosas que acabamos de indicar, no se sabe 

dónde colocar la fortuna; y, por consiguiente, debe ser, evidentemente, 

alguna de estas cosas. La inteligencia, la razón y la ciencia son, a mi 

juicio, absolutamente extrañas a aquélla. Por otra parte, no es posible 

que el cuidado y el favor de Dios sean el origen de la prosperidad y de 

la fortuna, puesto que muchas veces la obtienen también los malos, y 

no es probable que Dios se ocupe, de los malos con tanta solicitud. 

Queda sola la naturaleza, qué debe ser, a nuestro parecer, el origen más 

probable y más sencillo de la fortuna. La prosperidad y la fortuna 

consisten en cosas que no dependen de nosotros, de las que no somos 

dueños, y las cuales, no podemos hacer a nuestra voluntad. Jamás se 

dirá del hombre justo, que como justo ha sido favorecido por la 

fortuna, como no se dice tampoco del valiente ni del que es virtuoso en 

cualquier concepto, porque éstas son cosas que depende de nosotros el 

tenerlas o no tenerlas. Pero hay cosas a que podemos aplicar con más 

propiedad la palabra buena fortuna; y así decimos del hombre que tiene 

un nacimiento ilustre, y, en general, del que obtiene bienes que no 

dependen de él, que le ha favorecido, la fortuna. 

Sin embargo, no es éste tampoco el caso en que puede decirse con 

propiedad que hay favor de la fortuna. Las palabras afortunado y 

dichoso pueden tomarse en muchos sentidos; por ejemplo, el que ha 

llegado a ejecutar un hecho bueno, haciendo todo lo contrario de lo que 

quería, puede pasar por un hombre dichoso, por un hombre favorecido 

por la fortuna. También puede llamarse dichoso al que, debiendo 

esperar con razón un daño de lo que hace, le ha resultado, sin embargo, 

un provecho. Así que debe entenderse que hay favor de la fortuna 

cuando se obtiene un bien con el que no se podía razonablemente 

contar, o que no se experimenta un mal que se debía razonablemente 

sufrir. Por lo demás, estas palabras, favor de la fortuna, deberán 

aplicarse más especialmente a la adquisición de un bien, porque 

obtener un bien es una felicidad en sí misma, mientras que no 

experimentar un mal sólo es una felicidad indirecta y accidental. 

Así, pues, la prosperidad, la fortuna, es en cierta manera una 

naturaleza privada de razón. El hombre favorecido por la fortuna es el

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100 

que, sin una razón suficientemente ilustrada, va en busca de los bienes 

y los encuentra. Su triunfo sólo puede atribuirse a la naturaleza, puesto 

que la naturaleza es la que ha colocado en nuestra alma esta fuerza 

ciega que nos lleva, sin la intervención de la razón, hacia todo lo que 

nos debe producir bien. Si se pregunta a un hombre afortunado: "¿Por 

qué tuvisteis por conveniente hacer lo que habéis hecho?", os 

responderá: "no lo sé, pero me ha convenido hacerlo". Esto es lo 

mismo que sucede a los que están poseídos de entusiasmo, los cuales, 

animados por el sentimiento que los domina y sin guiarse por la razón, 

se ven arrastrados a hacer lo que hacen. 

Por lo demás, a la fortuna no podemos darle un nombre propio 

especial, por más que muchas veces le demos el de causa. Pero causa 

es una cosa distinta que el nombre que se la da. En efecto, la causa y 

aquello de que es causa son cosas muy distintas, y se puede también 

llamar a la fortuna una causa independientemente de esta fuerza 

completamente instintiva que nos hace adquirir los bienes que 

deseamos; por ejemplo, la causa es la que hace que no se sufra un mal 

en un caso determinado o que se reciba un bien en otro en que no debía 

esperarse. Y así, la fortuna, la prosperidad, comprendida de esta 

manera, es diferente de la otra en cuanto parece resultar sólo de una 

inversión de las cosas y que ella es una felicidad indirecta Y accidental. 

Pero si aun se quiere llamar a esto un favor de la fortuna, no se puede 

negar, sin embargo, que hay un elemento más especial de felicidad en 

esta otra fortuna, en la que el individuo lleva en sí mismo el principio 

de fuerza que le hace adquirir los bienes que él desea. 

En resumen, corno no hay felicidad sin los bienes exteriores, y 

estos bienes sólo proceden del favor de la fortuna, como acabamos de 

decir, es preciso reconocer que la fortuna contribuye por su parte a la 

felicidad. He aquí lo que teníamos que decir de la fortuna y de la 

prosperidad.

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101 

CAPITULO XI 

RESUMEN DE LAS TEORÍAS PARTICULARES 

SOBRE CADA UNA DE LAS VIRTUDES 

ESPECIALES 

Después de haber hecho el análisis de cada virtud en particular, 

sólo nos resta resumir todos estos pormenores para presentar el retrato 

de la virtud en su conjunto y en su generalidad. No desaprobamos la 

expresión, compuesta de dos palabras en la lengua griega, mediante la 

que se designa el carácter de hombre completamente virtuoso: la 

honestidad unida a la bondad, a la belleza moral, porque se dice de un 

hombre que es honesto y bueno, para, expresar que es de una virtud 

completa. Por lo demás, esta expresión general, honesto y bueno, 

puede aplicarse a la virtud en todos sus matices, a la justicia, al valor, a 

la prudencia; en una palabra a todas las virtudes sin excepción. Pero 

dividiendo la palabra en los dos elementos de que está formada, 

diremos que hay cosas que son especialmente honestas, y otras que son 

especialmente buenas y bellas. Entre las cosas buenas, hay unas, que lo 

son de una manera absoluta, y otras que no lo son absolutamente. Las 

cosas honestas y bellas son, por ejemplo, las virtudes y todos los actos 

que la virtud inspira. Las cosas buenas, los bienes, son el poder, la 

riqueza, la gloria, los honores y las demás análogas. El hombre honesto 

y bueno es aquel que aspira a la adquisición de los bienes absolutos, y 

para quien las cosas absolutamente bellas son las bellas cosas que trata 

de ejecutar. Este es el hombre honesto y bueno; ésta es la belleza 

moral. Pero el hombre para quien los bienes absolutos no son bienes, 

no es honesto y bueno, en la misma forma que no está sano el hombre 

para quien las cosas sanas, absolutamente hablando, no son sanas. Si la 

fortuna y el poder, al caer en manos de un hombre, le sol dañosos, no 

debe desearlos, porque sólo debe desear los bienes que no pueden 

perjudicarle. Pero el hombre que está organizado de tal manera que 

hace bien en privarse de la posesión de algunos de estos bienes no es lo 

que llamamos honesto y bueno. Verdaderamente honesto y bueno sólo

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102 

es aquel para quien todos los verdaderos bienes subsisten siéndolo, y 

que no se deja corromper por ellos, como los hombres se dejan 

corromper, las más de las veces, por la riqueza y el poder.

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103 

CAPITULO XII 

NUEVO EXAMEN DE ALGUNAS DE LAS TEORÍAS 

ANTERIORMENTE EXPUESTAS 

Ya hemos visto más arriba lo que es obrar conforme a las 

virtudes, pero esta teoría no ha sido suficientemente desenvuelta. En 

efecto, hemos dicho lo que es conducirse según la recta razón, pero no 

sabiendo exactamente lo que debe entenderse por esto, es posible que 

se pregunte qué significa conformarse con la recta tazón, y en qué 

consiste la recta razón que se recomienda. 

Obrar según la recta razón es obrar de manera que la parte 

irracional del alma no impida a la parte racional realizar el acto que es 

propio de ella; entonces la acción que se ejecuta es conforme a la recta 

razón. Nosotros tenemos en el alma una parte que es menos buena y 

otra parte que es mejor. Ahora bien; la peor siempre está hecha en 

consideración a la mejor, como en la asociación del alma y del cuerpo, 

el cuerpo está hecho para el alma, y decimos que el cuerpo está en 

buen estado cuando no es un obstáculo para el alma, sino que por el 

contrario contribuye y concurre a la realización del acto que de ella es 

propio; porque lo peor, repito, está hecho en vista de lo mejor y está 

destinado a obrar de concierto con él. Así, pues, cuando las pasiones no 

impiden a la inteligencia realizar su función especial, las cosas se 

hacen entonces según la recta razón. "Sí, sin duda, eso es cierto," podrá 

decirse, "pero ¿cómo deben ser las pasiones para, que no sirvan de 

obstáculo al alma? ¿Y en qué momento se encuentran dispuestas de 

esta manera? He aquí lo que no sabemos". Confieso que este punto no 

es fácil de resolver; pero tampoco el médico llega a tanto. Cuando 

receta una tisana a un enfermo que tiene fiebre, y un discípulo le dice: 

"¿Cómo conoceré yo que un enfermo tiene fiebre? Cuando veáis que 

está pálido. -¿Y cómo veré que está pálido?" Comprendiendo, el 

médico, entonces, que no puede llevar más allá sus contestaciones, le 

responderá: "Si carecéis del sentimiento y de la percepción de estas 

cosas, no tengo nada que decir". El mismo diálogo, exactamente, puede

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104 

aplicarse en una multitud de circunstancias semejantes, y 

absolutamente del mismo modo es como se puede adquirir el 

conocimiento de las pasiones; es preciso que cada uno contribuya, por 

su parte, a observarlas sintiéndolas. Otra cuestión se puede suscitar 

aún, y preguntar: "Pero, aun cuando yo supiera esto, ¿sería por eso 

dichoso?" Así se cree, generalmente, pero es un error. No hay ciencia 

alguna que dé al que la posee el uso y la práctica actual y efectiva de su 

objeto particular, sino que sólo le da la facultad de servirse de ella. Así, 

con aplicación a lo que se trata, la ciencia de estas cosas no da el uso 

de ellas, puesto que la felicidad, como ya hemos dicho, es un acto, y la 

ciencia sólo da la simple facultad; y la felicidad no consiste en conocer 

de qué elementos se compone, sino que consiste sólo en servirse de 

estos elementos. 

El objeto de este tratado no es enseñar el uso y la práctica de estas 

cosas, y repito que ni ésta ni las demás ciencias dan el uso directo de 

las cosas; dan, tan sólo, la facultad de usar de ellas.

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105 

CAPITULO XIII 

DE LA AMISTAD 

Además de todas las teorías precedentes, y para completarlas es 

indispensable hablar de la amistad, diciendo lo que es, en qué consiste 

y a qué se aplica. Viendo como vemos que es cosa que se puede sentir 

durante toda la vida, que puede subsistir en todo tiempo y que es 

siempre un bien, es preciso considerarla como una cosa ajena a la 

felicidad. 

Será, quizá, lo mejor que indiquemos ante todo las cuestiones que 

surgen y las indagaciones que pueden hacerse a propósito de la 

amistad. He aquí la primera cuestión: ¿la amistad existe sólo entre 

seres semejantes, como sucede al parecer y como suele decirse 

comúnmente? "El grajo, según el proverbio, busca el grajo, su igual.” 

"Y lo que se asemeja, un Dios lo junta siempre". 

También se cita a este propósito una respuesta de Empédocles, 

con motivo de una perra que iba a dormir siempre sobre el mismo 

ladrillo: "¿Por qué, se preguntaba, esta perra va siempre a dormir sobre 

este ladrillo? Es porque esta perra tiene alguna semejanza con el color 

de ese ladrillo", queriendo indicar con esto que el hábito de este animal 

sólo procedía de la semejanza. 

Otros sostienen, por lo contrario, que la amistad se forma 

principalmente entre seres contrarios; y así dicen que la tierra ama la 

lluvia, cuando el suelo está seco, y que lo contrario desea ser amigo de 

lo contrario. La amistad, añaden, no puede tener lugar entre semejantes 

porque lo semejante, evidentemente, no tiene necesidad de su 

semejante; y como éste se hacen otros razonamientos análogos, que 

paso en silencio. 

He aquí otra cuestión: ¿es difícil o fácil que dos se hagan amigos? 

Los aduladores, que tan presto se familiarizan, no son amigos; sólo 

tienen apariencia de tales. Se pregunta, también, si el hombre virtuoso

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106 

puede ser amigo del malo, puesto que la amistad sólo puede fundarse 

en una sólida confianza, que jamás inspira el hombre malo. ¿Y el malo 

puede ser amigo del hombre malo, o esta relación es también 

imposible? 

Para responder a estas cuestiones es bueno precisar ante todo de 

qué amistad queremos hablar. Y así, a veces nos imaginamos que 

puede haber amistad, ya respecto de Dios, ya respecto de las cosas 

inanimadas; lo cual es un error. En nuestra opinión, sólo cabe 

verdadera amistad donde hay reciprocidad de afectos. Pero la amistad, 

el amor a Dios, no admite reciprocidad, y la amistad imposible. ¿No 

sería el colmo del absurdo decir que se ama a Júpiter? Tampoco puede 

haber reciprocidad de amistad con las cosas inanimadas, y si se dice 

que se aman ciertas cosas inanimadas, se ama el vino, por ejemplo, o 

cualquiera otra cosa de este género. Por lo tanto, no es objeto de 

nuestro estudio la amistad o el amor de Dios, ni la amistad y el amor 

respecto de las cosas inanimadas; sólo estudiamos la amistad posible 

entre los seres animados, y no todos, sino únicamente los que pueden 

corresponder a la afección que se les muestra. Si se quisiera llevar más 

adelante el análisis e indagar cuál es el verdadero objeto del amor, 

podríamos decir, desde luego, que no es otra cosa que el bien. Es cierto 

que el objeto amado y el objeto que debería amarse son algunas veces 

muy diferentes, como lo son la cosa que se quiere y la que se debería 

querer. La cosa que se quiere de una manera absoluta es el bien; la que 

cada uno debe querer es lo es bueno para él en particular. En igual 

forma, la cosa que se ama es el bien, absolutamente hablando; la que se 

debe amar es la que es un bien para uno personalmente. Por 

consiguiente, amado es igualmente el objeto que se debe amar, pero el 

objeto  que se debe amar no es siempre el objeto que se ama. 

Esto es precisamente lo que motiva la cuestión sobre si el hombre 

de bien puede ser o no amigo del hombre malo. El bien individual está 

en cierta manera ligado al bien absoluto, lo mismo que el objeto que 

debe ser amado está ligado al objeto que se ama; y el resultado y la 

consecuencia del bien es lo agradable y útil. Ahora bien, la amistad 

existe entre los hombres de bien, cuando se tienen una mutua afección.

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107 

Se aman entre sí en cuanto pueden amarse, y pueden amarse en cuanto 

son buenos. Y así puede decirse que el hombre de bien no será amigo 

del hombre malo. Sin embargo lo será, porque siendo lo útil y lo 

agradable un resultado del bien, el hombre malo, si es agradable, es 

amigo en tanto que agradable, y si es útil, es igualmente amigo en tanto 

es útil. Pero convengo en que una amistad de esta clase no descansará 

en los verdaderos motivos que deben obligar a amar, porque sólo el 

bien es digno de ser amado, y el hombre malo, haga lo que quiera, no 

es verdaderamente digno de ser amado. Este mismo sólo es amado en 

el sentido en que puede serlo, porque estas amistades, que sólo 

descansan en lo agradable y lo útil, están muy distantes de la amistad 

perfecta, es decir, de la que nos une a los hombres de bien. El hombre 

que sólo ama en vista de lo agradable no siente esta amistad que inspira 

el bien, así como tampoco el que sólo ama en vista de lo útil. Por lo 

tanto, es preciso decir que estas tres clases de amistad, que se refieren 

al bien, a lo agradable, a lo útil, si bien no son idénticas, no están tan 

distantes entre sí como podría creerse. Dependen todas tres, en cierta 

manera, de un mismo principio. Es como decimos, empleando una sola 

y misma palabra, de la lanceta que es medicinal, de un hombre que es 

medicinal y de la ciencia que es medicinal. Estas, expresiones, según 

se ve, no se toman en el mismo sentido; la lanceta, en tanto que es un 

instrumento útil a la medicina, se llama medicinal; el hombre, en tanto 

que da la salud, se le puede llamar medicinal o médico; en fin, la 

ciencia se llama medicinal, porque es la causa y el principio de todo lo 

demás. En igual forma aquellas relaciones, diferentes como son, se las 

llama amistades: la de los buenos que se contrae bajo la influencia del 

bien, la que nace bajo el influjo de lo agradable, y lo mismo la que 

procede de lo útil. No se las llama con un mismo nombre, ni son 

tampoco idénticas, pero afectan casi a las mismas cosas y tienen, un 

mismo origen. 

Si se dice: "pero el que sólo es amigo en vista de lo agradable, y 

no es verdaderamente amigo de su pretendido amigo, puesto que no lo 

es por la sola influencia del bien"; responderé: este hombre se 

encamina hacia la amistad propia de los hombres de lo bueno, bien,

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108 

que se compone a la vez de todos estos elementos, lo agradable y lo 

útil; no es aún amigo según esta amistad, sino que sólo lo es según la 

del placer y del interés. 

Otra cuestión: ¿el hombre virtuoso será o no amigo del hombre 

virtuoso? Se responde negativamente, porque se dice que lo semejante 

no tiene necesidad de su semejante. Pero este argumento solo afecta a 

la amistad por interés, a la amistad que se funda en lo útil, porque los 

que se buscan sólo porque se necesitan están unidos por una amistad 

que se funda sólo en la utilidad. Pero la definición que hemos dado de 

la amistad por interés es muy distinta de la amistad por virtud o por 

placer. Los corazones que están unidos por la virtud son más amigos 

que todos los demás, porque tienen a la vez todos los bienes: lo bueno 

lo agradable y lo útil. 

Pero, se decía antes, el hombre de bien, si es amigo del hombre de 

bien, puede serlo también del hombre malo. Sí, en tanto que el malo 

sea agradable, el malo es su amigo. Y se añadía: el malo puede ser 

también amigo del malo; sí, en tanto que encuentran utilidad en esta 

relación, los malos son a en sí. 

Se ve, en efecto, que muchos hombres son amigos por utilidad 

que esto les proporciona, porque tienen el mismo interés y nada impide 

que un mismo interés aproxime a los hombres malos, sin dejar de ser 

malos. Pero la amistad sólidamente establecida, más durable y más 

bella que todas las demás, es la que une a los hombres virtuosos, Y es 

muy natural que así suceda, puesto que se aplica a la virtud y al bien. 

La virtud, que engendra esta amistad, es inquebrantable, y, por 

consiguiente, esta noble amistad, que aquella produce, debe ser 

inquebrantable como ella. Lo útil, por lo contrario, jamás es lo mismo, 

y he aquí por qué la amistad que sé funda en lo útil nunca es estable, y 

se hunde con la utilidad que la ha hecho nacer. Otro tanto Podría 

decirse de la amistad formada por el placer. Así, pues, la amistad que 

une los corazones nobles es la que se forma mediante la virtud; la 

amistad del vulgo sólo procede del interés; y, en fin, la del placer es la 

amistad de los hombres groseros y despreciables.

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109 

Aveces nos indigna y nos llena de asombro encontrar malos 

amigos. Sin embargo, no hay en esto nada que deba sublevar la razón. 

Cuando la amistad no tiene otro principio que el placer o la utilidad, 

tan pronto como estos motivos desaparecen, la amistad no debe 

sobrevivirlos. Muchas veces, la amistad subsiste a pesar de estas 

decepciones; pero el amigo se ha conducido mal, y hasta se irrita uno 

contra él. Su conducta, sin embargo, no es tan irracional como se 

supone; pues que, no estando uno ligado con él por la virtud, no debe 

extrañarse que haga cosas que no sean conformes a la virtud misma. La 

indignación que se siente no está justificada, pues no habiendo 

contraído en el fondo más que una amistad de placer, no hay motivo 

para imaginar que debería haber una amistad de virtud. Esto es 

imposible, porque a la amistad de placer o de interés importa muy poco 

la virtud. Uno, está ligado a otro por el placer, quiere encontrar la 

virtud y se engaña. La virtud no sigue al placer ni al interés, mientras 

que ambos siguen a la virtud. Se incurre en un grave error cuando se 

cree que los hombres de bien son muy agradables los unos a los otros. 

Los malos, como dice Eurípides, gustan los unos de los otros. 

"El malo siempre busca al malo". 

Pero, repito, la virtud no sigue al placer; es el placer, por lo 

contrario, el que sigue a la virtud. 

¿El placer es o no un elemento necesario, además de la virtud, en 

la amistad de los hombres de bien? Sería un absurdo pretender que no 

es necesario que exista placer en tales relaciones. Si quitáis a los 

hombres de bien esta ventaja de complacerse y de ser agradables los 

unos a los otros, se verán forzados a buscar otros amigos que lo sean 

mas, para unirse y vivir con ellos, porque en la intimidad de la vida 

común nada hay más esencial que el complacerse mutuamente. Sería 

un absurdo creer que los buenos no son tan capaces como cualquiera 

otro de vivir en intimidad con los demás, y como no puede menos de 

haber placer en esta intimidad, debemos concluir que los hombres de 

bien, más que nadie, son agradables los unos a los otros.

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110 

Hemos visto que las amistades son de tres especies, y se ha 

suscitado la cuestión de si en cada una de ellas consiste la amistad en la 

igualdad o en la desigualdad. A nuestro parecer, puede consistir en una 

y otra a la vez. La amistad de los buenos o la amistad perfecta se 

produce por la semejanza; la amistad de interés descansa, por lo 

contrario, en la desemejanza; el pobre es amigo del rico, porque tiene 

necesidad de los bienes en que el rico abunda; y el malo se hace amigo 

del bueno por la misma razón, pues faltándole la virtud, se hace amigo 

del hombre en quien espera encontrarla. Y así la amistad por interés se 

produce en seres desemejantes, y podría aplicarse a ella el verso de 

Eurípides: "La tierra ama la lluvia cuando todo en ella está seco", y 

podría decirse que la amistad fundada en el interés se produce entre 

seres contrarios precisamente a causa de su misma desemejanza. 

Porque si se toman por ejemplo las cosas más opuestas, el agua y el 

fuego, puede afirmarse que son útiles la una a la otra. El fuego perece y 

se extingue, si no tiene la humedad que le proporcione en cierta manera 

su alimento, siempre que sea en una cantidad tal que pueda absorberla. 

Si predomina la humedad, ésta mata al fuego, mientras que, si no 

excede de la cantidad conveniente, sirve para mantenerlo. Es, pues, 

evidente que, hasta en los seres más contrarios, la amistad puede 

formarse mediante la utilidad que se prestan los unos a los otros. Todas 

las amistades, ya nazcan de la igualdad o de la desigualdad, pueden 

reducirse a las tres especies ya indicadas. Pero en todas estas relaciones 

puede sobrevenir desacuerdo entre los amigos, si no son iguales en el 

afecto que se profesan, en los servicios recíprocos que se prestan, en 

los sacrificios que mutuamente hacen y en todas las demás relaciones 

análogas. Cuando uno de los dos hace las cosas con ardor y el otro con 

negligencia, se originan cargos y acusaciones con motivo de esta falta 

de cuidado y de este olvido. Sin embargo, no es en aquellas uniones, en 

que la amistad tiene por una y otra parte el mismo objeto, quiero decir, 

aquellas en que los dos amigos están ligados por interés, o por placer, o 

por virtud, en las que esta falta de afección de parte de uno de ellos se 

deja claramente ver. Si me hacéis menos bien que el que yo mismo os 

hago, no dudo en creer que debo redoblar la afección hacía vos para

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111 

atraeros. Pero las dimensiones son más frecuentes y más sensibles en 

aquella amistad en que no están ligados los amigos por el mismo 

motivo, porque en este caso no se aprecia muy claramente de qué lado 

está la razón. Por ejemplo, si uno se ha unido por placer y otro por 

interés, puede haber gran dificultad en discernir quién es el culpable. 

Aquel de los dos que da la preferencia a lo útil no cree que el placer 

que se le proporciona, sea equivalente a la utilidad que se prometía; y 

por su parte el otro, que da la preferencia al placer, no cree recibir una 

compensación suficiente del placer, que es lo que él busca, en los 

servicios que se le prestan. Y he aquí por qué en las amistades de este 

género se producen tales desavenencias. 

En cuanto a las relaciones desiguales, los que superan por sus 

riquezas, o por cualquiera otra circunstancia análoga, se imaginan que 

no tienen obligación de amar, y que por lo contrario deben ser amados 

por sus amigos que son mas pobres que ellos. Sin embargo, amar vale 

más que ser amado, porque amar es un acto de placer y un bien, 

mientras que, por mucho que uno sea amado, no resulta de esto ningún 

acto de parte del ser amado. Esto es a la manera que vale más conocer 

que ser conocido; ser conocido, ser amado, lo mismo puede decirse de 

los seres inanimados, mientras que conocer y amar pertenece 

exclusivamente a los seres animados. Hacer bien vale más que no 

hacerle; el que ama hace el bien en el hecho mismo de amar; el que es 

amado, en el hecho mismo de ser amado no hace nada. En general los 

hombres, por una especie de ambición, quieren más ser amados que 

amar, porque en cierta manera es una situación más ventajosa la del 

que es amado. El que es amado siempre tiene superioridad sobre el 

otro, Vi por el placer que proporciona, ya por su riqueza, ya por su 

virtud, y el ambicioso lo que quiere es la superioridad. Ahora bien, los 

que presumen esta superioridad creen que no deben amar, y que en el 

hecho mismo de ser superiores, compensan con esta cualidad a los que 

los aman; y como éstos son inferiores a ellos, suponen que deben ser 

amados y no amar. Por lo contrario, el que tiene necesidad y ha 

menester de fortuna, o de placer, o de virtud, admira al que le lleva

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112 

todas estas ventajas, y le ama por las cosas que obtiene o espera 

obtener de él. 

También puede decirse que todas estas amistades nacen de la 

simpatía, en el sentido de que uno se siente benévolo para con otro y se 

desea para él el bien. Pero la amistad, que se forma así, no reúne 

siempre todas las condiciones que se requieren, y muchas veces, 

queriendo bien a uno, se desea sin embargo vivir con otro. ¿Son éstas, 

por lo demás, las afecciones y los sentimientos de la amistad ordinaria 

o sólo están reservadas a la amistad completa que se funda en la 

virtud? Todas las condiciones se encuentran reunidas en esta noble 

amistad. En primer lugar no se desea, vivir con otro amigo que no sea 

éste, puesto que lo útil, lo agradable y la virtud se encuentran reunidos 

en el hombre de bien. Además, queremos el bien para él, con 

preferencia a cualquiera otro, y deseamos vivir y vivir dichosos con él 

más que con ningún otro hombre. 

Con motivo de lo que va dicho puede suscitarse la cuestión de si 

es o no posible que uno se tenga amistad a sí mismo. La dejaremos 

aparte por el momento, y más tarde volveremos a ella. Todo lo 

queremos para nosotros, y desde luego queremos vivir con nosotros 

mismos, lo cual puede ¿decirse que es una necesidad de nuestra 

naturaleza; y no podemos desear con mayor ardor la felicidad, la vida y 

la buena suerte para ningún otro con preferencia a nosotros mismos. 

Por otra parte, simpatizamos principalmente con nuestros propios 

sufrimientos. El menor contratiempo, el más pequeño accidente de esta 

clase, nos arranca en el momento gritos de dolor. Todos estos motivos 

podrían hacernos creer que es posible la amistad para con uno mismo. 

Por lo demás, todas estas expresiones, simpatía, benevolencia y otras 

de la misma clase, sólo tienen sentido si se las refiere, ya a la amistad 

que sentimos para con nosotros mismos, ya a la amistad perfecta, 

porque todos estos caracteres se encuentran igualmente en las dos. 

Vivir juntos, desearse una larga existencia y una existencia dichosa, 

son cosas que se encuentran igualmente en la una y en la otra. 

Podría creerse, igualmente, que la amistad debe encontrarse 

donde quiera que se encuentran el derecho y la justicia, y que tantas

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113 

cuantas especies haya de justicia y de derechos, otras tantas debe de 

haber de amistad. Y así habría una justicia y un derecho para el 

extranjero respecto del ciudadano que lo hospeda, para el esclavo 

respecto de su dueño, para el ciudadano respecto del ciudadano, para el 

hijo respecto del padre, para el marido de la mujer; asociaciones o 

amistades a que se reducen en el fondo todas las demás que pueden 

imaginarse. Añadamos que la más sólida de las amistades es la que 

contraen los huéspedes por que no puede haber entre ellos un objeto 

común que provoque rivalidades como puede suceder entre los 

ciudadanos; pues cuando luchan unos con otros para saber quienes han 

de quedar encima, es imposible que permanezcan por mucho tiempo 

amigos. 

Ahora podemos tocar la cuestión de si es o no posible que uno se 

tenga amistad a sí mismo. Evidentemente, como ya dijimos poco antes, 

la amistad se reconoce en los pormenores cuyo con conjunto la 

constituyen; y bien, tratándose de nosotros mismos, podemos mostrarla 

mejor en los más minuciosos detalles. Para nosotros mismos, 

principalmente, podemos querer el bien, desear una larga vida, y una 

vida dichosa; nos somos simpáticos sobre todo a nosotros mismos, y 

sobre todo queremos vivir con nosotros mismos. Por consiguiente, si la 

amistad se reconoce mediante todas estas señales, y si efectivamente 

queremos para nosotros todas estas condiciones particulares de la 

amistad, evidentemente debe concluirse de aquí que es posible tener 

amistad para sí mismo, así como hemos dicho que es posible ser 

injusto consigo mismo. Pero como en la injusticia hay siempre dos 

individuos, uno que la comete y otro que la padece, y uno mismo es 

siempre necesariamente uno solo, por este motivo parecía que no podía 

darse la injusticia de uno para consigo mismo. La hay, sin embargo, 

como lo hemos hecho ver al analizar las diversas partes del alma, pues 

que hemos demostrado que la injusticia, la para consigo mismo puede 

tener lugar cuando las diferentes partes del alma no están de acuerdo 

entre sí. Una explicación análoga podría aplicarse a la amistad para 

consigo mismo. En efecto, como ya hemos indicado, cuando queremos 

expresar a uno de nuestros amigos que es nuestro amigo íntimo,

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114 

decimos: "mi alma y la tuya no forman más que una" y puesto que el 

alma tiene muchas partes, sólo será una cuando la razón y las pasiones 

que la llenan estén en completo acuerdo. Gracias a esta armonía, el 

alma será una realmente; y cuando el alma haya llegado a esta 

profunda unidad, será cuando pueda existir la amistad para uno mismo 

Por lo menos clase de amistad reinará en el hombre virtuoso, porque 

sólo en él las diversas partes del alma están de acuerdo y no se dividen, 

mientras  que el hombre malo jamás es amigo de sí mismo, y sin cesar 

se, combate a si propio. Y así el intemperante, cuando ha cometido 

alguna falta, arrastrado por el placer, no tarda en arrepentirse y 

maldecirse a sí mismo; todos los demás vicios turban igualmente el 

corazón del hombre malo, y él es siempre su primer adversario y su 

propio enemigo.

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115 

CAPITULO XIV 

DE LOS LAZOS DE LA SANGRE. -DE LA 

BENEVOLENCIA Y DE LA CONCORDIA 

Es muy posible que la amistad exista en la igualdad lo mismo que 

en la desigualdad; me refiero, por ejemplo, a esta relación en que dos 

compañeros de edad aparecen iguales por el número y el valor de los 

bienes con que cuentan. El uno no merece tener más que el otro, ni por 

el número de sus condiciones, ni por importancia o magnitud de las 

mismas; su parte debe ser perfectamente igual, y los compañeros 

quieren ser siempre iguales en todos conceptos. 

Pero hay una amistad, una relación, en la desigualdad, que es la 

que une al padre con el hijo, al soberano con el súbdito, al superior con 

el inferior, al marido con la mujer y, en general, que existe respecto de 

todos los seres entre quienes se da relación de superior a subordinado. 

Por lo demás, esta amistad en la desigualdad es en estos casos 

completamente conforme a la razón. Si hay algún bien que repartir, no 

se dará una parte, igual al mejor y al peor, sino que se dará siempre 

más al ser superior. 

Esto es lo que se llama igualdad de relación, igualdad proporcional, 

porque el inferior, recibiendo una parte menos buena, es igual, puede 

decirse, al superior que recibe una mejor que la de aquel . 

De todas las especies de amistad o de amor de que se ha hablado 

hasta ahora, la más tierna es la que resulta de los lazos de la sangre, 

particularmente el amor del padre para el hijo. Mas ¿por qué padre ama 

al hijo más que el hijo al padre? ¿Es acaso, como se ha dicho, no sin 

razón a juicio del vulgo, porque el padre ha prestado en cierta manera 

servicios a su hijo y el hijo le debe reconocimiento por los beneficios 

que de él ha recibido? La explicación de esta diferencia de afecto 

podría encontrarse en lo que hemos dicho de la amistad por interés; y 

lo que según nosotros acontece con las ciencias, podría muy bien 

reproducirse aquí. Quiero decir que hay ciencias, por ejemplo, en las 

que el fin y el acto son una sola y misma cosa, no habiendo fin fuera

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116 

del acto mismo. Y así, para el tocador de flauta el acto y el fin son 

idénticos, porque tocar la flauta, para él es el acto que ejecuta y el fin 

que se propone. Pero no sucede lo mismo en la ciencia de la 

arquitectura, porque el fin difiere del acto. En igual forma, la amistad 

es una especie de acto; para ella no hay otro fin que el acto mismo de 

amar, y la amistad es precisamente este fin. El padre, pues, en cierta 

manera, obra más en punto a amar, porque el hijo es obra suya. Esto es 

lo mismo que se observa en otras muchas cosa; siempre es uno 

benévolo con la obra que uno mismo ha ejecutado. El padre puede 

decirse que es benévolo con un hijo, que es obra suya, y su cariño es 

sostenido a la vez por el recuerdo y por la esperanza, y he aquí por qué 

el padre ama más a su hijo que el hijo al padre. 

Es preciso examinar todas las demás amistades, que se honran 

con este nombre y que al parecer lo merecen, para ver si son 

verdaderas amistades; por ejemplo, si la benevolencia, que parece ser 

también amistad, lo es realmente. Absolutamente hablando, la 

benevolencia no debería ser considerada como amistad. Muchas veces 

nos basta haber visto a alguno o haber oído referir alguna bondad suya, 

para ser benévolo con él. ¿Somos por esto sus amigos? Si alguno, 

como puede bien suceder, se siente benévolo para con Darío, que vive 

entre los persas, no por sólo esto puede decirse que en el mismo acto 

dispensa su amistad. Todo lo que puede decirse es que la benevolencia 

a veces es el comienzo de la amistad. La benevolencia puede 

convertirse en verdadera amistad, si se tiene además el deseo de hacer 

todo el bien que se pueda, cuando llegue la ocasión, a aquel que inspira 

esta benevolencia espontánea. La benevolencia nace del corazón y se 

dirige al corazón de un ser moral. Jamás se dirá que es uno benévolo 

para el vino o cualquiera otra cosa inanimada, por buena y agradable 

que sea. Pero hay benevolencia para aquel en quien se reconoce un 

corazón honrado. Como la benevolencia no existe sin algo de amistad 

y se aplica al mismo ser, por esto se le toma muchas veces por una 

amistad verdadera. 

La concordia, el acuerdo de sentimientos, se aproxima mucho a la 

amistad, si se toma el término concordia en su verdadero sentido.

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117 

¿Porque uno admita las mismas hipótesis que Empédocles y crea 

respecto de los elementos de la naturaleza lo que él cree, puede decirse 

por esto que hay concordia entre aquél y Empédocles? Y lo mismo 

puede decirse de cualquiera otra suposición que se haga. Desde luego 

no hay concordia en las cosas del pensamiento, sólo las hay en las 

cosas que tocan a la acción; y aun éstas no hay concordia en tanto que 

se está de acuerdo en pensar una misma cosa, sino en tanto que, 

pensando la misma cosa, se toma la misma resolución sobre las cosas 

en que se piensa. Si por ejemplo, dos personas piensan a la vez en 

poseer el poder, la una para sí sola y la otra también para sí sola, 

¿puede decirse, en este caso, que hay concordia entre estas dos 

personas? Sólo hay concordia si yo quiero mandar y el otro consiente 

en que Io mande. Por lo tanto, la concordia tiene lugar en las cosas de 

hacer, cuando ambos interesados quieren la misma cosa; y la 

concordia, propiamente dicha, se aplica al consentimiento en que se 

nombre un mismo jefe para llevar a cabo una cosa que todos quieren 

realizar.

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118 

CAPITULO XV 

DEL EGOÍSMO 

Como el individuo puede sentir, según hemos demostrado, afecto 

y amistad por sí mismo, se ha preguntado lo siguiente: el hombre 

virtuoso, ¿se amará o no a sí mismo? ¿Será egoísta? El egoísta es el 

que lo hace todo en consideración a sí mismo, en las cosas que le 

pueden ser útiles. El malo es egoísta, porque todo lo hace 

absolutamente para sí mismo. Pero el hombre honrado, el hombre de 

bien, no puede ser egoísta, pues precisamente es hombre de bien 

porque obra en interés de los demás, y por tanto no puede tener 

egoísmos. Pero todos los hombres se precipitan hacia el bien que 

desean, y no hay uno que no crea que a él tocan en primer lugar tales 

bienes. Esto se ve con plena evidencia con respeto a la riqueza y al 

poder. Pero el hombre de bien se alejará dé, estos, bienes para dejarlos 

a otro,  no porque crea que no le corresponden, sino porque se retira 

tan pronto como ve que otros podrán hacer de ellos mejor uso que él 

mismo haría. En cuanto al resto de las hombres, son incapaces de este 

sacrificio: primero, por ignorancia, porque no creen que puedan 

emplear mal estos bienes que codician; y en segundo lugar, por 

ambición de dominar. Con respecto al hombre de bien, como no 

experimenta ninguno de estos deseos, no será egoísta tocante a esta 

clase de bienes. Si lo es por casualidad, lo será solamente en punto a 

virtud y a bellas acciones. He aquí lo único en que no cedería jamás a 

nadie, pero cederá sin dificultad al que quiere las cosas que sólo son 

útiles y agradables. Será, pues, egoísta guardando exclusivamente para 

sí todos los actos de la virtud; pero será absolutamente extraño a ese 

egoísmo que va unido a las cosas agradables o útiles; este egoísmo 

queda reservado para el hombre malo.

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119 

CAPÍTULO XVI 

DEL EGOÍSMO DEL HOMBRE DE BIEN 

¿El hombre virtuoso deberá amarse a sí mismo por encima de 

todas las cosas? En un sentido, será él mismo lo que más ame, y en 

otro sentido no lo será. Puede recordarse lo que acabamos de decir; a 

saber, que el hombre de bien cederá siempre a su amigo los bienes que 

sólo son útiles, y desde este punto de vista amará a su amigo más que 

se ama a sí mismo. Sí, ciertamente, pero se entiende que hace estas 

concesiones a condición de que al ceder a su amigo los bienes 

vulgares, guardará para sí la belleza y la bondad. Y así en este sentido 

ama más a su amigo, pero en un sentido diferente él se ama sobre todo 

a sí mismo. Prefiere a su amigo, cuando sólo se trata de lo útil; pero se 

prefiere sobre todo a sí mismo, cuando se trata del bien y de lo bello, y 

se atribuye exclusivamente estas cosas, que son las más hermosas de 

todo. Es amigo del bien mucho más que amigo de sí mismo, y no se 

ama personalmente, sino porque es bueno. En cuanto al hombre malo, 

es puramente egoísta; no tiene motivo para amarse a sí mismo; por 

ejemplo, no puede amarse como una cosa buena; pero sin ninguna de 

estas condiciones se ama a sí mismo en tanto que él es él, y podemos 

decir que esto es ser un verdadero egoísta.

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120 

CAPÍTULO XVII 

DE LA INDEPENDENCIA 

Después de lo que precede es natural hablar de la independencia, 

que se  basta completamente a sí misma, y del hombre independiente. 

¿El hombre independiente tiene necesidad de la amistad? ¿O bien 

permanecerá independiente, y se bastará a sí mismo, aun respecto de 

estas dulces afecciones, pasando sin ellas? Los poetas, al parecer así lo 

dicen: 

Cuando el cielo os sostiene, ¿qué necesidad tenéis de amigos?, De 

aquí nace la cuestión que se acaba de promover: el que tiene todos los 

bienes en abundancia y se basta a sí mismo completamente, ¿tiene 

necesidad de un amigo? ¿O más bien es entonces cuando se deben 

tener amigos? ¿A quien hará sino bien? ¿Con quién vivirá, puesto que 

en verdad no ha de vivir completamente solo? Pero si hay necesidad de 

estas afecciones, y si no son posibles sin la amistad, el hombre 

independiente, aun bastándose a sí mismo, tiene todavía necesidad de 

amar. La comparación que se ha tomado de la divinidad, y que se 

repite muchas veces no es siempre muy justa en cuanto a Dios, ni de 

muy útil aplicación en cuanto a nosotros. De que Dios sea 

independiente y no tenga necesidad de cosa alguna, no se deduce que 

nosotros no necesitemos de nada. He aquí el razonamiento que se hace 

más de una vez sobre Dios. Si Dios, se dice, posee todos los bienes y 

es soberanamente independiente, ¿qué hará? Seguramente no 

dominará; contemplará las cosas, se responde, porque la contemplación 

es lo más elevado que existe y lo más propio de la naturaleza divina. 

Pero, pregunto, ¿qué podrá contemplar? Si contempla alguna cosa que 

no sea él mismo, esta cosa será mejor que él; pero es una impiedad 

absurda creer que haya en el universo algo superior a Dios; luego Dios 

se contemplará a sí mismo. Pero esto no es menos absurdo, porque 

echamos en cara al hombre que se contempla a sí mismo la 

impasibilidad a que se condena; y por consiguiente, se dice, el Dios 

que se contempla a sí mismo es un Dios absurdo.

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121 

Dejemos aparte la cuestión de saber lo que Dios contempla. Aquí 

nos ocupamos, no de la independencia de Dios, sino de la 

independencia del hombre, y preguntamos otra vez si el hombre que en 

su independencia se basta a sí mismo tendrá necesidad de la amistad. 

Si uno estudia a su amigo y se pregunta lo que es, lo que es 

verdaderamente el amigo, se dirá: "Mi amigo es otro yo"; y para 

expresar que se le ama con ardor, se repetirá con el proverbio: "Es otro 

Hércules; es otro yo". Nada más difícil como han dicho algunos sabios, 

y al mismo tiempo más dulce que el conocerse a sí mismo, porque ¡que 

encanto hay en conocerse! Pero no podemos vernos partiendo de 

nosotros mismos, y lo que prueba bien nuestra completa impotencia a 

este respecto es que reprobamos muchas veces en los demás lo que 

hacemos nosotros personalmente. Nuestro error nace, ya de la 

benevolencia natural que siempre se tiene para consigo mismo, ya de la 

pasión que nos ciega; y en los más de nosotros esto es lo que oscurece 

y falsea nuestro juicio. Así como cuando queremos ver nuestro propio 

semblante nos miramos en un espejo, así cuando queremos conocernos 

sinceramente, es preciso mirar a nuestro amigo, en el cual podemos 

vernos perfectamente, porque mi amigo, repito, es otro yo. Si es tan 

grato conocerse a sí mismo, y si no se puede con esto sin otro, que sea 

vuestro amigo, el hombre independiente tendrá cuando menos 

necesidad de la amistad para conocerse a sí mismo. Además, si es una 

cosa hermosa, como en efecto lo es, derramar en tomo suyo los bienes 

de la fortuna que se poseen, se puede preguntar: careciendo de amigo, 

¿a quién podrá el hombre independiente hacer bien? ¿Con quién 

vivirá? Ciertamente no vivirá solo, porque vivir con otros seres 

semejantes a él es, a la vez, un placer y una necesidad. Si todas estas 

cosas son a la par bellas, agradables y necesarias, y si para tenerlas es 

indispensable la amistad, se sigue de aquí que el hombre 

independiente, por mucho que lo sea, tiene necesidad de la amistad.

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122 

CAPÍTULO XVIII 

DEL NUMERO DE AMIGOS QUE SE DEBE TENER 

Otra cuestión: ¿es preciso tener muchos o pocos amigos? No es 

preciso tener siempre ni muchos ni pocos amigos. Cuando se tienen 

muchos, es embarazoso repartir su afección entre todos ellos. En esta 

relación, como en todas las demás cosas, nuestra naturaleza, que es tan 

débil tiene dificultad en extenderse a muchos objetos. Nuestra vista 

sólo abraza un pequeño número de cosas, y si el objeto está más 

distante de lo que conviene, se escapa a nuestra mirada por la 

impotencia de nuestra organización; y la misma debilidad se advierte 

con respecto al oído y demás sentidos. Luego, si uno se incapacita para 

amar lo que debe amar, se le puede hacer por ello justos cargos, y se 

cesa de ser amigo desde el momento en que sólo se ama de palabra, 

porque no es esto lo que exige la amistad. Además, si los amigos son 

muy numerosos, no se podrá evitar el vivir en un continuo tormento. 

Tratándose de un número tan crecido de personas, es probable que 

siempre haya alguna víctima de esta o aquella desgracia, y estos 

dolores continuos de vuestras amigos no pueden ocurrir sin afligiros 

necesariamente. Por lo demás, no convendrá tampoco tener pocos 

amigos, uno o dos, por ejemplo; es preciso tener un número 

conveniente de ellos, según las ocasiones y según el grado de afección 

que se les haya de tener.

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123 

CAPITULO XIX 

DEL MODO DE CONDUCIRSE CON EL AMIGO DE 

QUIEN HAY MOTIVO PARA QUEJARSE 

Ahora conviene indagar cómo debemos conducirnos con un 

amigo de quien hay motivo para quejarse. Este estudio, ya lo sé, no 

puede aplicarse a todas las amistades sin excepción, pero puede ser útil 

en las relaciones en que los amigos pueden dirigirse recriminaciones. 

No en todas las relaciones de afección puede haber querellas; por, 

ejemplo, no pueden hacerse cargos de padre a hijo, como se hacen en 

otras relaciones, como podéis hacérmelos a mí y yo a mi vez hacéroslo 

a vos; o de lo contrario, serían cargos horribles. La igualdad no debe 

existir entre amigos desiguales; pero la amistad, la afección entre padre 

e hijo es desigual, como la de la mujer al marido, del esclavo al señor, 

y en general del inferior al superior. Entre ellos no habrá, pues, lugar a 

estos cargos de que aquí hablamos. Pero entre amigos iguales, y en la 

amistad fundada sobre la igualdad, pueden tener lugar estas 

recriminaciones y estas quejas. Por consiguiente, importa saber lo que 

debe hacerse con el amigo en la amistad fundada en la igualdad, 

cuando se cree que hay motivo para quejarse de él. 

FIN DE LA GRAN MORAL

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124 

MORAL A EUDEMO 

LIBRO PRIMERO 

DE LA FELICIDAD 

CAPITULO PRIMERO 

DE LAS CAUSAS DE LA FELICIDAD 

El moralista que en Delos grabó su pensamiento y le puso bajo la 

protección de Dios, escribió los dos versos siguientes sobre el pórtico 

del templo de Latona, considerando sin duda el conjunto de todas las 

condiciones que un hombre solo no puede reunir completamente: lo 

bueno, lo bello y lo agradable: 

"Lo justo es lo más bello; la salud lo mejor; obtener lo que se ama 

es lo más grato al corazón." 

No compartimos por completo la idea expresada en esta 

inscripción, pues en nuestra opinión, la felicidad, que es la más bella y 

la mejor de las cosas, es, a la vez, la más agradable y la mas dulce. 

Entre las numerosas consideraciones a que cada especie de cosas y 

cada naturaleza de objetos pueden dar lugar, y que reclaman un serio 

examen, unas sólo tienden a conocer la cosa de que uno se ocupa, y 

otras tienden además a poseerla y hacer de ella todas las aplicaciones 

posibles. En cuanto a las cuestiones que en estos estudios filosóficos 

tienen un carácter puramente teórico, las trataremos según se vaya 

presentando la ocasión y desde el punto de vista especial de esta obra. 

Ante todo indagaremos en qué consiste la felicidad y por qué 

medios se la puede adquirir. Nos preguntaremos si todos aquellos a 

quienes se da este sobrenombre de dichosos lo son como mero efecto 

de la naturaleza, a manera que son grandes o pequeños o que difieren 

por el semblante y la tez; o si son dichosos merced a la enseñanza de 

cierta ciencia, que sería la de la felicidad; o si acaso lo deben a una 

especie de práctica y de ejercicio, porque hay una multitud de

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125 

cualidades diversas que no las deben los hombres ni a la naturaleza ni 

al estudio, y que sólo se adquieren por el simple hábito; las cuales son 

malas cuando proceden de malos hábitos y buenas cuando los contraen 

buenos. En fin, indagaremos si, en el supuesto de ser falsas todas estas 

explicaciones, la felicidad es resultado sólo de una de estas dos causas: 

o procede del favor de los dioses que nos la conceden, a manera que 

inspiran a los hombres que se sientan movidos por una pasión divina y 

abrasados en entusiasmo bajo el influjo de algún genio, o bien procede 

del azar, porque hay muchos que confunden la felicidad y la fortuna. 

Debe verse sin dificultad que la felicidad en la vida humana es 

debida a todos estos elementos reunidos, o a algunos de ellos, o por lo 

menos a uno solo. La generación de todas las cosas procede, con poca 

diferencia, de estos diversos principios, y así se pueden asimilar todos 

estos actos que se derivan de la reflexión a los actos  que proceden de 

la ciencia. La felicidad, o en otros términos, una existencia dichosa y 

bella, consiste sobre todo en tres cosas, que son, al parecer, las más 

apetecibles de todas, porque el mayor de todos los bienes, según unos, 

es la prudencia; según otros, es la virtud; y en fin, según algunos, es el 

placer. Y así, se discute sobre la parte con que contribuye cada uno de 

estos elementos a labrar la felicidad, según se cree que uno de ellos es 

más influyente que los demás. Unos pretenden que la prudencia es un 

bien más grande que la virtud; otros, por lo contrario, creen que la 

virtud es superior a la prudencia; y otros, que el placer está muy por 

encima de los otros dos; por consiguiente, unos estiman que la 

felicidad se compone de la reunión de todas estas condiciones; otros, 

que bastan dos de ellas; y otros se contentan con una sola.

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126 

CAPÍTULO II 

DE LOS MEDIOS DE PROCURARSE LA 

FELICIDAD 

Fijándose en uno de estos puntos de vista es cómo el hombre, que 

puede vivir conforme a su libre voluntad, debe, para conducirse bien en 

la vida, proponerse un objeto especial, como el honor, la gloria, la 

riqueza o la ciencia; y fijas sus miradas en el objeto que ha escogido, 

debe referir a él todas las acciones que ejecuta, porque es una señal de 

extravío mental el no haber ordenado su existencia según un plan 

regular y constante. También es un punto capital el darse uno razón a sí 

mismo, sin precipitación y sin negligencia, de cuál de estos bienes 

humanos hace consistir la felicidad, y cuáles son las condiciones que 

nos parecen absolutamente indispensables para que la felicidad sea 

posible. Importa no confundir, por ejemplo, la salud y las cosas sin las 

cuales la salud no podría existir. Lo mismo aquí que en una multitud de 

casos no debe confundirse la felicidad con las cosas sin las cuales no 

puede ser uno dichoso. Entre estas condiciones hay algunas que no son 

especiales a la salud como tampoco lo son a la vida dichosa, sino que 

son hasta cierto punto comunes a todas las maneras de ser, a todos los 

actos sin excepción. Es demasiado claro que sin las funciones 

orgánicas de respirar, de velar, de movernos, no podríamos sentir ni el 

bien ni el mal. Al lado de estas condiciones generales hay otras, que 

son especiales a cada clase de objetos y que importa no desconocer. 

Volviendo, por ejemplo, a la salud, las funciones que acabo de citar 

son mucho más esenciales que la condición de comer y de pasearse 

después de comer. 

Por esta causa se suscitan tantas cuestiones sobre la felicidad, y se 

pregunta qué es y cómo se la puede obtener con seguridad, porque hay 

personas que consideran como partes constitutivas de  la felicidad las 

cosas sin las cuales ella sería imposible.

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127 

CAPÍTULO III 

EXAMEN DE LAS TEORÍAS ANTERIORMENTE 

EXPUESTAS 

Sería bien inútil examinar una a una todas las opiniones emitidas 

sobre esta materia. Las ideas que pasan por la cabeza de los niños, de 

los enfermos y de los hombres perversos, no merecen parar la atención 

de un espíritu serio, ni que discurramos sobre ellas. A los unos sólo 

faltan algunos años más para que cambien y maduren; los demás tienen 

necesidad de los auxilios de la medicina o de la política que los cure o 

los castigue, porque la curación que proporcionan los castigos es un 

remedio tan eficaz como los de la medicina. Tampoco deben tomarse 

en cuenta en lo relativo a la felicidad las opiniones del vulgo. Éste 

habla de todo con igual ligereza, y particularmente de..., y sólo 

debemos ocuparnos de la opinión de los sabios. Sería una cosa mal 

hecha razonar con gentes que  no conocen la razón y que sólo escuchan 

la pasión que los domina. Por lo demás, como todo objeto de estudio 

suscita cuestiones que son enteramente especiales, y las hay también de 

esta clase en lo que tienen relación con la mejor vida que el hombre 

debe seguir y con la existencia que puede adoptar con preferencia a 

todas las demás, éstas son las opiniones que merecen un serio examen, 

porque los argumentos de los adversarios, cuando han sido refutados, 

son demostraciones de los juicios opuestos a los suyos. También es 

bueno no olvidar el fin a que principalmente debe tender todo este 

estudio, a saber, el de conocer los medios de asegurarse una existencia 

buena y bella, ya que no quiera decirse perfectamente dichosa, palabra 

que quizá parezca demasiado ambiciosa; y también el de satisfacer la 

aspiración, que puede abrigarse en todos los momentos de la vida, de 

sólo ejecutar cosas honestas. Si no se considera la felicidad sino como 

un resultado del azar o de la naturaleza, es preciso que los más de los 

hombres renuncien a ella, que entonces la adquisición de la felicidad 

no depende del esfuerzo del hombre, no nace de él, y no tiene por tanto 

necesidad de ocuparse de ella. Si, por el contrario, se admite que las

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128 

cualidades y los actos del individuo pueden decidir de su felicidad, 

entonces se hace ésta un bien más común entre los hombres, y hasta un 

bien más divino, porque será la recompensa de los esfuerzos que los 

individuos hayan hecho para adquirir ciertas cualidades y  el premio de 

las acciones que hubieren realizado con este fin.

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129 

CAPÍTULO IV 

DEFINICIÓN DE LA FELICIDAD 

La mayor parte de las dudas y de las cuestiones que aquí se 

promueven se verán claramente resueltas, si ante todo se define con 

precisión lo que debe entenderse por felicidad. ¿Consiste únicamente 

en cierta disposición del alma, como lo han creído algunos sabios y 

algunos filósofos antiguos? ¿O bien no basta que el individuo esté 

moralmente constituido de cierta manera sino que necesitará más bien 

ejecutar acciones de cierta especie? Entre los diversos géneros de vida 

o de existencia hay unos que nada tienen que ver con esta cuestión de 

la felicidad, y que ni aspiran a ella. Se practican sólo porque responden 

a necesidades absolutamente precisas; me refiero, por ejemplo, a todas 

esas existencias consagradas a las artes de lujo, a las artes que 

únicamente se ocupan en amontonar dinero, y a las industriales. Llamo 

artes de lujo e inútiles a las que sólo sirven para alimentar la vanidad. 

Llamo industriales a los oficios de los operarios que son sedentarios y 

viven de los salarios que ganan. En fin, las artes de lucro y de ganancia 

son las relativas a las compras y ventas en las tiendas y en los 

mercados. Así como hemos indicado tres elementos de felicidad y 

señalado más arriba estos tres bienes como los más grandes de todos 

para el hombre, la virtud, la prudencia y el placer, así vemos también 

que hay tres géneros de vida, entre los que cada cual prefiere uno tan 

pronto como puede elegir libremente; la vida política, la vida filosófica 

y la vida del placer y del goce. La vida filosófica sólo se tan pronto 

como puede elegir libremente: la vida política, la vida política a las 

acciones bellas y gloriosas, y entiendo por tales las que proceden de la 

virtud; en fin, la vida del goce es la que consiste en entregarse por 

entero a los placeres del cuerpo. Esto nos permite comprender por qué 

hay, como ya he dicho, tantas diferencias en las ideas que se forman 

acerca de la felicidad. Preguntaron a Anaxágoras de Clazamones cuál 

era, en su opinión, el hombre más dichoso: "No es ninguno de los que 

suponéis –respondió -: el que es, en mi opinión, el más dichoso de los

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130 

hombres os parecería, probablemente, un hombre bien extraño". El 

sabio respondió así, porque vio claramente que su interlocutor no podía 

imaginarse que se pudiera dar el nombre de dichoso al que no fuera, 

por lo menos, un hombre poderoso, rico o hermoso. En cuanto a su 

juicio, creía quizá que el hombre que realiza con pureza y sin trabajo 

todos los deberes de la justicia, o que puede elevarse hasta la 

contemplación divina, es todo lo dichoso que consiente la condición 

humana.

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CAPÍTULO V 

EXAMEN DE VARIAS OPINIONES ACERCA DE LA 

FELICIDAD 

Hay una infinidad de cosas que es muy difícil juzgar con acierto. 

Mas hay una cuestión respecto de la que parece ser muy difícil formar 

opinión y que está al alcance de todos, que es la de saber cuál es el bien 

que debe escogerse en la vida, y cuya posesión llenaría todas nuestras 

as aspiraciones. Hay mil accidentes que pueden comprometer la vida 

del hombre, como las enfermedades, los dolores, la intemperie de las 

estaciones, y, por consiguiente, si desde el principio se pudiera 

escoger, evitaríamos, indudablemente, todas estas pruebas. Añadid a 

esto la vida que el hombre pasa mientras está en la infancia, y 

preguntad si hay un ser racional que quiera pasar una segunda vez por 

semejante situación. Hay muchas cosas que no producen placer ni 

dolor, o que, si proporcionan placer es un placer vergonzoso, y tal, que 

valdría más no existir que vivir para experimentarlo. En una palabra, si 

se reuniese todo lo que los hombres hacen, y todo lo que padecen sin 

que su voluntad tenga en ello participación, ni pueda proponerse con 

ello un fin preciso, y a esto se añadiese una duración infinita de tiempo, 

no hay uno que para tan poca cosa prefiera vivir a no vivir. El solo 

placer de comer, y aun los del amor, con exclusión de todos  que el 

conocimiento de las cosas y las percepciones de la vista o de los demás 

sentidos pueden procurar al hombre, no bastarían para que prefiera la 

vida nadie que no estuviera absolutamente embrutecido y degradado. 

Es cierto que si se hiciera tan innoble elección no habría ninguna 

diferencia entre un bruto y un hombre, y el buey que se adora tan 

devotamente en Egipto, bajo el nombre de Apis, tiene todos estos 

bienes con más abundancia y goza mejor de ellos que ningún monarca 

del mundo. En igual forma no podría quererse la vida por el simple 

plarer de dormir, porque decidme: ¿Qué diferencia hay entre dormir 

desde el primer día hasta el último durante miles de años, y vivir como 

una planta? Las plantas sólo tienen esta existencia inferior, la misma

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132 

que tienen los niños en el claustro materno; porque desde el momento 

que son concebidos en las entrañas de su madre permanecen allí en un 

perpetuo sueño. 

Todo esto nos prueba, evidentemente, nuestra ignorancia y 

nuestro embarazo, cuando tratamos de saber qué felicidad y qué bien 

real hay en la vida. Se cuenta que Anaxágoras, como le propusieran 

todas estas dudas y le preguntaran por qué el hombre prefería la 

existencia a la nada, respondió: "Es para poder contemplar los cielos y 

orden admirable del universo." El filósofo creía que el hombre obraba 

bien al preferir la vida teniendo tan sólo en cuenta la ciencia que se 

puede adquirir durante elle. Pero todos los que admiran la felicidad de 

un Sardanápalo, de un Smindiride el Sibarita, o cualquier otro 

personaje famoso que no ha buscado en la vida otra cosa que continuas 

delicias, colocan la felicidad únicamente en los goces. Hay otros que 

no dan la preferencia a los placeres del pensamiento y de la sabiduría, 

ni a los del cuerpo, sobre las acciones generosas que inspira la virtud; y 

se ve a algunos intentarlas con ardor, no sólo cuando pueden 

proporcionar la gloria, sino también en los casos en que nada pueden 

influir en su reputación. Pero en cuanto a los hombres de Estado 

consagrados a la política, los más de ellos no merecen verdaderamente 

el nombre que se les da, no son realmente políticos, porque el 

verdadero político sólo busca las acciones bellas por sí mismas, 

mientras que el vulgo de los hombres de Estado sólo abrazan este 

género de vida por codicia o por ambición. 

Se ve, pues, conforme a lo que se acaba de decir, que, en general, 

los hombres reducen la felicidad a tres géneros de vida: la vida política, 

la vida filosófica y la vida de goces. En cuanto al placer relativo al 

cuerpo y a los goces que él procura, se sabe sobradamente lo que es, 

como y por qué medios se produce. Por consiguiente, es inútil indagar 

lo que son estos placeres corporales. Pero puede preguntarse con algún 

interés si contribuyen o no a la felicidad y cómo contribuyen. 

Admitiendo que hayan de mezclarse en la vida algunos placeres 

honestos, se puede preguntar si son éstos los que habrán de mezclarse: 

y si es una necesidad inevitable aceptarlos en cualquier otro concepto,

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133 

o bien si hay aún otros placeres que puedan mirarse con razón como un 

elemento de felicidad, y que procuren goces positivos a la vida, sin 

limitarse a descartar de ella el dolor. 

Estas cuestiones las reservaremos para más tarde. 

Estudiemos, por lo pronto, la virtud y la prudencia, y digamos 

cuál es la naturaleza de ambas. Examinaremos si ellas son elementos 

esenciales de la vida buena y honrada, directamente por si mismas o 

por los actos que obligan a ejecutar, puesto que se las considera 

siempre como elementos componentes de la felicidad, y si no es ésta la 

opinión de todos los hombres sin excepción, es, por lo menos, la de 

todos los que son dignos de alguna estima. El viejo Sócrates creía que 

el fin supremo del hombre era conocer la virtud, y consagraba sus 

esfuerzos a indagar lo que son la justicia, el valor y cada una de las 

partes que constituyen el conjunto de la virtud. Desde su punto de vista 

tenía razón, puesto que creía que todas las virtudes eran ciencias, y que 

se debía en el mismo acto conocer la justicia y ser justo, en la misma 

forma que aprendemos la arquitectura o la geometría, y en el mismo 

acto somos arquitectos o geómetras. Estudiaba la naturaleza de la 

virtud sin cuidarse de cómo se adquiere ni de qué elementos 

verdaderos se forma. Esto se verifica, en efecto, en todas las ciencias 

puramente teóricas. La astronomía, la ciencia de la naturaleza,  la 

geometría, no tienen absolutamente otro fin que conocer y observar la 

naturaleza de los objetos especiales de que se ocupan estas ciencias, lo 

cual no impide que estas ciencias, indirectamente, puedan sernos útiles 

para una infinidad de necesidades. Pero en las ciencias productivas y 

de aplicación, el fin a que se dirigen es diferente de la ciencia y del 

simple  conocimiento que ésta da. Por ejemplo, la salud, la curación, es 

el fin de la medicina; el orden garantizado por las leyes u otra cosa 

análoga es el fin de la política. Indudablemente, el puro conocimiento 

de las cosas bellas es muy bello por sí mismo; pero, respecto a la 

virtud, el punto esencial y más precioso no es conocer su naturaleza, 

sino saber de qué se compone y cómo se practica. No nos basta saber 

qué es el valor, sino que estamos obligados a ser valientes; ni lo que es 

la justicia, sino que debemos ser justos, a la manera que estamos

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obligados a mantener la salud más que a saber lo que ella es, y a poseer 

un buen temperamento mas que a saber lo que es uno bueno y robusto.

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CAPÍTULO VI 

DEL MÉTODO QUE DEBE SEGUIRSE EN ESTAS 

INDAGACIONES 

Debemos hacer un esfuerzo para encontrar, por medio de la teoría 

y del razonamiento, en todas estas cuestiones, la verdad, cuya 

demostración apoyaremos con el testimonio de los hechos y con 

ejemplos incontestables. Lo mejor sin contradicción sería dar 

soluciones que fueren adoptadas unánimemente; pero si no podemos 

obtener este asentimiento general, será preciso, por lo menos, presentar 

una opinión, a la que, poco a poco y con algunos intervalos, se sometan 

todos los hombres, porque todos tienen en sí mismos cierta tendencia 

natural y especial hacia la verdad, y, partiendo de estos principios, es 

cómo se hace indispensable demostrar a los hombres lo que se quiere 

que aprendan. Basta que las cosas sean verdaderas, aun cuando al 

pronto no sean claras, para que la claridad se produzca más tarde, a 

medida que se adelanta en la discusión, deduciendo siempre las ideas 

más conocidas de las que al principio habían sido expuestas 

confusamente. Pero en todas las materias las teorías tienen más o 

menos importancia, según que son filosóficas o no lo son. Por esta 

razón, ni aun en política debe mirarse como un estudio inútil el 

indagar, no sólo el hecho, sino también la causa, porque esta última 

indagación es esencialmente filosófica en todos los asuntos. Por lo 

demás, siempre es conveniente en este punto proceder con cierta 

reserva, porque hay gentes que, con el pretexto de que el filósofo no 

debe hablar jamás a la ligera, sino siempre con reflexión, no se 

percatan de que muchas veces se salen ellos fuera de la cuestión y se 

entregan a digresiones completamente vanas. Unas veces nace esto de 

pura ignorancia y otras de presunción, y hasta sucede que personas 

hábiles y muy capaces de obrar por sí mismas pasan por ignorantes y 

como si no tuvieran ni pudieran tener sobre la materia que se discute la 

menor idea fundamental ni práctica. La falta que cometen nace de que 

no son bastante instruidos, porque es una falta de instrucción en

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136 

cualquier materia no saber distinguir los razonamientos que realmente 

se refieren a ella de los que son extraños a la misma. Por otra parte, se 

obra perfectamente cuando se juzga con separación el razonamiento 

que intenta demostrar la causa y la cosa misma que se demuestra. El 

primer motivo es el que acabamos de decir: a saber, que no hay que 

fiarse sólo de la teoría y del razonamiento, pues muchas veces es 

preciso más bien tomar en cuenta los hechos. Pero en este caso se ve 

uno forzado a atenerse a lo que se os dice, porque no puede por sí 

mismo dar la solución que busca. En segundo lugar, sucede más de una 

vez que lo que parece demostrado por el simple razonamiento es 

verdadero, pero que, sin embargo, no lo es mediante la causa en que se 

apoya este razonamiento, porque se puede demostrar lo verdadero por 

lo falso, como puede verse en los Analíticos.

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CAPITULO VII 

DE LA FELICIDAD 

Sentados estos preliminares, comencemos, como suele decirse, 

por el principio; esto es, partamos, desde luego, de los datos que no 

tienen toda la exactitud apetecida, para llegar a saber con toda la 

claridad posible qué es la felicidad. 

Todos convienen generalmente en que la felicidad es el mayor y 

más precioso de los bienes a que puede aspirar el hombre. Cuando digo 

el hombre, entiendo que la felicidad también puede ser patrimonio de 

un ser superior a la humanidad, es decir, de Dios. Pero en cuanto a los 

demás animales, que son todos, ellos inferiores al hombre, no pueden 

ser comprendidos en esta designación ni recibir este nombre. No se 

dice que el caballo, el pájaro y el pez sean dichosos, como no lo son 

tampoco ninguno de estos seres que, como lo indica su mismo nombre, 

no tienen en su naturaleza algo de divino, aunque, por otro lado, viven 

mejor o peor, participando en cierta manera de los bienes esparcidos 

por el mundo. Después probaremos que así es la verdad; mas, por 

ahora, limitémonos a decir que hay ciertos bienes que el hombre puede 

adquirir y otros que le están prohibidos. Entendemos por esto que, así 

como hay ciertas cosa que no están sujetas al movimiento, hay también 

bienes que no es posible someterlos, y éstos son, quizá, los más 

preciosos de todos por su naturaleza. Hay, además, algunos de estos 

bienes que son accesibles sin duda, pero sólo a seres mejores que: 

nosotros. Cuando digo accesibles, practicables, estas palabras tienen 

dos sentidos; significan, a la vez, los objetos que constituyen el fin 

directo de nuestros esfuerzos y las cosas secundarias que caen dentro 

de nuestra acción en vista de estos objetos. Y así, la salud y la riqueza 

están colocadas en el número de las cosas accesibles al hombre, de las 

cosas que el hombre puede hacer, así como se comprenden también 

entre ellas todo lo que se hace para conseguir estos dos fines, a saber, 

los remedios y las especulaciones lucrativas de todos géneros. Luego,

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evidentemente, debe mirarse la felicidad como la cosa más excelente 

que es dado al hombre poder obtener.

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CAPÍTULO VIII 

DEL BIEN SUPREMO 

Es preciso, pues, examinar cuál es el bien supremo y ver los 

varios sentidos que puede darse a esta palabra. Se dice, por ejemplo, 

que el bien supremo, el mejor de todos los bienes, es el bien mismo, el 

bien en sí, y al bien en sí se atribuyen estas dos condiciones: la de ser 

el bien primordial, el primero de todos los bienes, y la de ser mediante 

su presencia causa de que las otras cosas se hagan también bienes. 

Tales son las dos condiciones que reúne la Idea del bien, y que son, 

repito, el ser el primero de los bienes y la causa de que las demás cosas 

sean bienes en diferentes grados. A la Idea, sobre todo, se debe el que 

el bien en sí, según se pretende, deba llamársele realmente el bien 

supremo y el primero de los bienes, porque si se llaman bienes a los 

demás bienes es únicamente porque se parecen y participan de esta 

Idea del bien en sí, y una vez destruida la Idea de que todo lo demás 

participa de esta Idea, y que sólo recibe un nombre a causa de esta 

participación. Se añade que este primer bien está con los demás bienes 

en la misma relación que está la Idea del bien con el bien mismo, con 

el bien en sí, y que esa Idea, como todas las demás, está separada de 

los objetos que participan de ella. Pero el examen profundo de esta 

opinión pertenece a otro tratado que necesariamente ha de ser mucho 

más teórico y más racional que éste, porque no hay ciencia nue 

suministre tanto como ésta argumentos a la vez fuertes y de sentido 

común para refutar las teorías. Si nos es permitido consignar aquí con 

brevedad nuestro pensamiento, diremos que sostener que existe una 

Idea, no sólo del bien, sino, asimismo, de cualquiera otra cosa, es una 

teoría puramente lógica y perfectamente vacía, teoría que ha sido 

suficientemente rebatida de muchas maneras, ya en las obras 

exotéricas, ya en las puramente filosóficas. Y, añado, que aunque las 

Ideas en general y la Idea del bien en particular existieran, como se 

pretende, no serían nunca de utilidad alguna ni para la felicidad ni para 

las acciones virtuosas.

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El bien se toma en muchas acepciones y recibe tantas como el ser 

mismo. El ser, conforme a las divisiones sentadas en otra parte, 

expresa la substancia, la cualidad, la cantidad, el tiempo y se encuentra, 

además, en el movimiento que se recibe y en el movimiento que se da. 

El bien se da igualmente en cada una de estas diversas categorías, y así, 

en la substancia, el bien es el entendimiento, el bien es Dios; en la 

cualidad es lo justo; en la cantidad es el término medio y la medida; en 

el tiempo es la ocasión; y en el movimiento es, si se quiere, lo que 

instruye y lo que es instruido . Así como el ser no es uno en las clases 

que se acaban de enunciar, así tampoco es uno el bien, ni hay una 

ciencia única del ser y del bien. Es preciso añadir que no pertenece a 

una sola ciencia estudiar todos los bienes que tengan un nombre 

idéntico, por ejemplo, la ocasión y la medida, sino que es una ciencia 

diferente la que debe estudiar una ocasión diferente, y una ciencia 

distinta la que debe estudiar una medida distinta. Y así, en punto a 

alimentación, la medicina y la gimnástica son las que designan la 

ocasión o el momento y la medida; para las acciones de guerra es la 

estrategia, y lo mismo es otra ciencia para otras ciencias. Por 

consiguiente, sería perder el tiempo querer atribuir a una sola ciencia el 

estudio del bien en sí. Además, en todas las cosas en que hay un primer 

término y un término último, no hay fuera de estos términos una idea 

común y que esté absolutamente separada de ellos. De otra manera, 

habría algo interior al primer término mismo, porque este algo común 

y separado sería anterior, puesto que si se destruyese lo común, el 

primer término quedaría también destruido. Supongamos, por ejemplo, 

que el duplo sea el primero de los múltiplos; digo que es imposible que 

el múltiplo, que se atribuye en común a esta multitud de términos, 

exista separadamente de estos términos, porque entonces el múltiplo 

sería anterior al duplo, si es cierto que la Idea es el atributo común; y lo 

mismo si se diese a este término común una existencia aparte, porque 

si la justicia es el bien, no lo será menos que ella. 

Se sostiene también la realidad del bien en sí. Es cierto que se 

añade a la palabra bien el término "mismo" o "en sí", y se dice: el bien 

en sí, el bien mismo. Ésta es una adición que se hace para representar

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141 

la noción común. ¿Pero qué puede significar esta adición, si no quiere 

decir que el bien en sí es eterno y separado? Pero lo que es blanco 

durante muchos días no es más blanco que lo que es durante un solo 

día, y no se puede tampoco confundir el bien, que es común a una 

multitud de términos, con la Idea del bien, porque el atributo común 

pertenece a todos los términos, sin excepción. Admitiendo esta teoría, 

sería preciso, por lo menos, demostrar el bien en sí de otra manera de 

como se ha demostrado en nuestro tiempo partiendo de cosas que no se 

consideran de común acuerdo como bienes, se demuestra la existencia 

de bienes sobre los que todo el mundo está conforme; así, por ejemplo, 

con el auxilio de los números, se demuestra que la salud y la justicia 

son bienes. Para hacer esta demostración se toman series numéricas y 

números, suponiendo gratuitamente que el bien está en los números y 

en las unidades, mediante a que el bien en sí es uno y por todas partes 

el mismo. Por lo contrario, partiendo de las cosas que todo el mundo 

conviene en que son bienes, como la salud, la fuerza la sabiduría, es 

como debería demostrarse que lo bello y el bien se encuentran en las 

cosas inmóviles más bien que en ninguna otra parte, porque todos estos 

bienes no son más que el orden y el reposo; y si estas primeras cosas, 

es decir, la salud y la sabiduría, son bienes, las otras lo son aún más, 

porque participan más del orden y del reposo. Pero cuando se pretende 

que el bien en sí es uno, porque los números mismos lo desean, lo que 

se hace es poner una imagen en lugar de una demostración. Muy 

embarazoso sería para cualquiera el explicar claramente cómo los 

números desean algo, expresión evidentemente demasiado absoluta, 

porque ¿cómo puede suponerse que pueda haber deseo donde no hay 

siquiera vida? Éste es, por otra parte, un asunto que debe meditarse 

detenidamente, y no debe aventurarse nada sin razonar, tratándose de 

materias en las que no es fácil alcanzar alguna certidumbre, ni aun con 

el auxilio de la razón. Tampoco es exacto que todos los seres sin 

excepción deseen un solo y mismo bien. Cada uno de los seres desea, a 

lo más, el bien que le es propio, como el ojo desea la visión, el cuerpo 

desea la salud, y tal otro ser desea tal otro bien.

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Estas son las objeciones que podrían hacerse para demostrar que 

el bien en sí no existe, y que aun cuando existiera, no sería de utilidad 

alguna para la política, porque ésta busca un bien especial, como las 

demás ciencias buscan el suyo; por ejemplo, la gimnástica busca la 

salud y la fuerza corporal. Añadid también lo que está expresado y 

escrito en la definición misma; a saber, que esta Idea del bien en sí, o 

no es útil a ninguna ciencia, o debe serlo igualmente a todas. 

Otra observación crítica se hace, y es que la Idea del bien en sí no 

es práctica y aplicable. Por la misma razón, el bien común no es el bien 

en sí, puesto que entonces el bien en sí se encontraría en el bien más 

fútil. No es tampoco aplicable y práctico, y así la medicina no se ocupa 

de dar al ser que cura una disposición que tienen todos los seres, sino 

que únicamente se ocupa de darle la salud; y todas las demás artes 

hacen lo mismo. Pero esta palabra bien tiene muchos sentidos, y en el 

bien entran también lo bello y lo honesto, que son esencialmente 

prácticos, mientras que tal bien en sí no lo es. El bien práctico es la 

causa final por la que se obra. Pero no se ve con claridad qué bien 

pueda darse en las cosas inmóviles, puesto que la Idea del bien no es el 

bien mismo que se busca, ni tampoco el bien común. El primero es 

inmóvil y no es práctico; el otro es móvil, pero no por esto es práctico. 

El fin, en cuya vista se hace todo lo demás, es en tanto que fin el bien 

supremo; es la causa de todos los demás bienes clasificados bajo él, y 

es anterior a todos. Por consiguiente, puede decirse que el bien en sí es 

únicamente el fin último de todas las acciones del hombre. Ahora bien, 

este fin último depende de la ciencia soberana, que es dueña de todas 

las demás, es decir, la política, la económica y la sabiduría. Por este 

carácter especial precisamente difieren estas tres ciencias de todas las 

demás. También hay entre ellas diferencias de que hablaremos más 

tarde. Bastaría seguir el método, que uno se ve forzado a seguir al 

enseñar las cosas, para demostrar que el fin último es la verdadera 

causa de todos los términos clasificados bajo él. Y así, en la enseñanza 

se comienza por definir el fin, y en seguida se demuestra fácilmente 

que cada uno de los términos inferiores es un bien, puesto que el objeto 

que se tiene finalmente en cuenta es la causa de todo lo demás.

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Por ejemplo, si se afirma , desde luego, que la salud es 

precisamente tal o cual cosa, es indispensable que lo que contribuya a 

procurarla sea también tal o cual cosa precisamente. La cosa sana es la 

causa de la salud, en tanto que comienza el movimiento que nos la da, 

y, por consiguiente, es causa de que la salud tenga lugar, pero no es la 

causa de que la salud sea un bien. Por tanto, jamás se prueba con 

demostraciones en regla que la salud es un bien, a no ser que lo haga 

un sofista y no un médico, porque los sofistas gustan de hacer alarde de 

su vana sabiduría, empleando razonamientos extraños al asunto; y no 

es posible demostrar este principio, como no es posible demostrar 

ningún otro. 

Pero ya que admitimos que el fin es para el hombre un bien real y 

hasta el bien supremo entre todos los que el hombre puede adquirir, es 

preciso ver cuáles son los diversos sentidos que tiene esta palabra, bien 

supremo; y para darnos de ellos cuenta exacta conviene tomar un 

nuevo punto de partida.