LA GRAN MORAL
MORAL A EUDEMO
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LIBRO PRIMERO
CAPÍTULO PRIMERO
DE LA NATURALEZA DE LA MORAL
Siendo nuestra intención tratar aquí de cosas pertenecientes a la
moral, lo primero que tenemos que hacer es averiguar exactamente de
qué ciencia forma parte. La moral, a mi juicio, sólo puede formar parte
de la política. En política no es posible cosa alguna sin estar dotado de
ciertas cualidades; quiero decir, sin ser hombre de bien. Pero ser
hombre de bien equivale a tener virtudes; y por tanto, si en política se
quiere hacer algo, es preciso ser moralmente virtuoso. Esto hace que
parezca el estudio de la moral como una parte y aun como el principio
de la política, y por consiguiente sostengo que al conjunto de este
estudio debe dársele el nombre de política más bien que el de moral.
Creo, por lo tanto, que debe tratarse, en primer término, de la virtud, y
hacer ver cómo es y cómo se forma, porque ningún provecho se sacará
de saber lo que es la virtud sino se sabe también cómo nace y por qué
medios se adquiere. Sería un error estudiar la virtud con el único objeto
de saber lo que es, porque es preciso estudiarla para saber cómo se
adquiere, puesto que en el presente caso queremos, a la vez, saber la
cosa y conformarnos nosotros mismos a ella; y es claro que seremos
incapaces de conseguirlo si ignoramos el origen de donde procede y
cómo puede producirse.
Por otra parte, es un punto muy esencial saber lo que es la Virtud,
porque no sería fácil saber cómo se forma y cómo se adquiere, si se
ignorara su naturaleza, como no lo sería el resolver cualquiera cuestión
de este género en todas las demás ciencias. Un punto no menos
indispensable es saber lo que otros antes que nosotros han podido decir
sobre esta materia.
El primero que se propuso estudiar la virtud fue Pitágoras, pero
no pudo lograr su propósito, porque queriendo referir las virtudes a los
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números, no creó con esto una teoría especial de las virtudes; pues la
justicia, dígase lo que se quiera, no es un número igualmente igual, un
número cuadrado. Sócrates, que vino al mundo mucho después que él,
trató este punto con más extensión y profundidad, mas tampoco
consiguió su objeto. Quiso convertir la virtudes en conocimientos, y es
absolutamente imposible que semejante sistema sea verdadero. Los
conocimientos sólo se forman con el auxilio de la razón, y la razón está
en la parte inteligente del alma. Por consiguiente, todas las virtudes se
forman, según Sócrates, en la parte racional de nuestra alma. Y así,
formando de las virtudes otros tantos conocimientos, suprime la parte
irracional del alma, y destruye de un golpe en el hombre la pasión y la
virtud moral. Sócrates, desde este punto de vista, no estudió bien las
virtudes. Después de estos dos filósofos vino Platón, que dividió muy
acertadamente el alma en dos partes, una racional y otra que carece de
razón, y a cada una de estas dos partes atribuyó las virtudes que le son
realmente propias. Hasta aquí marcha bien pero después ya no está
bien en lo cierto. Mezcla el estudio de la virtud con su tratado sobre el
bien, y en este punto no tiene razón, porque no es éste el lugar que
debe ocupar. Hablando de los seres y de la verdad, ninguna necesidad
tenía de hablar de la virtud, porque, en el fondo, estos dos objetos nada
tienen de común.
He aquí cómo nuestros predecesores han tocado estas materias, y
hasta qué extremo las han llevado. Exponiendo lo que tenemos que
decir sobre este punto, no haremos sino continuar su obra.
Por lo pronto, es preciso tener en cuenta que todo conocimiento y
toda facultad ejercida por el hombre tiene un fin, y que este fin es el
bien. No hay conocimiento ni voluntad que tenga el mal por objeto.
Luego, si el fin de todas las facultades humanas es bueno, es
incontestable que el mejor fin pertenecerá a la mejor facultad. Pero la
facultad social y política es la facultad mejor en el hombre, y por
consiguiente su fin es el bien por excelente. Deberemos, pues, hablar
del bien, pero no del bien entendido de una manera absoluta, sino del
bien que se aplica especialmente a nosotros. No se trata aquí del bien
de los dioses, porque esto requiere un estudio distinto e indagaciones
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de otro género. El bien de que tenemos que tratar es el bien desde el
punto de vista político, para lo cual conviene hacer, desde luego, una
distinción. ¿De qué bien se intenta hablar? Porque esta palabra bien no
es un término simple, puesto que lo mismo se llama bien a lo que es
mejor en cada especie de cosas, y que es, generalmente, lo que es
preferible por su propia naturaleza, que a aquello cuya participación
hace que otras cosas sean buenas, y entonces entendemos que es la
Idea del bien. ¿Nos ocuparemos de esta Idea del bien o deberemos
despreciarla y considerar tan sólo el bien que se encuentra realmente en
todo lo que es bueno? Este bien efectivo y real es muy distinto de la
Idea del bien. La Idea del bien es cierta cosa separada, que subsiste por
sí aisladamente, mientras que el bien común y real de que queremos
hablar se encuentra en todo lo que existe. Este bien real no es el mismo
que es otro bien que está separado de las cosas, mediante a que lo que
está separado y lo que por su naturaleza subsiste por sí mismo jamás
pude encontrarse en ninguno de los otros seres. ¿Deberemos, por tanto,
ocuparnos con preferencia del estudio de este bien que se encuentra y
subsiste realmente en las cosas? Y si no es posible desentenderse de él,
¿por qé deberemos estudiarle?. Porque este bien efectivamente es
común a las cosas, corno lo prueban la definición y la inducción. Y así
la definición, que se propone explicar la esencia de cada cosa, nos dice
que una cosa es buena o que es mala, o que es de tal o cual manera. La
definición en este caso nos enseña que el bien tomado en general es lo
que es apetecible en sí y por sí, y el bien que se encuentra en cada una
de las cosas reales es igual al de la definición. Pero si la definición nos
dice lo que es el bien, no hay conocimiento ni facultad alguna que diga
de su propio fin que él es bueno. Otra ciencia es la que está llamada a
examinar esta cuestión superior; por ejemplo, ni el médico ni el
arquitecto nos dicen que la salud o la casa sean buenas, y se limitan a
decirnos, el primero, que da la salud y cómo la da, y el segundo, que
construye la casa y cómo la construye.
Esto nos prueba claramente que no toca a la política explicar el
bien que es común a todas las cosas, porque la política no es más que
una ciencia como todas las demás, y ya hemos dicho que no pertenece
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a ninguna ciencia ni a ninguna facultad tratar del bien como su fin
propio, y, por consiguiente, no compete a la política hablar de este bien
común que nos ha dado a conocer la definición. Ni tampoco puede ella
tratar de este bien común, según nos lo ha revelado el procedimiento de
inducción. ¿Y por qué? Porque cuando queremos indicar especialmente
un bien cualquiera en particular, podemos hacerlo de dos maneras.
Primero, recordando la definición general, podemos hacer ver que la
misma explicación que conviene al bien en general conviene también a
esta cosa que queremos designar especialmente como buena. En
segundo lugar, podemos recurrir al procedimiento de inducción; por
ejemplo, si queremos demostrar que la grandeza de alma es un bien,
diremos que la justicia es un bien, que el valor es un bien, y, en
general, que todas las virtudes son bienes; es así que la grandeza de
alma es una virtud; luego, la grandeza de alma es un bien. Se ve, pues,
que la ciencia política no tiene tampoco que ocuparse de este bien
común que conocemos por inducción, porque la misma imposibilidad
señalada arriba se ofrecerá en este caso como se ofrece con respecto al
bien común dado por la definición, porque entonces la ciencia llegaría
a decir también que su propio fin es un bien. Por consiguiente, la
política debe tratar del bien más grande, pero, añado yo, del bien más
grande con relación a nosotros.
En resumen, se ve claramente que ni a una sola ciencia, ni a una
sola facultad pertenece hablar del bien en su totalidad y en tal. ¿De
dónde nace esto? Nace de que el bien se encuentra en todas las
categorías: en la sustancia, en la cualidad, en la cantidad, en el tiempo,
en la relación, en el lugar; en una palabra, en todas sin excepción. Pero
en cuanto al bien que sólo se refiere a un momento dado del tiempo, en
la medicina, por ejemplo, sólo el médico que conoce; lo mismo que en
la náutica sólo el marino; y en general, en cada ciencia el sabio que a
ella se consagra. En efecto, el médico sabe el momento en que es
preciso hacer una amputación, como el marinero sabe el momento en
que es preciso hacerse a la vela. Cada uno en su esfera conoce el
momento que es bueno para todo aquello que le concierne. Y así el
médico no podrá conocer ese momento crítico en el arte náutico, como
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el marinero no lo conocerá en la medicina. No es, pues, así cómo debe
hablarse del bien común en general, porque el bien relativo al tiempo
es un bien común a todas las ciencias. Así también el bien que se
refiere a la categoría de la relación y que está igualmente en las demás
categorías, es común a todas. Pero ni a una sola al tiempo que se
encuentra en cada una de las categoría en la misma forma que la
política no debe ocuparse del bien en general, y lo que debe estudiar es
el bien real y el mejor de los bienes, pero el mejor con relación a
nosotros.
Añado que cuando se quiere hacer alguna demostración es
preciso servirse de ejemplos que no sean perfectamente claros; y sí
valerse de otros evidentes, para aclarar las cosas que lo han menester;
se necesitan ejemplos materiales y sensibles para las cosas del
entendimiento, porque éstos son mucho más tangibles; y he aquí por
qué cuando se intenta explicar el bien no debe traerse a cuento la Idea
del bien. Sin embargo, hay gentes que se imaginan que no se puede
hablar debidamente del bien sin acudir forzosamente a su idea o la Idea
del bien. Es preciso, dicen, hablar de este bien, por que es el bien por
excelencia, y como en todas las cosas la esencia, tiene este carácter
eminente, concluyen de aquí que la Idea de bien es el supremo bien.
No niego que este razonamiento tenga algo de verdadero. Pero la
ciencia, el arte político de que aquí se trata, no tiene en cuenta este
bien, porque lo que indaga es el bien relativo a nosotros mismos. Así
como ninguna ciencia ni arte dice que el fin que se propone es bueno,
la política tampoco lo dice del suyo, y por consiguiente no discute ni
habla del bien que sólo se refiere a la idea.
Pero se dirá, quizá, que es conveniente y posible partir de este
bien ideal como de un principio sólido, y tratar en seguida de cada bien
particular. Rechazo este método, porque jamás debe recurrirse a otros
principios que los que sean propios de la materia que se va a estudiar.
Por ejemplo, para probar que un triángulo tiene sus tres ángulos iguales
a dos rectos, sería un absurdo partir del principio de que el alma es
inmortal. Este principio nada tiene que hacer con la geometría, y un
principio debe ser siempre propio y ligado con su objeto, y en el
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ejemplo que acabo de presentar se puede muy bien probar que un
triángulo tiene sus tres ángulos iguales a dos rectos sin el principio de
la inmortalidad del alma. En la misma forma se pueden estudiar muy
bien los demás bienes, sin acordarse de la Idea del bien, porque la idea
no es el principio propio de este bien especial que se busca y se
estudia.
Sócrates persigue una sombra cuando quiere convertir las virtudes
en otras tantas ciencias. Mejor hubiera sostenido este otro principio de
que en la naturaleza nada se hace en vano, y entonces habría visto que
si las virtudes son ciencias, como dice, resultaría necesariamente que
las virtudes son perfectamente vanas. ¿Y por qué?. Porque en todas las
ciencias, desde el momento que se sabe de una lo que es, es uno, no
sólo conocedor, sino poseedor de ella. Por ejemplo, si se sabe lo que es
la medicina, desde aquel acto el que la sabe es médico, y lo mismo en
todas las demás ciencias. Pero nada de esto sucede respecto a las
virtudes, porque podrá uno saber lo que es la justicia no por eso se hace
justo en el acto, y lo mismo sucede con todas las demás. Y así las
virtudes serían perfectamente vanas en esta teoría, preciso decir que no
consisten únicamente en la ciencia.
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CAPÍTULO II
DIVISIÓN DE LOS BIENES
Sentados estos preliminares, procuraremos distinguir las
diferentes acepciones de la palabra bien. Entre los bienes, unos son
verdaderamente preciosos y dignos de estimación, otros sólo son
dignos de alabanza, y otros, en fin, no son otro cosa que las facultades
que el hombre puede emplear en un sentido o en otro. Entiendo por
preciosos y dignos de estimación los que tienen algo de divino y que
son lo mejor respecto a todo lo demás, como el alma y el
entendimiento. También tengo por tal lo que es primero y anterior, lo
que tiene el concepto de principio y las demás cosas de este género,
porque los bienes preciosos son aquellos que se suponen de un gran
precio y dignos de un gran honor, de cuya condición participan los que
acabamos de enunciar. Y así la virtud es cosa muy preciosa cuando,
debido a ella, se hace uno hombre de bien, porque entonces el hombre
que la posee ha llegado a la dignidad y a la consideración de la virtud.
Hay otros bienes que sólo son laudables; tales son, por ejemplo, las
virtudes, porque la alabanza en este caso de las acciones que ellas
inspiran. Otros bienes no son más que simples potencias y simples
facultades como el poder, la riqueza, la fuerza, la belleza, porque estos
bienes son de tal calidad, que el hombre de bien puede hacer de ellos
un buen uso, lo mismo que el malvado puede hacerle malo. Por esto
digo que existen sólo en potencia. Sin embargo, también son bienes,
porque la estimación que se da a cada uno de ellos se gradúa por el uso
que de ellos hace el hombre de bien y, no por el que hace el hombre
malo. Además los bienes de este género deben, las más de las veces, su
origen al azar que les produce. En este caso, por lo común, están la
riqueza y el poder, lo mismo que todos los otros bienes que se colocan
en la categoría de simples poderes. Puede contarse también una cuarta
y última clase de bienes, la de los que contribuyen a mantener y hacer
el bien, como, por ejemplo, la gimnasia para la salud, y otras cosas
análogas.
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También se pueden dividir los bienes de otra manera. Pueden
distinguirse los bienes que siempre y en todas partes son deseables y
otros que no lo son. La justicia, y en general todas las virtudes, son
siempre y en todas partes deseables. La fuerza, la riqueza, el poder y
las demás cosas de este orden no son siempre ni a todo trance
apetecibles. He aquí otra división. Entre los bienes pueden distinguirse
los que son fines y los que no lo son. La salud es un fin, un término,
pero lo que se hace para conservarla no es un fin. En todos los casos
análogos el fin es siempre mejor que las cosas por medio de las cuales
se busca aquél; por ejemplo, la salud vale más que las cosas que deben
procurarla. En una palabra, el objeto universal, en vista del cual se hace
todo lo demás, siempre queda muy por encima de las otras cosas que se
hacen para servirle. Entre los fines mismos, el fin que es completo
siempre es mejor que el fin incompleto. Llamo completo aquello que,
una vez adquirido, no nos deja desear otra cosa, e incompleto cuando,
después de obtenido también por nosotros, aún advertimos la necesidad
de alguna otra cosa. Por ejemplo, poseyendo la justicia, aún advertimos
la necesidad de algo más que ella; pero teniendo la felicidad nada
echamos de menos. El bien supremo que buscamos es, pues, el que
constituye un fin último y completo; este fin último y completo es el
bien; y hablando en términos generales, el fin es el bien.
Una vez sentado esto, ¿qué deberemos hacer para estudiar y
conocer el bien supremo? ¿Será, quizá, suponiendo que haya de estar
ligado a los otros bienes? Esto sería absurdo, y he aquí porqué. El bien
supremo, el mejor bien es un fin último y perfecto, y el fin perfecto del
hombre no puede ser otro que la felicidad. Pero como, por otra parte,
consideramos la felicidad compuesta de una multitud de bienes
reunidos, si, estudiando el mejor bien, le comprendéis igualmente entre
todos los demás bienes, entonces el mejor bien será mejor que él
mismo, puesto que es el mejor respecto del todo. Por ejemplo, si
estudiando las cosas que proporcionan la salud, y la salud misma, se
fija uno en lo mejor de todo esto, y se halla que lo mejor es la salud,
resulta de aquí que la salud es la mejor de todas estas cosas y la mejor
en comparación con ella misma. Lo cual es un absurdo. No es, quizá,
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éste el mejor método para estudiar la cuestión del bien supremo, del
mejor bien. ¿Pero será preciso estudiarle aislándole, por decirlo así, de
sí mismo? ¿Y no sería, también, un absurdo este segundo método? La
felicidad se compone de ciertos bienes, y averiguar si el mejor bien
está fuera de los bienes de que se compone es un absurdo, puesto que
sin estos bienes la felicidad separadamente no es nada, porque la
felicidad la constituyen estos bienes mismos. ¿Pero no podrá
encontrarse el verdadero método apreciando el mejor bien por
comparación? Me explicaré: por ejemplo, comparando la felicidad
compuesta de todos los bienes que sabemos con Ias otras cosas que no
están comprendidas en ella, ¿no podremos indagar cuál es el mejor
bien, y por este medio descubrir la verdad? Pero el mejor bien que
buscamos en este momento no es simple, y es como si se pretendiese
que la prudencia es el mejor de todos los bienes con los cuales se
hubiere comparado. Pero no es de esta manera, quizá, como debe
estudiarse el mejor bien, puesto que buscamos el bien final y completo,
y la prudencia por sí sola no es completa. No es éste, por consiguiente,
el mejor bien a que aspiramos, como no lo es ningún otro que se repute
mejor en este mismo concepto.
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CAPITULO III
OTRA DIVISIÓN DE LOS BIENES
A esto añadiremos que los bienes pueden ser clasificados también
de otra manera. Unos pertenecen al alma, como las virtudes; y otros al
cuerpo, como la salud y la belleza; y otros nos son extraños y
exteriores, como la riqueza, el poder, los honores y otras cosas
análogas. De todos estos bienes, los más preciosos son, sin
contradicción, los del alma. Los bienes del alma se dividen, a su vez,
en tres clases: pensamiento, virtud y placer. La consecuencia y el
resultado de todos estos diversos bienes es lo que todo el mundo llama,
y es realmente el fin más completo de todos los bienes, es decir, la
felicidad, siendo en nuestra opinión la felicidad una cosa idéntica a
obrar bien y conducirse bien. Pero el fin nunca es simple porque es
siempre doble. En ciertas cosas es el acto mismo, el uso lo que es su fin
a manera que, respecto a la vista, el uso actual es preferible a la simple
facultad. El uso es aquí el verdadero fin, y nadie querría la vista, a
condición de no ver y tener cerrados perpetuamente los ojos. La misma
observación tiene lugar respecto del oído y de todos los demás
sentidos. En todos los casos en que hay uso y facultad, el uso es
siempre mejor y más apetecible que la facultad y la simple posesión,
porque el uso y el acto constituyen por sí mismos un fin, mientras que
la facultad y la sobre posesión sólo existen en virtud del uso. Si se echa
una mirada sobre todas las ciencias, se verá, por ejemplo, que no es
una ciencia que hace la casa y otra ciencia la que la hace buena, sino
que es únicamente la arquitectura la que hace ambas cosas. El mérito,
del arquitecto consiste precisamente en hacer bien la obra que ejecuta,
y lo mismo sucede en todas las demás cosas.
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CAPÍTULO IV
DE LA FELICIDAD
Después de lo dicho es preciso tener en cuenta que nosotros no
vivimos realmente mediante ningún otro principio sino el de nuestra
alma. La virtud está en el alma, y cuando decimos que el alma hace tal
cosa, esto equivale a decir que es la virtud del alma la que la hace. Pero
la virtud en cada género hace que la cosa de la que ella es virtud sea
buena cuando pueda serlo, y como vivimos mediante el alma, es claro
que a causa de la virtud del alma vivimos bien. Pero vivir bien y obrar
bien es lo que llamamos ser dichosos; y así ser dichoso o la felicidad
sólo consiste en vivir bien, y vivir bien es vivir practicando la virtud.
En una palabra, la felicidad y el bien supremo constituyen el verdadero
fin de la vida. Por consiguiente, la felicidad se encontrará en cierto uso
de las cosas y en cierto acto, porque como ya hemos dicho, siempre
que se encuentran a un mismo tiempo la facultad y el uso, el verdadero
fin de las cosas está de parte del uso y el acto de las virtudes que posee,
y, por consiguiente, el uso y el acto de estas virtudes son las que
constituyen su verdadero fin. Luego la felicidad consiste en vivir según
piden las virtudes. Por otra parte, como la felicidad es el bien por
excelencia y constituye un fin en acto, se sigue de aquí que, viviendo
según pide la virtud, somos dichosos y gozamos del bien supremo.
Consecuencia de esto es que como la felicidad es el bien final y el fin
de la vida, es bueno tener en cuenta que sólo puede realizarse en un ser
completo y perfectamente finito. Me explicaré; digo, por ejemplo, que
la felicidad no puede encontrarse en el niño, ni éste puede ser dichoso,
lo cual tiene lugar exclusivamente en el hombre formado, porque es un
ser completo. Añado que tampoco se encontrará la felicidad en un
tiempo incompleto e indeterminado, y sí en un tiempo completo y
consumado, y por tiempo completo entiendo el que abraza la vida
entera del hombre. A mi parecer tienen razón los que dicen que no
puede formarse juicio sobre la felicidad del hombre, si no se recae
sobre el tiempo más dilatado de su vida; y el vulgo, ateniéndose a esta
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máxima, cree que todo lo que es completo tiene que realizarse en un
tiempo completamente acabado y en un hombre completo. He aquí otra
prueba de que la felicidad es un acto. Si nos imaginamos un hombre
durmiendo toda la vida, de ninguna manera supondríamos que era un
ser dichoso durante este largo sueño. Sin embargo, este hombre vive en
este estado, pero no vive como exigen las virtudes; y sólo vive en
realidad, como ya hemos dicho, el que vive en acto.
Después de estas consideraciones vamos a tratar de una cuestión
que no será ni completamente propia ni completamente extraña a
nuestro asunto. Diremos, pues, que al parecer hay en el alma una parte
por la que nos alimentamos y que llamamos parte nutritiva. La razón
puede comprender esto sin dificultad. Como las cosas inanimadas, por
ejemplo las piedras, son evidentemente incapaces de alimentarse,
resulta de aquí que alimentarse es una función de los seres que están
animados, que tienen un alma; y si esta función sólo pertenece a los
seres dotados de un alma, es claro que el alma es la causa de ella. Entre
las partes de que se compone el alma hay unas que no pueden ser causa
de la nutrición: por ejemplo, la parte que razona, la parte apasionada, la
parte concupiscible, y separadas estas diversas partes sólo queda en el
alma esta otra, a la que no podemos dar mejor nombre que el de parte
nutritiva. Pedro podría preguntarse: ¿es posible que esta parte del alma
pueda participar también de la virtud? Si pudiese, es evidente que sería
preciso que el alma obrase también mediante ella, puesto que la
felicidad la constituye el acto de la virtud completa. Si hay o no hay
virtud en esta parte del alma, es una cuestión de otro orden, pero si por
casualidad la hay, para ella no existe acto. Y he aquí por qué: los seres
que pueden tener un acto que sea propio de ellos; y en esta parte del
alma de que se trata no aparece movimiento espontáneo. Puede decirse,
con verdad, que se parece algo a la naturaleza del fuego; el fuego
devora cuanto en él se arroja, pero si no le echáis material, ningún
movimiento hace él para ir en su busca. Así sucede con esta parte del
alma; si se le suministra alimento, nutre al cuerpo, y si no se le
suministra, no tiene el poder propio y espontáneo de nutrirle. Donde no
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hay espontaneidad, no hay acto; y, por consiguiente, esta parte del
alma no contribuye nada a la felicidad.
Después de lo que precede, debemos explicar la naturaleza propia
de la virtud, puesto que el acto de la virtud es el que constituye la
felicidad. Por lo pronto, puede decirse de una manera general que la
virtud es la facultad y la disposición mejor del alma. Pero quizás una
definición tan concisa no baste, y habrá necesidad de desenvolverla
para hacerla más clara.
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CAPITULO V
DIVISIÓN DEL ALMA EN DOS PARTES, Y
VIRTUDES PROPIAS DE CADA UNA
En primer lugar es preciso hablar del alma, en la que reside la
virtud. Pero aquí no tenemos que tratar de la esencia del alma, porque
esta cuestión corresponde a otro lugar, y así nos limitaremos a
bosquejar sus rasgos principales. El alma, como acabamos de decir, se
divide en dos partes: una racional y otra irracional. En la parte que está
dotada de razón se distinguen la prudencia, la sagacidad, la sabiduría,
la instrucción, la memoria y otras facultades de este género. En la parte
irracional es donde se encuentra lo que llamamos virtudes: la
templanza, la justicia, el valor y todas las demás virtudes morales que
son dignas de estimación y de alabanza. Cuando las poseemos, a ellas
debemos el que se diga que merecemos la estimación y los elogios.
Mas con respecto a las virtudes de la parte racional del alma, jamás se
recibe por ellas alabanza, y así sucede que nunca se alaba a uno
directamente por ser sabio, por ser prudente, ni en general por ninguna
de las virtudes de esta clase. Quiero decir que únicamente se alaba la
parte irracional del alma, en tanto que puede servir y sirve a la parte
racional, obedeciéndola.
Pero la virtud moral se destruye y se pierde a la vez por sobra y
por falta. Que esta sobra y esta falta destruyen las cosas es muy fácil de
ver en todas las afecciones morales. Mas como para las cosas oscuras
es preciso valerse de ejemplos perfectamente claros, cito los ejercicios
gimnásticos para que pueda fácilmente cualquiera convencerse de esta
verdad. La fuerza se destruye lo mismo cuando se practican ejercicios
exagerados que cuando no se ejecutan los convenientes. En la comida
y en la bebida sucede lo mismo. tomadas en gran cantidad se pierde la
salud, y si se toman en muy poca, también perece; y sólo
manteniéndose en una justa medida, en un término medio, es corno se
conserva la fuerza y la salud. La misma observación puede hacerse con
respecto a la templanza, al valor en general, a todas las virtudes. Por
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ejemplo, si se supone un hombre tan poco accesible al temor, que no
teme ni aun a los dioses, esto no será valor, será locura. Si, por el
contrario, suponéis que a todo teme, será un cobarde. El corazón
verdaderamente valiente no será ni el del que teme a todo, ni el del que
no teme a nada absolutamente. Las mismas causas ,ton, por tanto, las
que aumentan o destruyen la virtud; y así los temores, cuando son
demasiado fuertes y en todo influyen indistintamente, destruyen el
valor, así como le destruyen las obcecaciones, que hacen que no se
tema a nada. El valor se refiere a los temores, y los temores moderados
aumentan el valor verdadero; donde se ve que unas mismas causas
aumentan y destruyen el valor, porque siempre son los temores los que
producen en nosotros estos diversos sentimientos. La misma
observación puede hacerse con respecto a las demás virtudes.
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CAPITULO VI
DE LA INFLUENCIA DEL PLACER Y DEL DOLOR
SOBRE LA VIRTUD
El exceso y el defecto no son, por otra parte, los únicos límites
que se pueden poner a la virtud, porque también se la puede limitar y
determinar por el dolor y el placer. Muchas veces el placer es el que
nos arrastra al mal, como el dolor nos impide otras hacer el bien; en
una palabra, en ningún caso se encuentran la virtud o el vicio sin que,
al mismo tiempo, aparezcan la pena o el placer. Y así, la virtud se
refiere a los placeres y a los dolores; y he aquí de donde toma la virtud
moral el nombre con que se la designa, si es posible en la letra misma
de una palabra descubrir la verdad y encontrar en ella la realidad,
medio que quizás es tan aceptable como cualquier otro. Lo moral, quo
en la lengua griega se llama ethos con e larga, tiene también la
denominación del hábito, que también se dice ethos con e breve, y la
moral, ethike, se llama así en griego, porque resulta de los hábitos y de
las costumbres, ethid-zesthai. Esto debe probarnos claramente que
ninguna de las virtudes de la parte irracional del alma nos es innata por
la sola acción de la naturaleza. No hay cosa que sea de tal naturaleza
que pueda por el hábito hacerse distinta que lo que es. Por ejemplo, la
piedra y en general, todos los cuerpos pesados, todos los cuerpos
graves, se dirigen naturalmente hacia abajo; podrá arrojarse una piedra
al aire y acostumbrarla en cierta manera a subir; pero jamás irá suyo
hacia arriba, sino que irá siempre hacia abajo. Lo mismo sucede en
todos los demás casos de esta clase.
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CAPITULO VII
DE LOS DIVERSOS FENOMENOS DEL ALMA
Sentado esto, y puesto que queremos estudiar la naturaleza de la
virtud, es preciso averiguar todo lo que hay en el alma y todos los
fenómenos que en ella se producen. Hay tres cosas en el alma:
afecciones o pasiones, facultades y disposiciones; de suerte que la
virtud debe ser una de estas tres cosas. Las pasiones o afecciones son,
por ejemplo, la cólera, el temor, el odio, el deseo, la envidia, la
compasión y todos los demás sentimientos de esta clase, que de
ordinario tienen por compañeros inevitables la pena y el placer. Las
facultades son potencias íntimas que nos hacen capaces de estas
diversas pasiones: por ejemplo, potencias que nos hacen capaces de
que montemos en cólera, de que nos aflijamos, de que nos
compadezcamos y sintamos otras afecciones particulares que hacen
que estemos bien o mal dispuestos con relación a todos estos
sentimientos. Y así, con respecto a la facultad de encolerizarse, si uno
se arrebata con excesiva facilidad, estará dotado de una mala
disposición en punto a cólera. Y si nada nos conmueve, ni aun las
cosas que pueden provocar una justa cólera, es ésta también una mala
disposición respecto a esta pasión. La disposición media entre estos
dos extremos consiste en no dejarse arrastrar violentamente ni ser
demasiado insensible, y cuando nos hallamos dispuestos de esta
manera, ocupamos un punto conveniente. La misma observación puede
hacerse para todos los casos análogos. La moderación, que sólo se
encoleriza con motivo, y la dulzura ocupan el término medio entre la
irritabilidad, que nos lleva incesantemente a la cólera, y la indiferencia,
que hace que no nos irritemos jamás. La misma observación tiene lugar
respecto de la fanfarronería que se alaba de todo, y del disimulo que no
descubre las cosas. Fingir tener más que se tiene es lo propio del
fanfarrón; fingir tener menos es lo propio del hombre disimulado.
Entre estos extremos están la franqueza y la verdad, que ocupan el
término medio.
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CAPITULO VII
DE LAS DISPOSICIONES
Lo mismo sucede con todos los demás sentimientos. Con respecto
a ellos, la función propia de la disposición moral consiste en que
estemos bien o mal dispuestos respecto de las diversas cosas que estos
sentimientos provocan. Estar bien dispuesto significa no incurrir en el
exceso, ni en el defecto. Y así la disposición es buena respecto a las
cosas que pueden merecer alabanza, cuando se mantiene en esta
especie de término medio. La disposición es mala cuando se incurre en
el exceso o en el defecto. Puesto que la virtud cuando ocupa el medio
entre las afecciones, y que las afecciones o, en otros términos las
pasiones del alma son penas o placeres, no hay virtud sin placer o sin
pena. Esto nos prueba también, de una manera general, que la virtud
tiene relación con las penas y con los placeres del alma. Podría
objetarse a esta teoría que hay también otras pasiones respecto de las
que no consiste el vicio ni en el exceso ni en el defecto, por ejemplo, el
adulterio; el hombre que le comete no puede seducir más o menos a las
mujeres libres que ha perdido. Pero al hacer esta objeción no se echa
de ver que este vicio y cualquiera otro análogo que pudiera citarse
están comprendidos en el placer culpable de la relajación; y que,
presentado desde este punto de vista, sea un exceso, sea un defecto, es
reprensible del mismo modo que todos los demás.
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21
CAPÍTULO IX
EL DEFECTO Y EL EXCESO SON LO CONTRARIO
DEL TÉRMINO MEDIO EN QUE CONSISTE LA
VIRTUD
Después de lo dicho es necesario explicar qué es lo contrario de
este término medio en que consiste la virtud. ¿Es el exceso? ¿Es el
defecto? Hay ciertos medios cuyo contrario es el defecto; hay otros en
que es el exceso. Y así, lo contrario del valor no es la temeridad, que es
un exceso; es la cobardía, que es un defecto. No sucede así respecto a
la templanza, que es un medio entre la corrupción sin freno y la
insensibilidad en lo que concierne al placer, puesto que lo contrario no
es la insensibilidad, que es un defecto y así la corrupción, que es un
exceso. Por lo demás, pueden los dos extremos ser, a la vez, contrarios
al medio, lo mismo el exceso que el defecto, porque el medio incurre
en defectos relativamente al exceso e incurre en exceso relativamente
al defecto. Esto nos explica por qué los pródigos tienen por faltos de
generosidad a los hombres generosos, y por qué los que no son
generosos tratan a los que lo son como si fueran verdaderamente
pródigos; así como los temerarios y los imprudentes consideran a los
valientes como cobardes, y los cobardes llaman a los valientes
temerarios y locos.
Dos motivos hay para que se consideren el exceso y el defecto
como los contrarios del término medio. Por de pronto puede mirarse
sólo a la cosa misma, y ver a cuál de los dos extremos se aproxima o de
cuál se aleja el medio. Por ejemplo, se puede preguntar si es la
prodigalidad o la avaricia la que más se aleja de la verdadera
generosidad, y como la prodigalidad parece aproximarse más a la
generosidad, resulta que está la avaricia más distante del medio. Las
cosas más lejanas del medio parecen igualmente las más contrarias. Si
sólo nos atenemos a la cosa misma, el defecto, en este caso, parecerá
más contrario al medio que el otro extremo. Pero hay un segundo
recurso para apreciar estas diferencias, y es el siguiente: las tendencias
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a que más nos arrastra la naturaleza son también las más contrarias al
medio: por ejemplo, la naturaleza nos arrastra al desarreglo y a la
disipación más que a la economía y a la templanza. Las tendencias que
son naturales no hacen más que aumentarse más y más, y las cosas a
que sin cesar nos inclinamos y nos entregamos mucho más a la
disipación que a la templanza, y entonces el exceso y no el defecto es
el que aparece como más contrario al medio, porque la disipación es lo
contrario a la prudencia, y es un exceso culpable.
Hemos estudiado, pues, la naturaleza de la virtud, y hemos visto
que es una especie de medio en las pasiones del alma. Y así, el hombre
que quiera adquirir mediante su moralidad una verdadera
consideración, debe buscar con cuidado el medio en cada una de las
pasiones. De aquí por qué es una obra grande en el hombre el ser
virtuoso y bueno; porque en todas las situaciones es difícil encontrar
este medio. Por ejemplo, si es fácil, a cualquiera trazar un círculo, es
muy difícil encontrar el verdadero centro de este círculo, una vez
trazado. Esta comparación se aplica igualmente a los sentimientos
morales. Tan fácil es encolerizarse constantemente como permanecer
en estado contrario a éste; pero mantenerse en un medio conveniente es
cosa muy difícil. Por punto general se ve en todas las pasiones
indistintamente que les fácil girar en torno del medio, pero que es
difícil encontrar el que verdaderamente merece alabanza, y por esta
razón es tan rara la virtud.
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CAPITULO X
LA VIRTUD Y EL VICIO DEPENDEN DEL
HOMBRE Y SON VOLUNTARIOS
Puesto que hablamos de la virtud, será conveniente examinar,
visto lo que precede, si puede o no puede adquirirse, o si, como
pretendía Sócrates, no depende de nosotros el ser buenos o malos.
"Preguntad -decía él- a un hombre, sea el que sea, si quiere ser bueno o
malo, y veréis con seguridad que no hay ninguno que prefiera nunca
ser vicioso. Haced la misma prueba con el valor, con la cobardía y con
todas las demás virtudes, y tendréis siempre el mismo resultado."
Sócrates deducía de aquí que, si hay hombres malos, lo son a pesar
suyo, y, por consiguiente, que los hombres, a su juicio, son virtuosos
sin la menor intervención de ellos mismos. Este sistema, diga lo que
quiera Sócrates, no es verdadero. Pues de serlo, ¿para qué el legislador
prohibe las malas acciones y ordena las buenas y virtuosas? ¿Por qué
impone penas al que comete acciones malas o no cumple con las
buenas que le prescribe? Bien insensato sería el legislador que dictara
leyes sobre cosas cuyo cumplimiento no depende de nuestra voluntad.
Pero no hay nada de eso, porque de los hombres depende ser buenos o
malos, y lo prueban las alabanzas y reprensiones de que son objeto las
acciones humanas. La alabanza va dirigida a la virtud y la represión al
vicio; y es claro que ni la una ni la otra podrían aplicarse a actos
involuntarios. Por consiguiente, desde este punto de vista depende de
nosotros hacer el bien o hacer el mal.
Se ha intentado hacer una especie de comparación para probar
que el hombre no es libre. "¿Por qué, se dice, cuando estamos
enfermos o somos feos no se nos reprende?" Éste es un error;
reprendemos vivamente a los que creemos que son causa de su
enfermedad o de su fealdad; porque creemos que en esto mismo hay
algo de voluntario. Pero la voluntad y la libertad se aplican
principalmente al vicio y a la virtud.
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He aquí una prueba más concluyente aún. En la naturaleza toda
cosa es capaz de engendrar una substancia igual a ella misma; por
ejemplo, los animales y los vegetales que vemos reproducirse. Las
Cosas se reproducen en virtud de ciertos principios, como la planta se
produce mediante la semilla, que en cierta manera es su principio. Pero
lo que nace de los principios, y según ello, es absolutamente semejante
a los mismos esto puede verse con más claridad en la geometría.
Sentados en esta ciencia ciertos principios, las consecuencias que
proceden de ellos son absolutamente como los principios mismos. Por
ejemplo, si los tres ángulos de un triángulo son iguales a dos rectos, y
los de un cuadrado iguales a cuatro rectos, desde el momento que las
propiedades del triángulo varíen, variarán también las del cuadrilátero;
porque aquellas proposiciones son recíprocas, y si el cuadrado no
tuviese sus ángulos iguales a cuatro ángulos rectos, tampoco el
triángulo tendría los suyos iguales a dos rectos.
Esto tiene lugar igualmente y con una perfecta semejanza
respecto del hombre. El hombre también puede engendrar substancias,
y, en virtud de ciertos principios y de ciertos actos que ejecuta puede
producir las cosas que produce. ¿Ni cómo podría suceder de otra
manera? Ninguno de los seres inanimados puede obrar en el verdadero
sentido de esta palabra, así como entre los seres animados ninguno
obra realmente, excepto el hombre. Por consiguiente, el hombre
produce actos de cierta especie. Pero como los actos del hombre
mudan sin cesar a nuestros ojos, y jamás hacemos idénticamente las
mismas cosas; y como, por otra parte, los actos producidos por
nosotros lo son en virtud de ciertos principios, es claro que tan pronto
como los actos mudan, los principios de estos, actos mudan también,
como lo hemos hecho ver en la comparación tomada de la geometría.
El principio de la acción, buena o mala, es la determinación, es la
voluntad y todo lo que en nosotros obra según la razón. Pero la razón y
la voluntad, que inspiran nuestros actos, mudan también, puesto que
nosotros hacemos que muden nuestros actos con plena voluntad. Por
consiguiente, el principio y la determinación mudan como mudan
aquéllos; es decir, que este cambio es perfectamente voluntario. Por
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tanto, y como conclusión final, sólo de nosotros depende el ser buenos
o malos.
"Pero, se dirá quizá, puesto que de mí sólo depende ser bueno,
seré, si quiero, el mejor de los hombres." No, eso no es posible como
se imagina. ¿Por qué? Porque semejante perfección no tiene lugar ni
aun para el cuerpo. Podrá cuidarse o acicalarse el cuerpo cuanto se
quiera, pero no por esto se conseguirá que sea el cuerpo más hermoso
del mundo. Porque no basta el cuidado más esmerado, puesto que se
necesita, además, que la naturaleza nos haya dotado de un cuerpo
perfectamente bello y perfectamente sano. Con el esmero, el cuerpo
aparecerá mejor, pero no por eso será el mejor organizado entre todos
los demás. Lo mismo sucede respecto al alma. Para ser el más virtuoso
de los hombres no basta quererlo si la naturaleza no nos auxilia; pero
se será mucho mejor, si hay esta noble resolución.
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CAPITULO XI
TEORIA DE LA LIBERTAD EN EL HOMBRE
Después de haber demostrado que la virtud depende de nosotros,
es preciso tratar del libre albedrío y explicar lo que es el acto libre y
voluntario, porque tratándose de la virtud el libre albedrío es el punto
verdaderamente esencial. La palabra voluntario designa, absolutamente
hablando, todo lo que hacemos sin vernos precisados por una
necesidad cualquiera. Pero esta definición exige, quizá, que se la aclare
por medio de algunas explicaciones. El móvil que nos hace obrar es, en
general, el apetito. Pueden distinguirse tres especies de apetitos: el
deseo, la cólera y la voluntad. Indaguemos, en primer lugar, si la
acción a que nos obliga el deseo es voluntaria o involuntaria. No es
posible que sea involuntaria. ¿Por qué? ¿Y de dónde nace esto? Todo
lo que hacemos que no proceda de nuestra libre voluntad sólo lo
hacemos por una necesidad que nos domina; y en todo lo que se hace
por necesidad advertimos un cierto dolor como su resultado. El placer,
por lo contrario, es una consecuencia de lo que hacemos movidos por
el deseo. Así, pues, las cosas que se hacen por el deseo no pueden ser
involuntarias, por lo menos en este sentido, y antes bien son
ciertamente voluntarias. Es cierto que a esta teoría podría oponerse la
que se ha ideado para explicar la intemperancia: "nadie, se dice, hace el
mal por mero gusto, sabiendo que es el mal, y, por tanto, el
intemperante incapaz de dominarse, sabiendo que lo que hace es malo,
no por eso se abstiene de hacerlo, y es porque sigue el impulso de su
deseo. No obra con una voluntad libre y se ve arrastrado por una
necesidad fatal.”
Refutaremos esta objeción con el mismo razonamiento sentado
más arriba. No, el acto que provoca el deseo no es un acto necesario,
porque el placer es el resultado del deseo, y lo que se hace por placer
jamás nace de una necesidad inevitable. También se puede probar de
otra manera que el hombre estragado obra con plena voluntad, porque,
al parecer, no puede negarse que los hombres injustos son injustos
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voluntariamente; es así que los hombres estragados son injustos y
comenten una injusticia; luego, el hombre corrompido, que no es
dueño de sí mismo, comete voluntariamente los actos de intemperancia
que ejecuta.
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CAPÍTULO XII
CONTINUACION DE LA REFUTACION
PRECEDENTE
Hay otra objeción que se opone a nuestra teoría, y con la que se
intenta demostrar que la intemperancia no es voluntaria. "El hombre
templado, se dice, ejecuta los actos de templanza por un acto propio de
su voluntad, porque se le estima por su virtud, y la estimación sólo
recae sobre actos voluntarios. Pero si lo que se hace según el deseo
natural es voluntario, todo lo que se hace contra este deseo es
involuntario; es así que el hombre templado obra contra el deseo, luego
se sigue de aquí que el templado no es voluntariamente templado."
Pero evidentemente éste es un error, pues que resulta que lo que se
hace según el deseo tampoco es voluntario.
Un sistema del todo semejante se aplica a los actos que se refieren
a la cólera, porque los mismos razonamientos que valen respecto del
deseo valen igualmente respecto a la cólera, y presentan la misma
dificultad, puesto que se puede ser templado e intemperante en punto a
la cólera.
La última de las especies que hemos distinguido entre los apetitos
es la voluntad, y nos falta indagar si es libre. Los hombres
desarreglados y los intemperantes quieren hasta cierto punto los actos
culpables a que se precipitan, y puede decirse, por tanto, que tales
hombres hacen el mal queriéndolo. Pero se objetará aún: nadie hace
voluntariamente el mal sabiendo que es mal; es así que el
intemperante, que sabe bien que lo que hace es malo, no obra con
voluntad; luego, no es libre, y la voluntad tampoco lo es. Con este
precioso razonamiento se suprimen radicalmente el desorden y el
hombre desordenado. Si el intemperante no es libre, no es reprensible,
pero el intemperante es reprensible; luego, obra voluntariamente;
luego, la voluntad es libre. Por lo demás, como en todo esto aparecen
razonamientos contradictorios, será bueno explicar con mayor claridad
qué es el acto voluntario y libre.
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CAPÍTULO XIII
DEFINICIÓN DE LA FUERZA O VIOLENCIA
Expliquemos, ante todo, lo que se entiende por fuerza o violencia
y por necesidad. La violencia se encuentra también en los seres
inanimados. Así se ve que a cada una de las cosas inanimadas se ha
señalado un sitio especial: por ejemplo, el lugar del fuego es lo alto, y
el de la tierra lo bajo. Pero, empleando una especie de violencia, puede
hacerse que la piedra suba y que el fuego baje. Con mas razón es
posible violentar al ser animado: por ejemplo, se puede obligar a un
caballo a que se separe de la línea recta por donde corre, haciéndole
que cambie la dirección y vuelva por donde vino. Y así, siempre que
fuera de los seres existe una causa que los obliga a ejecutar lo que
contraría su naturaleza o su voluntad, se dice que estos seres hacen por
fuerza lo que hacen. De otra manera, el hombre desarreglado que no se
domina reclamará y sostendrá que no es responsable de su vicio,
porque pretenderá que si comete la falta es porque se ve forzado a ello
por la pasión y el deseo. Ésta será, pues para nosotros la definición de
la violencia y de la coacción: hay violencia siempre que la causa que
obliga a los seres a hacer lo que hacen es exterior a ellos; y no hay
violencia desde el momento que la causa es interior y que está en los
seres mismos que obran.
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CAPITULO XIV
DEFINICIÓN DE LAS IDEAS DE NECESIDAD Y DE
LO NECESARIO
El punto de las ideas de necesidad y de lo necesario es preciso decir
que no se las puede aplicar indistintamente y a todas las cosas. Por
ejemplo, jamás se aplica a lo que hacemos por placer, porque sería un
absurdo decir que uno se había visto forzado por el placer a seducir a la
mujer de su amigo. Y así, la idea de la necesidad no es aplicable
indistintamente a todas las cosas: sólo lo es a aquellas que nos son
exteriores: por ejemplo, sí alguno se ha visto en la necesidad de sufrir
cierto mal para evitar otro mayor que amenazaba su fortuna. En este
concepto yo mismo puedo decir: "Me veo forzado, por precisión, a ir
apresuradamente a mi casa de campo, que si tardara sólo encontraría
arruinada mi cosecha." He aquí los casos en que puede decirse que hay
necesidad.
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CAPÍTULO XV
DEL ACTO VOLUNTARIO
No pudiendo consistir el acto voluntario en un impulso ciego,
es preciso que proceda siempre del pensamiento; porque si el acto
involuntario es el que se verifica por necesidad y por fuerza, es justo
que añadamos, como tercera condición, que tiene también lugar cuando
no han mediado la reflexión y el pensamiento. Los hechos demuestran
esta verdad. Cuando un hombre hiere, y, si se quiere, mata a otro, o
comete un acto semejante sin ninguna premeditación, se dice que lo ha
hecho contra su voluntad, y esto prueba que se coloca siempre la
voluntad en un pensamiento previo. Así es cómo se cuenta de una
mujer que, habiendo dado a beber a su amante un filtro y habiéndose
muerto éste de sus resultas, fue ella absuelta por el Areópago ante el
cual se la obligó a comparecer; y si el tribunal la absolvió fue por el
motivo sencillo de que no había obrado con premeditación. Esta mujer
dio el brebaje por cariño, sólo que se equivocó completamente. El acto
no pareció voluntario, porque no dio el filtro con intención de matar a
su amante. Aquí se ve que lo voluntario se da en lo que se hace con
intención.
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CAPITULO XVI
DE LA PREFERENCIA REFLEXIVA
Nos resta aún por examinar si la preferencia reflexiva, que
determina nuestra elección, debe o no pasar por un apetito. El apetito
se encuentra en los demás animales como en el hombre, pero la
preferencia que escoge no aparece en ellos. La causa de esto es que la
preferencia va siempre acompañada de la razón, y de la razón no
participa ningún otro animal. De aquí podría concluirse que la
preferencia no es un apetito. Pero, cuando menos, la preferencia ¿no es
la voluntad? ¿O tampoco lo es? La voluntad puede aplicarse hasta a las
cosas imposibles; por ejemplo, podemos querer ser inmortales. Pero
nosotros no preferimos esto por efecto de una elección reflexiva.
Además, la preferencia no se aplica al objeto mismo que se busca, sino
a los medios que conducen a él; por ejemplo, no puede decirse que se
prefiere la salud, sino que se prefieren, entre las cosas, las que la
procuran, como el paseo, el ejercicio, etc., y lo que queremos es el fin
mismo, puesto que queremos la salud. Esta distinción nos indica,
evidentemente, la profunda diferencia que hay entre la voluntad y la
preferencia reflexiva que decide de nuestra elección. La preferencia,
como su nombre lo expresa claramente, significa que preferimos tal
cosa a tal otra; por ejemplo, lo mejor, a lo menos bueno. Cuando
comparamos lo menos bueno con lo mejor y tenemos libertad de
elección, entonces puede decirse propiamente que hay preferencia.
La preferencia no se confunde ni con el apetito ni con la voluntad.
¿Pero el pensamiento es, en el fondo, la preferencia? ¿0 bien la
preferencia no es tampoco el pensamiento? Pensamos e imaginamos
una multitud de cosas en nuestro pensamiento. Pero lo que pensamos,
¿puede ser también objeto de nuestra preferencia y de nuestra
elección? ¿O no puede ser? Por ejemplo, pensamos muchas veces en
los sucesos que pasan entre los indios; ¿y podemos aplicar nuestra
preferencia a esto como aplicamos nuestro pensamiento? Por esto se ve
que la preferencia no se confunde absolutamente con el pensamiento.
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Puesto que la preferencia no se refiere aisladamente a ninguna de
las facultades del espíritu que acabamos de enumerar y que son todos
los fenómenos del alma, es necesario que la preferencia sea la
combinación de algunas de estas facultades tomadas dos a dos. Pero
como la preferencia o la elección se aplica. como acabo de decir, no al
fin mismo que se busca, sino a los medios que a él conducen; como,
por otra parte, sólo se aplica a cosas que sean posibles, y en los casos
en que ocurre la cuestión de saber si tal o cual cosa debe ser escogida,
es claro que es preciso pensar previamente sobre estas cosas y deliberar
sobre ellas, y solamente después que nos ha parecido preferible uno de
los dos partidos, y después de bien reflexionado, es cuando se produce
en nosotros cierto impulso que nos lleva a ejecutar la cosa. Entonces,
obrando de esta manera, podemos decir que obramos por preferencia.
Luego, si la preferencia es una especie de apetito y de deseo
precedido y acompañado de un pensamiento reflexivo, el acto
voluntario no es un acto de preferencia. En efecto, hay una multitud de
actos que hacemos con plena voluntad antes de haber pensado y
reflexionado en ellos. Nos sentamos, nos levantamos y realizamos
otras mil acciones voluntarias sin pensar ni remotamente en ellas, al
paso que, visto lo que se acaba de decir, todo acto que se hace por
preferencia siempre va acompañado de pensamiento. En este concepto,
el acto voluntario no es un acto de preferencia, pero el acto de
preferencia siempre es voluntario; y si preferimos hacer tal o cual cosa
después de una madura deliberación, la hacemos con plena y entera
voluntad. Legisladores ha habido, aunque en corto número, que han
hecho la distinción entre el acto voluntario y el acto premeditado,
formando con ellos distintas clases, e imponiendo penas menores por
los actos de voluntad que por los de premeditación.
La preferencia sólo cabe en las cosas que el hombre puede hacer,
y en los casos en que depende de nosotros obrar o no obrar, obrar de tal
manera o de tal otra, en una palabra, en todas las cosas en que puede
saberse el porqué de lo que se hace. Pero el porqué o la causa no es
absolutamente simple. En geometría, cuando se dice que el cuadrilátero
tiene sus cuatro ángulos iguales a cuatro ángulos rectos, y se pregunta
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el porqué, se responde: porque el triángulo tiene sus tres ángulos
iguales a dos rectos. En las cosas de este género, remontándose a un
principio determinado, al instante se sabe el porqué. Pero en los casos
en que es preciso obrar y en que son posibles la elección y la
preferencia, no sucede lo mismo, porque ninguna preferencia es fija, si
está determinada. Mas si se pregunta: ¿por qué habéis hecho eso? no se
puede menos de responder: porque no podía hacerlo de otra manera: o
bien, porque tuve eso por mejor. Se escoge el partido que parece mejor
sólo en vista de las circunstancias, porque éstas son las que nos deciden
a obrar. Además, en las cosas de este género es posible la deliberación
para saber cómo se debe obrar. Pero es muy distinto cuando se trata de
cosas que se saben a ciencia cierta. No hay precisión de deliberar para
saber cómo se escribe el nombre de Arquicles, porque su ortografía lo
dice, y se sabe positivamente cómo debe escribirse. Si en esto se
comete una falta, no está en el espíritu: estará únicamente en el acto
mismo de escribir. Y es que en todos los casos en que no cabe error en
el espíritu no se delibera, y sólo en las cosas en que la manera cómo
éstas deben de ser no está exactamente determinada es cuando puede
tener lugar el error. Pero la indeterminación se encuentra en todas las
cosas que el hombre puede hacer, y en todas aquellas en que puede ser
la falta doble y en dos sentidos diferentes. Nos engañamos en las cosas
que tocan a la acción, y, por consiguiente, también en las cosas que se
refieren a las virtudes. Fijos los ojos en la virtud, nos extraviamos, sin
embargo, en los caminos que nos son naturales y conocidos. Entonces
puede encontrarse la falta lo mismo en el exceso que en el defecto, y
podemos vernos arrastrados a uno o a otro de estos extremos por el
placer o por el dolor. El placer nos arrastra a obrar mal, y el dolor a
huir del deber y del bien.
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CAPITULO XVII
CONTINUACION DE LA TEORIA PRECEDENTE
Añado a lo dicho que el pensamiento no se parece en nada a la
sensación. La vista no puede hacer absolutamente otra cosa que ver, ni
el oído otra cosa que oír. Y así no cabe deliberación para saber si es
preciso oír o ver por el oído. En cuanto al pensamiento, es cosa muy
distinta, porque puede hacer tal o cual cosa, y aquí tiene ya lugar la
deliberación. Es posible engañarse en la elección de los bienes que no
constituyen directamente el fin que se busca, porque con respecto al fin
mismo todos están perfectamente de acuerdo; por ejemplo, todo el
mundo conviene en que la salud es un bien. Pero cabe engaño con
respecto a los medios que conducen a este fin, y así se pregunta si es
bueno para la salud comer o no comer tal o cual cosa. El placer y la
pena son, principalmente, los que en estos casos nos hacen incurrir en
equivocaciones y en faltas, porque huimos siempre de la última y
corremos tras el primero.
Ahora que ya sabemos en qué y cómo son posibles el error y la
falta, es preciso que digamos a qué va unida y a qué aspira la virtud.
¿Es al fin mismo? ¿Es sólo a las cosas que conducen a él? Por ejemplo:
¿es al bien mismo a que se aspira? ¿O, simplemente a las cosas que
contribuyen al bien? Pero, ante todo, ¿qué es lo que toca hacer a la
ciencia en este punto? ¿Pertenece a la ciencia de la arquitectura definir
bien el fin que se propone al hacer una construcción? ¿O sólo le
corresponde conocer los medios que conducen a este fin? Fijo bien
éste, que no es otro que el de hacer una casa sólida, sólo al arquitecto
toca procurar y encontrar todo lo que se necesita para realizar su obra.
La misma observación puede hacerse respecto a todas las demás
ciencias.
Lo mismo deberá suceder respecto a la virtud; es decir, que su
verdadero objeto será ocuparse del fin que debe constantemente
proponerse como bueno y como posible, más bien que de los medios
que conducen a este fin. Sólo el hombre virtuoso sabe procurar y
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encontrar lo que constituye este fin, y lo que debe hacer para
alcanzarlo. Es, pues, muy natural que la virtud se proponga este fin,
que es propio de ella, en todas estas cosas en que el principio de lo
mejor es, a la vez, el que puede realizarlo y el que puede proponerlo.
Por consiguiente, la virtud es lo mejor que hay en el mundo, porque
por ella se hace todo lo demás y porque es la que contiene el principio
de todo. Las cosas que contribuyen al fin que uno se propone están
sólo hechas para este fin. Por el contrario, el fin mismo representa, en
cierta manera, el principio en vista del cual se hacen las demás cosas
en la medida en que cada una de ellas se relaciona con aquél. Así se
verifica respecto a la virtud, puesto que siendo el principio mejor y la
mejor causa, aspira al fin mismo con preferencia a las cosas
secundarias que conducen a él.
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CAPÍTULO XVIII
EL VERDADERO FIN DE LA VIRTUD ES EL BIEN
El verdadero fin de la virtud es el bien, y la virtud aspira más a
este fin que a las cosas que lo deben producir mediante a que estas
cosas mismas forman parte de la virtud. Por verdadera que sea esta
teoría, si se intentara generalizarla, podría llegar a ser absurda; por
ejemplo, en pintura podría ser uno un excelente copista, sin merecer
por esto la menor alabanza, a no ser que se dedicara exclusivamente a
hacer copias perfectas. Pero lo propio de la virtud, hablando
absolutamente, es proponerse siempre el bien. "Más, se dirá quizá: ¿no
habéis sentado antes que el acto vale más que la virtud misma? ¿Por
qué ahora concedéis a la virtud como su más preciosa condición, no lo
que produce el acto, sino aquello en lo que no cabe acto posible?" Sin
duda, lo dijimos, y ahora repetimos lo mismo. Sí, el acto es mejor que
la simple facultad. Al observar a un hombre virtuoso, sólo podemos
juzgarle por sus acciones, porque es imposible ver directamente la
intención, que pueda tener. Si pudiéramos siempre conocer en los
pensamientos de nuestros semejantes su relación con el bien, el hombre
virtuoso nos aparecería tal como es, sin tener necesidad de obrar.
Puesto que hemos enumerado, al hablar de las pasiones, algunos
de los medios que constituyen la virtud, es preciso que digamos a
cuáles de aquéllas se aplican estos medios.
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CAPITULO XIX
DEL VALOR
Por lo pronto, hallándose el valor en relación con la audacia y con
el miedo, es bueno saber con qué especies de miedo y de audacia se
relaciona. El que teme perder su fortuna, ¿es un cobarde sólo por este
hecho? Y si uno se manifiesta firme cuando le ocurre una pérdida de
dinero, ¿es por esto un hombre valiente? Más aún: ¿basta que uno
tenga miedo o que se mantenga firme en una enfermedad para decir
que en un caso es cobarde y que en otro es valiente? El valor no
consiste en estas dos clases de miedo y de serenidad. Tampoco consiste
en despreciar el rayo y los truenos, y todos los demás fenómenos
terribles que están fuera del alcance humano. Despreciarlos no es ser
valiente; es ser un loco. Y así, el verdadero valor se manifiesta sólo
cuando recae sobre cosas respecto de las que es lícito al hombre tener
miedo y audacia; y entiendo por tales las cosas que la mayor parte o
todos los hombres temen. El que permanece firme en tales situaciones
es un hombre de valor.
Sentado esto, como el hombre puede ser valiente de mil maneras,
es necesario averiguar ante todo en que consiste precisamente el ser
valiente. Hay hombres valientes por hábito, como lo son los soldados,
porque saben por experiencia que en tal lugar, en tal momento y en tal
situación no se va absolutamente a correr ningún peligro. El hombre
que cuenta con todas estas seguridades y que por este motivo espera
los enemigos a pie firme, no por esto es valiente, porque si no se
reunieran todas las condiciones que en tales casos se requieren, no
sería capaz de esperar al enemigo. Por consiguiente, no se deben llamar
valientes los que lo son por efecto del hábito y la experiencia. Y así,
Sócrates no tuvo razón para decir que el valor es una ciencia porque la
ciencia no se hace tal sino adquiriendo la experiencia de ella por el
hábito. Pero nosotros no llamamos valientes a los que sólo arrostran los
peligros por efecto de su experiencia, ni ellos mismos se atreverían a
darse este nombre. Por consiguiente, el valor no es una ciencia. Puede
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uno hasta ser valiente por lo contrario de la experiencia. Cuando no se
sabe por la experiencia personal lo que puede suceder, puede uno estar
al abrigo del temor, a causa de su inexperiencia; y, ciertamente,
tampoco puede tenerse por valientes a los de esta clase. Hay otros que
parecen valientes por la pasión que los anima: por ejemplo los
amantes, los entusiastas, etcétera. Tampoco son éstos hombres de
valor, porque si se les arranca la pasión de que están dominados, cesan
en el acto de ser valientes. El hombre de verdadero valor debe ser
siempre valiente. Ésta es la razón porque no se atribuye valor a los
animales. Por ejemplo, no se puede decir que los jabalíes son valientes,
porque se defienden llenos de irritación a causa de las heridas que
reciben. El hombre valiente no puede serlo bajo la influencia de la
pasión.
Hay otra especie de valor que podría llamarse social y político.
Vemos hombres que arrostran los peligros por no tener que ruborizarse
ante sus conciudadanos, y se nos presentan como si tuvieran valor.
Puedo invocar aquí el testimonio de Homero cuando hace decir a
Héctor:
Polidamas por de por de pronto me llenará de injurias.
Y el bravo Héctor ve así en su interior un motivo para combatir.
Tampoco en nuestra opinión es éste el verdadero valor, y una misma
definición no podría aplicarse a todas estas clases de valor. Siempre
que suprimiendo un cierto motivo que hace obrar, el valor cesa, no
puede decirse que el que obra por este motivo sea, en realidad,
valiente. En fin, otros parece que tienen valor por la esperanza de algún
bien que esperan; éstos tampoco son valientes, puesto que sería un
absurdo llamar valientes a los que sólo lo son de cierta manera y en
circunstancias dadas. Por consiguiente, en nada de lo que va dicho se
encuentra el valor.
¿Quién es, en general, el hombre verdaderamente valeroso? ¿Cuál
es el carácter que debe tener? Para decirlo en una palabra, el hombre
valiente es el que no lo es por ninguno de los motivos que quedan
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expresados, sino porque es de suyo siempre valiente, ya le observé
alguno, ya nadie le vea. Esto no quiere decir que el valor aparezca
absolutamente sin pasión y sin motivo, sino que es preciso que el
impulso nazca de la razón, y que el móvil sea el bien y el deber. El
hombre que, guiado por la razón y por el deber, marcha al peligro sin
temerle, este hombre es valiente, y el valor exige precisamente estas
condiciones. Pero no debe entenderse que el hombre valiente carezca
de miedo en el sentido de no experimentar accidentalmente la menor
emoción de temor. No es ser valiente el no temer absolutamente nada,
porque si tal cosa pudiera admitirse, vendríamos a parar en que las
piedras y las cosas inanimadas son valientes. Para tener
verdaderamente valor, es preciso saber temer el peligro y saber
arrostrarle, porque si se arrostra sin temerlo, ya no se es valiente.
Además, como ya dijimos arriba, al dividir las especies de valor, éste
no se aplica a todos los temores ni a todos los peligros; sólo se aplica
directamente a los que pueden amenazar la vida. Tampoco el verdadero
valor tiene lugar en un tiempo cualquiera, ni en cualquier caso, sino en
aquellos lances en que los temores y los peligros son inminentes, ¿Será
uno valiente, por ejemplo, por temer un peligro que no pueda
verificarse hasta año después? Muchas veces se cuenta uno seguro
porque ve el peligro lejano, y se muere de miedo cuando está cerca.
Tal es la idea que nos formamos del valor y del hombre
verdaderamente valiente.
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CAPITULO XX
DE LA TEMPLANZA
La templanza ocupa el medio entre el desarreglo y la insensibilidad en
punto a placeres. La templanza, como en general todas las virtudes, es
una excelente disposición moral, y una excelente disposición sólo
puede aspirar a lo excelente. Lo excelente en este género es el medio
entre el exceso y el defecto. Los dos extremos contrarios nos hacen
igualmente reprensibles, y lo mismo pecamos cayendo en el uno que
en el otro. Puesto que lo mejor es el medio, la templanza ocupará el
medio entre el desarreglo y la insensibilidad, y será el término medio
entre estos extremos. Pero si la templanza se refiere a los placeres y a
las penas, no se aplica ni a todas las penas ni a todos los placeres,
porque no aparece indistintamente en todos los casos en que las unas o
los otros se producen. Y así, por tener el placer de ver un cuadro, una
estatua, o cualquier otro objeto análogo, no merecerá el que lo haga el
título de intemperante y desarreglado. Lo mismo sucede con respecto a
los placeres del oído o del olfato. ¿Pero puede tener lugar con respecto
a los placeres del tacto o del gusto? No será templado con respeto a los
placeres un hombre, ni aun respecto de estos placeres particulares,
porque no experimente emoción bajo la influencia de ninguno de ellos,
porque entonces sería un hombre insensible. Pero será templado si,
sintiéndola, no se deja dominar por ellos hasta el punto de despreciar
todos sus deberes por el ansia de gozarlos con exceso; y la verdadera
templanza consistirá en permanecer prudente y moderado únicamente
por el motivo de que se debe ser, porque si se abstiene de todo exceso
en estos placeres, por temor o por otro sentimiento análogo, esto ya no
se llama templanza. Fuera del hombre, jamás diremos de los animales
que son templados, porque no poseen la razón, que podría servirles
para distinguir y escoger lo que es bueno; y toda virtud se aplica al
bien y sólo con el bien tiene relación. En resumen, puede decirse que la
templanza se refiere a los placeres y a las penas, pero sólo a los que
nos pueden dar los sentidos del tacto y del gusto.
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CAPITULO XXI
DE LA DULZURA
En seguida de lo dicho podemos hablar de la dulzura, y mostrar lo
que es y en qué consiste. Digamos, ante todo, que la dulzura es un
medio entre el arrebato, que conduce siempre a la cólera, y la
impasibilidad que no puede nunca llegar a sentirla. Ya hemos visto que
todas las virtudes, en general, son medios. Esta teoría fácilmente podría
probarse si hubiera necesidad de hacerlo, y bastaría, al efecto, fijarse
en que en todas las cosas lo mejor ocupa el medio, que la virtud es la
mejor disposición, y que siendo lo mejor el medio, la virtud es, por
consiguiente el medio. La exactitud que de esta observación será tanto
más evidente cuanto más se la compruebe en cada caso particular. El
hombre irascible es el que se irrita contra todo el mundo en todo caso y
más allá de los límites debidos. Es una disposición muy reprensible,
porque no conviene irritarse contra todo el mundo, ni por todas las
cosas, ni de todas maneras, ni siempre; lo mismo que no conviene
tampoco no irritarse jamás, por ningún motivo, ni contra nadie. Este
exceso de impasibilidad es tan reprensible como el otro. Pero si uno se
hace reprensible por incurrir en exceso o en defecto, el que sabe
permanecer en el verdadero medio es, a la vez, dulce y digno de
alabanza. No es posible aprobar el carácter del que experimenta muy
vivamente el sentimiento de la cólera, ni el del que apenas lo siente;
pero se llama verdaderamente dulce al que sabe mantenerse en lo justo
entre estos dos extremos. Así, pues, la dulzura es el medio entre las
pasiones que acabamos de describir.
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CAPÍTULO XXII
DE LA LIBERALIDAD
La liberalidad es el medio entre la prodigalidad y la avaricia, dos
pasiones que tienen por objeto el dinero. El pródigo es el que gasta en
cosas que no debe, más que debe y cuando no debe. El avaro, al
contrario del pródigo, es el que no gasta en lo que debe, ni lo que debe,
ni cuando debe. Ambos son igualmente reprensibles. El uno cae en un
extremo por falta, el otro en el opuesto por exceso. El hombre
verdaderamente liberal, puesto que merece alabanza, ocupa el medio
entre estos dos; y el liberal es el que gasta en las cosas que es preciso,
lo que es preciso y cuando es preciso.
Por otra parte, hay más de una especie de avaricia, y entre las
personas liberales es preciso distinguir los que llamamos cicateros,
capaces de dividir un grano de anís en dos partes; los avarientos, que
no retroceden jamás tratándose de ganancias vergonzosas, y los
tacaños, que exageran a cada momento hasta sus menores gastos.
Todos estos matices están comprendidos en la denominación general
de la avaricia, porque el mal tiene una infinidad de especies, mientras
que el bien no tiene más que una; por ejemplo, la salud es simple, y la
enfermedad viste mil formas. Lo mismo sucede con la virtud, que es
simple, mientras que el vicio es múltiple, y así todos los que acabamos
de señalar son indistintamente reprensibles en punto a dinero. ¿Pero el
hombre liberal debe adquirir y amontonar riquezas? ¿O debe
desentenderse de este cuidado? Las demás virtudes están en el mismo
que ésta; no compete, por ejemplo, al valor fabricar armas, porque esto
es objeto de otra ciencia, pero al valor corresponde cogerlas para
servirse de ellas. Lo mismo sucede con la templanza y con las demás
virtudes sin excepción. No es a la liberalidad que toca adquirir dinero;
este cuidado corresponde a la ciencia de la riqueza o crematística.
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CAPÍTULO XXIII
DE LA GRANDEZA DE ALMA
La grandeza de alma es una especie de medio entre la insolencia y
la bajeza. Se refiere al honor y al deshonor; pero no al honor de que
juzga el vulgo, sino a aquel del que son únicos jueces hombres de bien,
y el cual es al que atiende la grandeza del alma. Los hombres de bien
que conocen las cosas y las aprecian en su justo valor concederán su
estimación al, que merezca semejante honor; y el magnánimo preferirá
siempre la estimación ilustrada de un corazón que sabe cuán
verdaderamente estimable es el suyo. Pero el magnánimo no aspira a
los honores sin distinción; sólo se fijará en el más elevado, y
ambicionará este precioso bien, con el único fin de que pueda elevarle
hasta la altura de un principio. Los hombres despreciables y viciosos,
que, creyéndose ellos mismos dignos de los mayores honores, miden
por su propia opinión la consideración que exigen, son los que pueden
llamarse insolentes. Por lo contrario, los que exigen menos que lo que
se les debe de justicia prueban tener un alma mezquina. Entre estos dos
extremos ocupa el medio el que no exige para sí menos honores de los
que le corresponden, ni quiere mas de los que merece, ni pretende
tampoco monopolizarlos. Éste es el magnánimo y, repito, la grandeza
de alma es el medio entre la insolencia y la bajeza.
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CAPITUO XXIV
DE LA MAGNIFICENCIA
La magnificencia es el medio entre la ostentación y la
mezquindad. Se refiere a los gastos que un hombre colocado en alta
posición debe saber hacer. El que gasta cuando no debe gastar, es
fastuoso y pródigo; por ejemplo, si a simples convidados que
contribuyen con su escote a la comida se les trata como si fueran
convidados para una boda, será una ostentación y un fausto ridículo,
porque se llama ostentación hacer alarde de su fortuna en ocasiones en
que no debería hacerse. La mezquindad, que es el defecto contrario al
fausto, consiste en no saber gastar con grandeza cuando conviene, o
bien cuando, resuelto uno a hacer grandes gastos, por ejemplo, con
ocasión de una oda o de una ceremonia pública, los regatea y no los
hace de una manera conveniente. Esto se llama ser mezquino. Se
comprende perfectamente que la magnificencia es tal como nosotros la
describimos, aunque no sea más que por el nombre que lleva; pues
porque, cuando llega la ocasión, hace las cosas en grande y cual
conviene hacerlas, recibe con razón el nombre con que se la conoce. Y
así, la magnificencia, puesto que es laudable, es un cierto medio entre
el exceso y el defecto en los gastos, según las circunstancias en que
conviene hacerlos. A veces se quiere hacer distinción entre los rasgos
de magnificencia: por ejemplo, hablando de su sujeto, se dice: "marcha
magníficamente". Pero éstas y otras diversas acepciones sólo
descansan en una metáfora, y entonces no se emplea esta palabra en su
sentido especial. Hablando con propiedad, no hay en estos casos
verdadera magnificencia, porque sólo se encuentra en los límites en
que nosotros la hemos encerrado.
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CAPITULO XXV
DE LA INDIGNACION QUE INSPIRA EL
SENTIMIENTO DE LA JUSTICIA
La justa indignación, en griego némesis, es el medio entre la
envidia, que se desconsuela al ver la felicidad ajena, y la alegría
malévola, que se regocija con los males de otro. Ambos son
sentimientos reprensibles, y sólo el hombre que se indigna con razón
debe merecer nuestra alabanza. La justa indignación es el dolor que se
experimenta al ver la fortuna de alguno que no la merece; y el corazón
que se indigna justamente es el que siente las penas de este género.
Recíprocamente, se indigna también al ver sufrir a alguno, una
desgracia no merecida. He aquí lo que es la justa indignación y la
situación del que se indigna justamente. El envidioso es todo lo
contrario en cuanto está pesaroso siempre de ver la prosperidad de
otro, merézcala o no la merezca. Como el envidioso, el malévolo, que
se regocija con el mal, se considera feliz al ver las desgracias de los
demás, sea o no ésta merecida. El hombre que se indigna en nombre de
la justicia no se parece en nada ni a uno ni a otro, y ocupa el medio
entre estos dos extremos.
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CAPITULO XXVI
DE LA DIGNIDAD Y DEL RESPETO DE SÍ MISMO
EN LAS RELACIONES SOCIALES
La gravedad y el respeto de sí mismo ocupan el medio entre la
arrogancia, que sólo parece contenta consigo misma, y la
complacencia, que indiferentemente se acerca a todo el mundo. La
gravedad se aplica a las relaciones sociales. El arrogante evita mucho
el trato de las gentes y se desdeña de hablar a los demás. El nombre
mismo que se le da en griego parece que viene de su manera de ser. El
arrogante es, en cierta manera, autoades, es decir, contento de sí
mismo, y se le llama así porque se gusta mucho a sí mismo. El
complaciente es el que se acomoda a toda clase de personas, bajo todas
las relaciones y en todas las circunstancias. Ninguno de estos
caracteres es digno de alabanza. Pero el hombre que se presenta digno
y grave es digno de estimación, porque ocupa el medio entre estos
extremos; no se acerca a todo el mundo y sólo busca los que son
dignos de su trato. Tampoco huye de todo el mundo, y sí sólo de
aquellos que merecen bien que se huya de trabar relaciones con ellos.
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CAPITULO XXVII
DE LA MODESTIA
La modestia es un medio entre la imprudencia, que no respeta
nada, y la timidez, que ante todo se detiene. La modestia se muestra en
las acciones y en las palabras. El imprudente es el que todo lo dice y
todo lo hace en todas situaciones, delante de todo el mundo, y sin
ningún miramiento. El hombre tímido y embarazado, que es lo
contrario de éste, es el que toma toda clase de preocupaciones para
obrar y para hablar con todo el mundo y en todos los negocios; se
siente siempre como trabado e impedido, y no sirve para nada. La
modestia y el hombre modesto ocupan el medio entre estos extremos.
El modesto sabrá guardarse, a la vez, de decirlo y hacerlo todo, y en
todas ocasiones, como el imprudente, así como de desconfiar siempre y
de todo, según hace el tímido, que con tanta facilidad se desalienta.
Así, el hombre modesto sabrá hacer y decir las cosas donde, como y
cuando conviene hacerlas y decirlas.
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CAPITULO XXVIII
DE LA AMABILIDAD
La amabilidad es el medio entre la chocarrería y la rusticidad, y
tiene relación con la burla y la gracia. El bufón o chocarrero es el que
se imagina que puede mofarse de todo y de todas maneras. La
rusticidad, por lo contrario, es el defecto del que cree que jamás debe
burlarse de nadie, y que se incomoda si se burlan de él. La verdadera
amabilidad está entre estos dos extremos; no se burla ni de todo ni
siempre, al paso que se mantiene lejos de una grosería rústica. Por lo
demás, la amabilidad puede presentarse bajo dos fases; sabe, a la vez,
divertirse con mesura y soportar, en caso contrario, las chanzonetas de
los demás. Tal es el hombre verdaderamente amable, y tal la verdadera
amabilidad que da lugar fácilmente al gracejo.
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CAPITULO XXIX
DE LA AMISTAD
La amistad sincera es el medio entre la adulación y la hostilidad,
y se muestra en los actos y en las palabras. El adulador es el que
concede a los demás más de lo que conviene y más de lo que tienen. El
enemigo es el que niega las dotes evidentes que posee la persona que
aborrece. Excusado es decir que ninguno de estos dos caracteres
merece alabanza. El amigo sincero ocupa el verdadero medio; no añade
nada a las buenas cualidades que distinguen a aquel de quien se habla,
ni le alaba por las que no tiene, pero tampoco las rebaja, ni se
complace jamás en contradecir su propia opinión. Tal es el amigo.
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CAPITULO XXX
DE LA VERACIDAD
La veracidad es el medio entre el disimulo y la jactancia. Sólo
afecta a las palabras, y no indistintamente a todas. El jactancioso es el
que finge y se alaba de tener más de lo que tiene o de saber lo que no
sabe. El hombre disimulado es lo contrario; porque el que disimula
finge tener menos que tiene, niega saber lo que : sabe y oculta lo que
sabe. El hombre verídico no hace ni lo uno, ni lo otro. No fingirá tener
más ni menos de lo que tiene, sino que dirá francamente lo que tiene,
así como dirá lo que sabe.
Que sean éstas o no verdaderas Virtudes, es una cuestión distinta,
pero es evidente que hay términos medios en los caracteres que
acabamos de bosquejar, puesto que cuando se guardan y se respetan
estos límites en la conducta, merece elogios el que así lo hace.
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CAPITULO XXXI
DE LA JUSTICIA
Réstanos ahora hablar de la justicia y explicar lo que es, en qué
individuos se encuentra y a qué objeto se aplica.
Ante todo, si estudiamos la naturaleza misma de lo justo,
reconoceremos que es de dos clases. La primera es lo justo, según la
ley, y en este sentido se llaman justas las cosas que la ley ordena. La
ley prescribe, por ejemplo, actos de valor, actos de prudencia y, en
general, todas las acciones que reciben su denominación conforme a
las virtudes que las inspiran. Por esta razón se dice también, hablando
de la justicia, que es una especie de virtud completa. En efecto, si los
actos que la ley ordena son actos justos y la ley sólo ordena los actos
que son conformes con todas las diferentes virtudes, se sigue de aquí
que el hombre que observa escrupulosamente la ley y que ejecuta las
cosas justas que ella consagra es completamente virtuoso. Por
consiguiente, repito que el hombre justo y la justicia se nos presentan
como una especie de virtud perfecta. He aquí una primera especie de
justicia, que consiste en los actos, y que se aplica a, las cosas que
acabamos de referir.
Pero no es esto, por completo, lo justo ni toda la justicia que
buscamos. En todos los actos de justicia, comprendidos tal como la ley
los comprende, el individuo que los realiza puede ser justo
exclusivamente para sí mismo y frente a frente de sí mismo, puesto que
el prudente, el valiente, el templado sólo tienen estas virtudes para sí y
no salen de sí mismos. Pero lo justo que se refiere a otro es muy
diferente de lo justo tal como resulta de la ley, porque no es posible
que el justo, que lo es relativamente a los demás, sea justo para sí sólo.
He aquí, precisamente, lo justo y la justicia que queremos conocer y
que se aplican a los actos que acabamos de indicar. Lo justo que lo es
relativamente a los demás, es, para decirlo en una sola palabra, la
equidad, la igualdad; y lo injusto es la desigualdad. Cuando uno se
atribuya sí mismo una parte de bien más grande o una parte menos
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grande de mal, hay iniquidad, hay desigualdad; y entonces creen los
demás que aquél ha cometido y que ellos han sufrido una injusticia. Si
la injusticia consiste en la desigualdad, es una consecuencia necesaria
que la justicia y lo justo consistan en la igualdad perfecta en los
contratos. Otra consecuencia es que la justicia es un medio entre el
exceso y el defecto, entre lo demasiado y lo demasiado poco. El que
comete la injusticia tiene, gracias a la injusticia misma, mas de lo que
debe tener; y el que la sufre, por lo mismo que la sufre, tiene menos de
lo que debe tener.
El hombre justo es el que ocupa el medio entre estos extremos.
El medio o, lo que es lo mismo, la mitad, es igual; de tal manera que lo
igual entre lo más y lo menos es lo justo, y el hombre justo es el que en
sus relaciones con los demás sólo aspira a la igualdad. La igualdad
supone, por lo menos, dos términos. La igualdad, en tanto que es
relativa a los demás, es lo justo, y el hombre verdaderamente justo es el
que acabo de describir y que no quiere más que la igualdad.
Consistiendo la justicia en lo justo, en lo igual y en un cierto
medio, lo justo sólo puede ser lo justo entre ciertos seres, lo igual no
puede ser igual sino para ciertas cosas, y el medio sólo puede ser el
medio también entre ciertas cosas. De aquí se deduce que la justicia y
lo justo son relativos a ciertos seres y a ciertas cosas. Además, siendo
lo justo lo igual, lo igual proporcional o la igualdad y proporcional será
también lo justo. Una proporción exige, por lo menos, cuatro términos,
y, para formularla, es preciso decir, por ejemplo: A es a B como C es a
D. Otro ejemplo de proporción: el que posee mucho debe contribuir
con mucho a la masa común, y el que posee poco debe contribuir con
poco. Recíprocamente, resulta una proporción igual diciendo que el
que ha trabajado mucho, reciba mucho salario, y el que ha trabajado
poco reciba poco. Lo que el trabajo mayor es al menor, es también lo
mucho a lo poco, y el que ha trabajado mucho está en relación con lo
mucho, lo mismo que el que ha trabajado poco está en relación con lo
poco.
Ésta es la regla de proporción, relativa a la justicia, que parece
haber querido aplicar Platón en su República: "El labrador -dice-
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produce trigo, el arquitecto construye la casa, el tejedor teje el vestido
el zapatero hace el calzado. El labrador da el trigo al arquitecto, y, a su
vez, éste le da la casa; las mismas relaciones existen entre los demás
ciudadanos que cambian lo que poseen con lo que poseen otros". He
aquí cómo se establece la proporción entre ellos. Lo que es el labrador
respecto al arquitecto, el arquitecto lo es recíprocamente respecto al
labrador. La misma relación tiene lugar con el tejedor, el zapatero y
con todos los demás, entre los cuales subsiste siempre la misma
proporción. Esta proporción es precisamente la que constituye y
mantiene los vínculos sociales; y en este sentido ha podido decirse que
la justicia es la proporción, porque lo justo es lo que conserva las
sociedades, y lo justo se confunde e identifica con lo proporcional.
Pero el arquitecto daba a su obra un valor mayor que el za-
patero, y era difícil que el zapatero pudiese cambiar su obra con la del
arquitecto, puesto que no podía hacerse con una casa en lugar del
calzado. Entonces se imaginó un medio de hacer todas estas cosas
vendibles, y se resolvió, en nombre de la ley, que sirviera de
intermediario en todas las ventas y compras posibles cierta cantidad de
dinero, que se llamó moneda, en griego nomisma, del carácter legal
que tiene, y para que, entregándose en todos los tratos los unos a los
otros una cantidad en relación con el precio de cada objeto, se pudiese
hacer toda clase de cambios y mantener por este medio el vínculo de la
asociación política. Consistiendo lo justo en estas relaciones y las
demás de que he hablado arriba, la justicia, que enlaza estas relaciones,
es la virtud que pone al hombre en el caso de practicar
espontáneamente todas las cosas de este orden con una intención
perfectamente reflexiva y de conducirse como se acaba de ver en todos
estos casos.
También puede decirse que la justicia es el talión; pero no en el
sentido en que lo entendían los pitagóricos. Según éstos, lo justo
consistía en que el ofensor sufriera el mismo daño que había hecho al
ofendido. Esto no es posible respecto de todos los hombres sin
excepción. La relación de lo justo no es la misma la del sirviente al
hombre libre, que la del hombre libre al sirviente; el sirviente que
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golpea al hombre libre no debe recibir, en recta justicia, tantos golpes
como él dio; debe recibir más, puesto que el talión no es justo sin la
regla de proporción. Tanto como el hombre libre es superior al esclavo,
otro tanto el talión debe diferenciarse del acto que da lugar a él. Y
añado que, en ciertos casos, la misma diferencia debe haber tratándose
de dos hombres libres. Si uno ha sacado un ojo a otro, no es justo
contentarse con sacar un ojo al ofensor; porque es preciso que su
castigo sea mayor conforme a la regla de proporción, puesto que el
ofensor fue el primero que atacó y cometió el delito. En estos dos
conceptos se ha hecho culpable, y por consiguiente la proporcionalidad
exige que, siendo los delitos más graves, el culpable sufra también un
mal mayor que el que ha hecho.
Pero como lo justo puede entenderse en muchos sentidos, es
preciso determinar de qué especie de justicia debemos ocuparnos aquí.
Hay, ciertamente, se dice, relaciones de justicia entre el sirviente y el
amo, y entre el hijo y el padre, y lo justo en estas relaciones parece a
los que lo reconocen sinónimo de justicia civil y política, porque lo
justo que estudiamos aquí es la justicia política. Ya hemos visto que la
justicia civil consiste principalmente en la igualdad; los ciudadanos son
como asociados que deben mirarse como semejantes en el fondo por
su naturaleza, y sólo diferentes por su manera de ser. Pero se hallará
que no hay relaciones de justicias posibles del hijo al padre y del
esclavo al dueño, como no las hay respecto de mí mismo con mi pie, ni
con mi mano, ni con ninguna otra parte de mi cuerpo. Ésta es la
posición del hijo respecto de su padre, puesto que el hijo no es, en
cierta manera más que una parte del padre, y sólo cuando ha adquirido
el valor y conquistado el rango de un hombre, haciéndose por esta
razón independiente, es cuando se hace igual del padre y su semejante,
relaciones que los ciudadanos tratan siempre de establecer entre sí. Por
la misma razón, y mediando relaciones casi iguales, tampoco cabe
verdadera justicia del esclavo al dueño, porque aquél es una parte de su
señor, y si cabe algún derecho y alguna justicia respecto de él, será la
justicia de la familia, que podría llamarse justicia económica. Pero aquí
no buscamos esta justicia; estudiamos únicamente la justicia política y
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civil, y la justicia política consiste exclusivamente en la igualdad y en
la completa semejanza. Lo justo en la asociación del marido y de la
mujer se aproxima mucho a la justicia política. La mujer, sin duda, es
inferior al hombre, pero su relación con éste es más íntima que la del
hijo y la del esclavo, y está más próxima a ser de igual condición que
su marido. Y así, su vida común se aproxima a la asociación política, y,
por consiguiente, la justicia de la mujer respecto a su esposo es, en
cierta manera, más política que ninguna de las que acabamos de
indicar.
Dado el punto de vista en que nos hemos colocado, y
encontrándose lo justo en la asociación política, se sigue de aquí que
las ideas de la justicia y del hombre justo se refieren especialmente a la
justicia política. Entre las cosas que se llaman justas, unas lo son por la
naturaleza y otras por la ley. Pero no se crea que estos dos órdenes de
cosas son absolutamente inmutables, puesto que las cosas mismas de la
naturaleza están también sujetas al cambio. Me explicaré por medio de
un ejemplo. Si nos proponemos servirnos de la mano izquierda, nos
haremos ambidextros, y, sin embargo, la naturaleza procuraría siempre
que hubiera una mano izquierda. Jamás podremos impedir que la mano
derecha valga más que ella, por más que hagamos para que la izquierda
haga las cosas tan bien como la derecha. Pero sería un error deducir del
hecho de que podemos hacer las dos manos igualmente derechas, que
no hay una tendencia determinada por la naturaleza para la una y para
la otra, y como la izquierda subsiste izquierda más ordinariamente y
por más tiempo, y la derecha subsiste igual- mente derecha, se dice que
esto es una cosa natural.
Esta observación se aplica exactamente a las cosas justas por
naturaleza, a la justicia natural; y porque lo justo de esta clase pueda
mudar algunas veces para nuestro uso, no por eso deja de ser justo por
naturaleza. Lejos de esto, subsiste justo, porque lo que subsiste justo en
el mayor número de casos es evidentemente lo justo natural. La justicia
que establecemos y sancionamos en nuestras leyes es también la
justicia, pero la llamamos justicia según la ley, justicia legal. Lo justo,
según la naturaleza, es, sin contradicción, superior a lo justo, según la
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ley que hacen los hombres. Pero lo justo que buscamos en este
momento es la justicia política y civil, y la justicia política es la que
está hecha por la ley, y no por la naturaleza.
Lo injusto y el acto injusto, al parecer, se confunden, pero es
preciso distinguirlos. Lo injusto está determinado exactamente por la
ley; por ejemplo, es injusto no entregar el depósito qué se nos ha
confiado. El acto injusto se extiende a más, y consiste en hacer en
realidad una cosa injustamente. La misma diferencia hay entre el acto
justo y lo justo. Lo justo es también lo que está determinado en la ley;
y el acto justo consiste en hacer realmente cosas justas.
¿Cuándo es justo un acto? ¿Cuándo no lo es? Para decirlo en
pocas palabras, un acto es justo cuando se hace con reflexiva intención
y entera libertad. Ya he dicho antes lo que debe entenderse por un acto
libre y voluntario. Cuando se tiene en cuenta a quién, en qué tiempo y
por qué se hace lo que se hace, entonces se practica verdaderamente un
acto justo; y, recíprocamente será también hombre injusto el que sabe a
quién, cuándo y por qué hace lo que hace. Cuando, sin saberlo y sin
ninguna de estas condiciones se hace alguna cosa injusta, entonces no
es el hombre verdaderamente injusto; es, simplemente un desgraciado.
Por ejemplo, si creyendo matar a un enemigo mata a su padre, comete
un acto injusto, pero no por esto ha cometido un crimen, porque sólo es
una desgracia. Tampoco se comete realmente injusticia, aun haciendo
un acto injusto, cuando se obra con completa ignorancia, y no se sabe
ni a quién, ni cómo, ni por qué se ha causado el daño. Bueno será
explicar con precisión esta ignorancia, y cómo puede suceder que,
ignorando completamente la persona a quien se daña, no sea una
culpable. He aquí dentro de qué límites encerramos esta ignorancia.
Cuando ella es causa directa de la acción que se ha hecho, esta acción
no es voluntaria, y, por consiguiente, no es uno culpable. Pero cuando,
por lo contrario, es uno mismo causa de esta ignorancia, y se ha hecho
alguna cosa que es resultado de esta ignorancia, como ésta es la única
causa, entonces es uno culpable, y con razón se considera a uno causa
del delito y se le exige la responsabilidad. Esto sucede en el caso de la
embriaguez. Los hombres que estando ebrios hacen algún mal son
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culpables, porque ellos mismos son causa de su ignorancia. Libres eran
de no beber, hasta el punto de desconocer a su padre y golpearle. Lo
mismo sucede en todos los demás casos de ignorancia, cuando uno
mismo es la causa de ella. Los que hacen el mal como resultado de
estas obcecaciones voluntarias, son injustos y culpables. Pero, respecto
a la ignorancia de que no es uno causa y que por sí sola obliga a obrar
como se obra, no es uno culpable. Esta ignorancia es, en cierta manera,
física, como la de los niños que, no conociendo aún a su padre, llegan
hasta a golpearle, Esta ignorancia, bien natural en los casos de este
género, no permite decir que los niños son culpables de lo que hacen.
Siendo la ignorancia la causa única de su acto y no estando en su mano
el salir de esa ignorancia, no se les puede acusar, ni tener por
culpables.
Una cuestión se suscita, no sobre la injusticia que se comete, sino
con motivo de la que se sufre, y se pregunta: ¿se puede,
voluntariamente, sufrir una injusticia? ¿O acaso es esto imposible?
Nosotros hacemos libre y voluntariamente cosas justas y cosas injustas,
pero jamás somos voluntariamente víctimas de la injusticia. Evitarnos
con el mayor cuidado todo lo que nos puede dañar; y no es menos
evidente que no sufriríamos de buen grado el daño que se nos hace, si
pudiéramos impedirlo. Nadie sufre la voluntariamente que se le haga
daño, y sufrir una injusticia es sufrir un perjuicio y un daño.
Verdaderamente, todo esto es cierto; pero hay cosas en que, sea lo que
quiera lo que exija la igualdad, concede uno parte de sus derechos a los
demás. Y entonces si lo justo fuera tener una parte igual, es claro que
tener una menor es una injusticia; y como se sufre la reducción
voluntariamente, resulta de aquí, se dice, que se sufre voluntariamente
una injusticia. Esto es, sin duda, lo que puede objetarse. Pero una
prueba de que el daño no es realmente consentido es que los que en
tales casos se contentan con una parte menor que la suya reclaman, en
cambio de lo que ceden, algún honor, alabanza, gloria, afección o
cualquiera otra compensación de este género. El que recibe una cosa en
cambio del objeto que cede no experimenta daño alguno; y si no sufre
injusticia, es claro que no la sufre voluntariamente. A esto se agrega
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que los que toman menos de lo que les corresponde, los cuales, al
parecer, pueden considerarse tratados con injusticia si no reciben una
porción igual a la de los demás, nunca dejan de gloriarse de estas
concesiones y de alabarse, diciendo: "He podido recibir una parte
igual; pero no he querido tomarla; y he preferido que la perciba tal o
cual persona, que es de mayor edad, o tal otra, que es mi amigo". Nadie
se alaba de la injusticia que sufre. Pero si nunca se alaba el hombre de
las injusticias que sufre, y en este caso sí se alaba, es claro que en esta
pretendida partición desigual no ha recibido lesión al quedarse con la
parte más pequeña; y si no ha sufrido una injusticia, es más claro aún
que no la ha sufrido voluntariamente.
Convengo en que el ejemplo, que se puede tomar de la
intemperancia, es un argumento contra toda esta teoría. El hombre
intemperante, se dirá, que no sabe dominarse, se daña a sí mismo
haciendo un acto vicioso, y lo hace con plena voluntad; luego se daña a
sí mismo sabiéndolo, y, por tanto, sufre voluntariamente una injusticia
y un daño, que se hace a sí mismo con pleno gusto. Pero haciendo una
ligera adición a nuestra definición, quedará refutado este razonamiento;
y es la siguiente: que nadie quiere, realmente, sufrir la injusticia. Sin
duda alguna que el intemperante realiza sus actos de intemperancia
queriéndolos, de tal manera que se procura a sí mismo la injusticia y el
daño, y quiere, por tanto, causarse mal. Pero ya hemos dicho que nadie
quiere sufrir la injusticia, y, por consiguiente, tampoco el intemperante
puede sufrir voluntariamente una injusticia que procede de él mismo.
Pero quizá podría suscitarse otra cuestión y preguntar: "¿Es
posible que se haga uno culpable para consigo mismo?" Por lo menos,
si nos fijamos en el ejemplo del intemperante la cosa es posible; y,
evidentemente, si lo que ordena la ley es justo, el que no la cumple es
injusto, y si la ley prescribe alguna cosa en obsequio de otro y no se
hace, es injusto el que no la ejecuta en favor de ese otro. La ley ordena
ser templado y prudente, conservar sus bienes y cuidar su cuerpo, y
dicta otras prescripciones de este género. El que no hace todo esto es
injusto para consigo mismo puesto que ninguno de estos delitos puede
nunca trascender y alcanzar un tercero. Pero todos estos razonamientos
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no tienen nada de verdaderos, puesto que nadie puede ser injusto
consigo mismo. Es de toda imposibilidad que un mismo individuo, en
el mismo momento, tenga a la vez, más y menos; y que obre, a la vez,
con plena voluntad y contra su voluntad. El injusto, en tanto que
injusto, percibe más de lo que le corresponde; la víctima que sufre una
injusticia, en tanto que la sufre, recibe menos de lo que debe recibir;
luego, si uno se hiciera una injusticia a sí mismo, se seguiría que un
mismo individuo, en un mismo momento, podría tener más y menos;
pero esto es evidentemente imposible y, por consiguiente, no puede
uno hacerse injusticia a sí mismo. En segundo lugar, como el que hace
una injusticia la comete con voluntad e intención, y el que la sufre, la
sufre contra su voluntad, si uno pudiera ser injusto para consigo
mismo, resultaría que haría, a la vez, una cosa con plena voluntad y
contra su voluntad. Ésta es otra imposibilidad palpable, y, ya valga
este argumento, ya valga el anterior, resulta que no es posible ser
injusto para consigo mismo.
El mismo resultado tenemos si descendemos a los delitos
particulares. Se hace uno culpable de delito cuando niega un depósito o
comete un adulterio, un robo o cualquiera otra injusticia particular.
Pero no puede uno negarse a sí mismo un depósito que se le ha
confiado, no puede cometer un adulterio con su propia mujer, no puede
robar su propio dinero; y, por consiguiente, si son éstos todos los
delitos posibles y no puede cometerse uno solo contra sí mismo, resulta
de aquí que es imposible ser culpable y cometer un delito contra sí. Si
todavía se sostiene que puede ser esto posible, se habrá de convenir en
que la injusticia, en tal caso, nada tiene de social y política, y que es
puramente doméstica o económica. He aquí cómo. Dividida el alma
como está, en muchas partes, una es mejor y, otra es peor; y si cabe
una injusticia en el alma, únicamente será de unas partes respecto de
las otras. La injusticia doméstica o económica sólo puede distinguirse
relativamente a lo peor y a lo mejor, para que sea posible que haya
justicia e injusticia del individuo para consigo mismo. Pero aquí no nos
ocupamos de esta clase de justicia, sino únicamente de la justicia
política, es decir, de la que se ejerce entre ciudadanos iguales.
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En resumen, el individuo, en punto a los delitos que son objeto de
nuestro estudio, no puede ser culpable para consigo mismo. Pero aún
se puede preguntar: ¿Quién es el culpable en el alma? ¿En qué parte
reside el delito? ¿Es en la parte del alma que tiene una disposición
injusta, o en la que juzga con injusticia, o en la que hace la partición
injustamente, como sucede en las luchas y en los concursos? Si se
recibe el premio de mano del presidente, que es el que decide, no se,
hace una injusticia, aunque el premio haya sido dado injustamente. El
único culpable de la injusticia cometida es el que ha juzgado mal y
dado mal el premio. Y aun el presidente es culpable en un sentido, y no
en otro. Lo es en tanto que no ha fijado lo justo conforme a la verdad y
a la naturaleza; pero en tanto que ha dado su fallo según sus propias
luces, no es ni injusto, ni culpable.
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CAPITULO XXXII
DE LA RAZON
Hablando de las virtudes, hemos explicado lo que son, en qué
actos consisten y a qué se aplican. Además, hemos dicho, fijándonos
en cada una de ellas en particular, que el que las practica se conduce lo
mejor posible y según la recta razón. Pero limitarse a esta generalidad
y decir que es preciso obedecer a la recta razón es como si dijera
alguno que para conservar la salud deben usarse alimentos sanos.
Consejo muy obscuro, y si yo lo diera, se me respondería: "Indicad con
precisión las cosas sanas que recomendáis". Lo mismo sucede con la
razón, y puede preguntarse también: ¿Qué es la razón y qué es la recta
razón? Para responder a esta pregunta, lo primero que debe cuidarse es
de especificar bien la parte del alma en que radica la razón que se
busca.
Ya antes, en una sencilla indagación que hicimos sobre el alma,
vimos que hay en ella una parte que está dotada de razón, y otra que es
irracional. A su vez, la parte del alma que está dotada de la razón se
divide en otras dos, que son la voluntad y el entendimiento, que es
capaz de ciencia. Estas partes del alma son diferentes, lo cual se prueba
por la diferencia misma de sus objetos. Así como son cosas diferentes
entre sí el color, el sabor, el sonido y el olor, así la naturaleza les ha
designado sentidos especiales y diversos. Percibimos el sonido por el
oído, el sabor por el gusto, el color por la vista. Debe suponerse que la
misma ley se aplica a todo lo demás, y puesto que los objetos son
diferentes, es preciso también que las partes del alma, que nos los
hacen conocer, sean diferentes corno ellos. Una cosa es lo inteligible y
otra es lo sensible, y como es el alma la que nos hace conocer lo uno y
lo otro, es preciso que la parte del alma que se refiere a lo sensible sea
distinta que la que se refiere a lo inteligible. La voluntad y la libre
reflexión se aplican a las cosas de sensación y de movimiento; en una
palabra, a todo lo que puede nacer y perecer. Nuestra voluntad delibera
acerca de las cosas que depende de nosotros hacer o no hacer después
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de una decisión previa, y en las que la voluntad y la preferencia
reflexiva pueden ejercitarse obrando o no, según nuestra elección. Pero
siempre recae sobre cosas sensibles y que están en movimiento para
mudar de una manera o de otra. Por consiguiente, la parte del alma que
elige y se determina se refiere, al obrar según la razón, a las cosas
sensibles.
Sentados estos puntos, y puesto que la razón se aplica a la verdad,
debemos indagar cuáles son las condiciones de lo verdadero en el
alma. Puede alcanzarse lo verdadero por la ciencia, la prudencia, el
entendimiento, la sabiduría y la conjetura. Debemos preguntarnos, para
conservar el enlace con lo que precede, a qué objeto se refiere cada una
de estas facultades. Desde luego, la ciencia se aplica a lo que puede
saberse, y este dominio se extiende tan allá como la demostración y el
razonamiento. En cuanto a la prudencia, se aplica sólo a las cosas
factibles y prácticas, que hay posibilidad de buscar o de evitar, que
depende de nosotros hacer o no hacer. Pero en las cosas que el hombre
puede producir y en las que puede obrar, es preciso distinguir con
cuidado de una parte lo que produce, y de otra lo que simplemente
obra. Con respecto a lo que produce, siempre hay un resultado final
distinto del hecho de la producción. Así en la arquitectura, que está
destinada a producir la casa, el fin especial que se propone es la casa,
independientemente de la construcción misma que produce esta casa.
Lo mismo sucede con la carpintería y con todas las artes en general,
que tienden a producir alguna cosa. En cuanto a las cosas puramente
prácticas, no tienen otro fin que la acción misma. Por ejemplo: cuando
se toca la lira no hay otro fin que, el acto mismo que uno hace, porque
el acto y el simple hecho de tocar son, en este caso, el fin que nos
proponemos. Así, pues, la prudencia se aplica a la acción y a las cosas
de pura acción sin resultado ulterior; y el arte se aplica a la producción
y a las cosas que se producen, porque el uso del arte recae más bien en
las cosas que se producen que en aquellas sobre las que simplemente se
obra. Y así, puede decirse que la prudencia es la facultad que escoge
voluntariamente y que opera en las cosas en las que depende de
nosotros el obrar o no obrar, y todas las cuales tienen, en general, lo
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útil por objeto. La prudencia, a mi juicio, es una virtud y no una
ciencia, porque los hombres prudentes son dignos de alabanza, y de
alabanza sólo es objeto la virtud. Además, cabe virtud en toda ciencia,
pero no cabe, propiamente hablando, en la prudencia, porque la
prudencia, es ella misma la virtud.
En cuanto a la inteligencia, se aplica a los principios de las cosas
inteligibles y de los seres. La ciencia sólo se refiere a las cosas que
admiten demostración, y siendo los principios indemostrables, resulta
que la ciencia no se aplica a los principios, cuyo conocimiento sólo a la
inteligencia y al entendimiento corresponde.
La sabiduría es un compuesto de la ciencia y del entendimiento,
porque la sabiduría está en relación a la vez con los principios y con las
demostraciones, que se derivan de los principios y son el objeto propio
de la ciencia. En tanto que la sabiduría toca a los principios, participa
del entendimiento; y en tanto que toca a las cosas, que son
demostrables como consecuencias de los principios, participa de la
ciencia. Luego la sabiduría se compone de ciencia y de entendimiento;
y se aplica a las cosas, a las que se aplican igualmente el entendimiento
y la ciencia. En fin, la conjetura es la facultad por la que procuramos,
en todos los casos en que las cosas presentan un doble aspecto,
distinguir si son o no son de tal o de cual manera.
La prudencia y la sabiduría, que acabamos de definir, ¿son o no
una sola y misma cosa? La sabiduría se dirige a las cosas a que alcanza
la demostración y que son inmutablemente siempre lo que son. Pero la
prudencia, lejos de referirse a las cosas de esta clase, se refiere a las
cosas que están sujetas a cambio. Me explicaré: por ejemplo, la línea
recta, la línea curva, la línea cóncava y todas las cosas de este género
son siempre las mismas; pero las cosas de interés no son tales que no
puedan estar perpetuamente cambiando; cambian, pues, y el interés de
hoy no es el interés de mañana; lo que es útil a éste no lo es a aquél, y
lo que es útil de tal manera no lo es de tal otra. Y la prudencia, no la
sabiduría, es la que se aplica a las cosas de utilidad, a los intereses.
Luego la prudencia y la sabiduría son muy diferentes. ¿Pero la
sabiduría es o no una virtud? Puede verse claramente que sólo es virtud
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en cuanto participa de la naturaleza de la prudencia. La prudencia,
como ya hemos dicho, es una virtud de una de Ias dos partes del alma
que poseen la razón; pero es evidente que está por debajo de la
sabiduría, porque se aplica a objetos inferiores. La sabiduría sólo se
aplica a lo eterno y a lo divino, cómo acabamos de ver, mientras que la
prudencia se ocupa sólo de intereses humanos. Luego si el término
menos elevado es una virtud, con más razón lo será el término más
alto; lo cual prueba ciertamente que la sabiduría es una virtud.
Por otra parte, ¿qué es la habilidad y a qué se aplica? La habilidad
se ejercita también en las cosas a que se aplica la prudencia, es decir en
las cosas que el hombre puede y debe hacer. Se da el nombre de hábil
al que es capaz de deliberar sensatamente y de ver y juzgar bien, pero
cuyo juicio se aplica a cosas pequeñas y sólo gusta de las mismas. Y
así la habilidad y el hombre hábil sólo son una parte de la prudencia y
del hombre prudente, y no podrían existir sin ellos, porque es
imposible separar la idea del hombre hábil de la del hombre prudente.
La misma observación puede aplicarse también a la mafia. La mafia no
es la prudencia; el hombre mañoso no es el hombre prudente; sin
embargo, el hombre prudente es mañoso. He aquí por qué la maña
coopera en cierta manera a los actos de la prudencia. Pero se dice de un
hombre malo que es mañoso, y así es la verdad; como, por ejemplo,
Mentor, que parecía mañoso, sin ser por eso prudente. Lo propio de la
prudencia y del hombre prudente es el desear siempre las cosas más
nobles, preferirlas siempre y practicarlas siempre. Por lo contrario, el
objeto único de la maña y del hombre mañoso es descubrir los medios
de realizar las cosas que hay que realizar y saber proporcionárselas.
Tales son los objetos que ocupan al hombre mañoso, y a los cuales
consagra todos sus cuidados.
Por lo demás. se nos podría preguntar, no sin extrañeza, por qué,
siendo el objeto de esta obra la moral y la política, hemos venido a
hablar también de la sabiduría. Nuestra primera respuesta es, que si la
sabiduría es una virtud, como dijimos antes, no debe ser extraño a
nuestro objeto su estudio. En segundo lugar, compete al filósofo
estudiar sin excepción todos los objetos que están comprendidos en un
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mismo círculo: y puesto que hablamos de las cosas del alma, es justo
hablar de todas; y como la sabiduría está en el alma, hablar de ella no
es salirse del estudio del alma.
La relación que hemos señalado entre la maña y la prudencia se
aplica, al parecer, a todas las demás virtudes. Quiero decir, que en cada
uno de nosotros hay virtudes innatas debidas a la naturaleza y que son
como fuerzas instintivas, que sin la intervención de la razón arrastran a
cada hombre a actos de valor, de justicia y a otros relativos a las demás
virtudes. Me apresuro a decir que estas virtudes se forman también
bajo la influencia del hábito y de la voluntad. Pero sólo las virtudes
adquiridas y a las que va unida la razón son por completo virtudes y las
únicas dignas de estimación. Así, pues, la virtud puramente natural
obra sin la razón, y precisamente porque está aislada de la razón es
débil y no es digna de alabanza; pero si se une a la razón y al libre
albedrío, entonces forma la virtud completa y perfecta. El instinto
natural, que nos arrastra a la virtud, necesita el apoyo de la razón y no
puede existir sin ella. Por otra parte, la razón y el libre albedrío no
llegan a formar completamente la virtud por sí solos, sin la tendencia
instintiva que da la naturaleza. Esto prueba que Sócrates no está en lo
exacto, cuando pretende que la virtud no es más que la razón, porque
sostiene que de nada sirve hacer actos de valor y de justicia, si no se
sabe que se hacen y si no se determina uno a ello mediante la razón en
la elección que hace. Sócrates se equivocaba cuando decía que la
virtud es el fruto de la razón sola. Los filósofos de nuestros días
comprenden mejor las cosas cuando dicen que la virtud consiste en
hacer buenas acciones según la recta razón; y, sin embargo, su teoría
no es aún del todo exacta. En efecto, si alguno realizase actos de
perfecta justicia sin la menor intención, sin el menor conocimiento de
las cosas bellas que practica y dejándose llevar por una especie de
arranque irracional, sus actos podrían muy bien ser excelentes y
conformes a la recta razón; quiero decir, que habría obrado ente según
lo que ordena la recta razón; y sin embargo, una acción de esta clase
nunca merecería alabanza y estimación Y así la definición que
proponemos nos parece preferible, entendiendo que la virtud es el
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instinto natural guiado hacia el bien por la razón, porque en este caso
es, a la vez, la virtud y una cosa digna de estimación y alabanza.
En cuanto a la cuestión de saber si la prudencia es o no realmente
una virtud, he aquí un argumento que prueba clarísimamente que lo es.
Si la justicia, el valor y las demás virtudes son estimables, porque
hacen cosas preciosas, es evidente que la prudencia es igualmente
digna de estimación y que debe colocársela en este elevado rango de
virtud, porque la prudencia se aplica a las acciones que el valor nos
inspira instintivamente. En general el valor realiza su obra por entero
según se lo aconseja la prudencia; y por consiguiente, si el valor es
laudable en sí mismo, porque hace lo que la prudencia le ordena, la
prudencia con más razón debe ser absolutamente laudable Y
absolutamente una virtud. ¿La prudencia es o no una virtud activa y
práctica? Esto se puede ver más claramente observando las diversas
ciencias. Tomemos por ejemplo la arquitectura. En este arte hay por
una parte el que llamamos arquitecto, que dirige todo el trabajo, y por
otra parte el que obedece al arquitecto, sirviéndole, y se llama albañil.
Este último es el que hace, la casa, pero el arquitecto, en cuanto el
albañil la construye en vista de sus planos, también hace la casa. Lo
mismo sucede en todas las demás ciencias que producen algo, y en las
que habrán de distinguirse el que guía y el obrero que ejecuta. El jefe
produce hasta cierto punto una cierta cosa, y produce esta misma obra
que hace el obrero que obedece a sus órdenes. Si sucede absolutamente
lo mismo con las virtudes, lo cual parece muy probable y muy racional,
se sigue la prudencia es también una virtud que obra una virtud
práctica; porque todas las virtudes son activas y prácticas, y la
prudencia desempeña en medio de ellas, en cierta manera, el papel de
jefe y de arquitecto. Lo que ella prescribe lo ejecutan fielmente así las
virtudes corno los corazones por ellas inspirados; y puesto que las
virtudes son activas y prácticas, la prudencia lo es como lo son ellas.
En fin, otra cuestión será saber si la prudencia manda o no manda,
como se ha sostenido, y no sin motivo, a las otras partes del alma. No
me parece que deba mandar a las partes que son superiores respecto de
ella, por ejemplo, a la sabiduría. Pero se dice que vigila y gobierna
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soberanamente todas las demás partes del alma, prescribiéndoles lo que
han de hacer. Mas si es el jefe, quizá lo es en el alma, como el
administrador en el seno de la familia, que es dueño de todo y dispone
de todo, pero en el fondo no es el que manda absolutamente, puesto
que no hace más que procurar descanso, a su principal, el cual, si se
distrajera con todos estos cuidados imprescindibles, se vería en la
necesidad de renunciar a todas las bellas y nobles cosas que pudieran
convenirle. La prudencia, semejante a este útil servidor, es como el
administrador de la sabiduría, y procura a ésta el tiempo que necesita
para realizar su obra suprema, conteniendo y moderando las pasiones.
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LIBRO SEGUNDO
CAPITULO PRIMERO
DE LA MODERACIÓN
Después de lo que precede, quizá convendrá tratar de la
moderación y decir qué es, en qué casos se manifiesta y a qué se
aplica. La moderación es una cualidad del hombre que exige menos de
lo que podrían procurarle sus derechos fundados en la ley. Hay una
multitud de cosas, respecto de las que el legislador es impotente para
determinar casos particulares, disponiendo sólo de una manera general.
Ceder de su derecho en las cosas de este género y no pedir más de lo
que el legislador hubiera querido, pero que no ha podido precisar en
todos los casos particulares a pesar de su deseo, es hacer un acto de
moderación. Pero el hombre moderado no reduce indistintamente todos
sus derechos; así que no rebaja nada de los que debe a la naturaleza, y
que son verdaderamente derechos; sólo reduce sus derechos legales,
aquellos que el legislador, a causa de su impotencia, ha debido dejar
indecisos.
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CAPITULO II
DE LA EQUIDAD
La equidad, que asegura la rectitud del juicio, se aplica a los
mismos casos que la moderación, es decir, a los derechos pasados en
silencio por el legislador, que no ha podido determinarlos con
precisión. El hombre equitativo juzga de los vacíos que deja la
legislación, y, reconociendo estos vacíos, insiste en que el derecho que
reclama es muy fundado. El discernimiento es, pues, lo que constituye
al hombre equitativo. Y así, la equidad, que distingue exactamente las
cosas, no puede existir sin la moderación; porque al hombre equitativo
y de buen sentido corresponde juzgar de los casos, y luego al hombre
moderado obrar según el juicio formado de esta manera.
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CAPITULO III
DEL BUEN SENTIDO
El buen sentido se aplica a las mismas cosas que la prudencia, es
decir, a las cosas de acción, que podemos, según queramos, buscar o
rechazar. El buen sentido es inseparable de la prudencia. La prudencia
es la que obliga a practicar las cosas de que acabamos de hablar. Pero
el buen sentido es esta cualidad, esta disposición o facultad que nos
descubre el mejor y más ventajoso proceder en los actos que debemos
ejecutar. Y así las cosas que se hacen espontáneamente, por perfectas
que hayan salido, no pueden atribuirse al buen sentido. Cuando no ha
habido intervención de la razón para discernir el mejor partido que
debe tomarse, no puede llamarse hombre de buen sentido al que obra
de esta manera. Cualquiera que sea el resultado que obtenga, sólo será
un hombre afortunado; porque los resultados obtenidos sin que
intervenga la razón, que juzga sanamente de las cosas, no son más que
obra del azar y de la fortuna.
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CAPÍTULO IV
DIGRESIÓN SOBRE LOS DEBERES DE CORTESÍA
Y SU RELACIÓN CON LA JUSTICIA
¿Es un deber unido a la justicia el tratar a todo el mundo bajo un
pie de igualdad en las relaciones sociales, o no lo es? Concibo que se
entablen relaciones con la persona que se encuentre, cualquiera que
ella sea, y que en el acto se ponga uno a su nivel; esto es sólo propio
del adulador y del complaciente. Pero dar a cada uno, en estas
relaciones, todo lo que merece según su mérito, parece ser
absolutamente una obligación en el hombre justo y que quiere
conducirse como es debido.
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CAPITULO V
CUESTIONES DIVERSAS
Pueden suscitarse objeciones contra algunas de las teorías
precedentes, diciendo: si cometer una injusticia es dañar a alguno con
plena voluntad, sabiendo que se le daña, quién es el dañado, cómo, y
por qué se le daña; y si, además, el daño hecho a otro y la injusticia
cometida sólo pueden recaer sobre los bienes y en Ios bienes
exclusivamente, se sigue de aquí que el hombre que comete una
injusticia, el hombre injusto, sabe perfectamente lo que es el bien y lo
que es el mal. Y conocer precisamente estos matices delicados es lo
propio del hombre prudente, es lo propio de la prudencia. Pero es un
absurdo manifiesto creer que este bien admirable que se llama la
prudencia, que es el primero de los bienes, sea propio del hombre
injusto. ¿No deberá decirse, más bien, que la prudencia no puede ser
jamás compañera del hombre injusto? El hombre injusto no es capaz de
juzgar, ni busca lo que es absolutamente bien y ni aun lo que es
especialmente su propio bien y ni aun lo que es especialmente su
propio bien; se engaña siempre en esto, mientras que la función
eminente de la prudencia consiste en discernir con seguridad las cosas
de este género. Aquí sucede lo que en la medicina. No hay nadie que
no sepa lo que es sano absolutamente hablando y lo que mantiene la
salud: por ejemplo, todos saben la utilidad del eléboro, de los
purgantes, de las amputaciones, de los cauterios, y nadie ignora que
estos remedios son muy saludables y que dan la salud. Pero, sabiendo
todo esto, no por eso poseemos la ciencia médica; porque no sabemos
cuál será el remedio conveniente en cada caso particular, como el
médico que sabe el remedio que será bueno para tal enfermo, la
disposición en que éste ha de estar para suministrárselo y que será el
oportuno; conocimientos que constituyen la verdadera ciencia de la
medicina. Sabiendo, pues, de una manera absoluta y general lo que es
bueno para la salud, no por eso poseemos la ciencia médica, ni
tampoco la llevamos con nosotros mismos.
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En igual forma, el hombre injusto sabe de una manera general que
la dominación, el poder, la riqueza, son bienes; pero no sabe
absolutamente si son bienes verdaderos para él, ni en que momento le
convienen, ni en qué disposición moral debe estar para que esto bienes
le sean provechosos. Este discernimiento sólo pertenece a la prudencia,
y la prudencia no acompaña al hombre injusto. Los bienes que codicia
y que adquiere mediante su crimen son, si se quiere, bienes absolutos;
pero no son los bienes que le convienen. La riqueza y el poder,
absolutamente hablando, son bienes, pero no son bienes para tal
hombre en particular, puesto que la riqueza y el poder que ha adquirido
sólo le servirán para causar mucho mal a sí y a sus amigos y jamás
sabrá emplear como conviene el poder que ha caído en sus manos.
Otra cuestión bastante embarazosa se puede también suscitar, y
consiste en saber si la injusticia es o no posible contra el hombre malo.
He aquí lo que puede decirse: si la injusticia es un daño que se causa a
otro, y este daño consiste en la privación de los bienes que se le
arrancan, no parece que pueda hacerse daño al hombre malo, puesto
que los bienes que le parecen ser bienes para él, no lo son
verdaderamente. El poder y la riqueza no pueden menos de dañar al
hombre malo, que jamás sabrá hacer de ellos un uso conveniente;
luego, si esta posesión es un daño para él, no se comete Una injusticia
arrancándoselos. Este razonamiento parecerá, sin duda, a la mayor
parte de los espíritus una pura paradoja, porque todo el mundo se cree
muy capaz de usar del poder, de la dominación y de la riqueza; pero
esta suposición es puramente gratuita y falsa. El legislador mismo es
de este dictamen, pues se guarda bien de confiar el poder a todos los
ciudadanos sin distinción. Lejos de esto, fija con cuidado la edad y la
fortuna que cada uno debe tener para tomar parte en el gobierno. Esto
nace de que el legislador no cree que todos indistintamente pueden
mandar, y si alguno se rebela por no tener parte en la autoridad y
porque no se le permite gobernar, se le puede decir: "No tenéis en
vuestra alma nada de lo que se necesita para mandar y gobernar a los
demás. En lo que corresponde al cuerpo debe tenerse en cuenta que,
para tratarle bien, no basta tomar únicamente cosas absolutamente
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buenas, sino que, si se quiere curar una salud resentida, es preciso
seguir un régimen y reducirse, por lo pronto, a una pequeña cantidad
de agua y de alimentos. A un alma mala, para impedirle hacer el mal,
¿qué otro recurso queda que negarle todo, autoridad, riqueza, poder y
todos los bienes de este género, con tanta más razón cuanto que el alma
es cien veces más móvil y más mudable que el cuerpo?. Porque así
como el que tiene el cuerpo enfermo debe someterse para curarse al
régimen que indiqué antes, así el alma enferma se hará quizá capaz de
conducirse bien, si se desprende de todo lo que la pervierte.
Otro problema que se puede también presentar es el siguiente: En
los casos en que no se pueden ejecutar, a la vez, actos justos y
valerosos, ¿cuáles son los que deben preferirse? Con respecto a las
virtudes naturales, ya hemos dicho que basta el instinto que arrastra al
hombre hacia el bien, sin que sea necesaria la intervención de la razón.
Pero cuando la elección voluntaria y libre es posible, ella depende
siempre de la razón, de esta parte del alma que posee la razón. Por
consiguiente, se podrá escoger y decidirse libremente en el acto mismo
en que se sienta uno arrastrado por el instinto, y entonces tendrá lugar
la virtud perfecta que, como hemos dicho, va siempre acompañada de
la reflexión y de la prudencia. Si la virtud perfecta no es posible sin el
instinto natural del bien, tampoco puede suceder que una virtud sea
contraria a otra virtud. La virtud se somete naturalmente a la razón y
obra como ésta se lo ordena, de tal manera que la virtud se inclina de
suyo al lado adonde la razón la conduce, porque la razón es la que
escoge siempre el mejor partido. Las demás virtudes no son posibles
sin la prudencia, así como la prudencia no es completa sin las demás
virtudes; pero todas las virtudes en su acción se prestan un mutuo
apoyo, y son todas compañeras y sirvientas de la prudencia.
Una cuestión no menos delicada que las precedentes es la de
averiguar si con las virtudes sucede lo que con los demás bienes
exteriores y corporales. Cuando estos bienes son demasiado
abundantes, corrompen a los hombres por su exceso, y, así, la riqueza
excesiva hace a los hombres desdeñosos y duros, y los demás bienes de
este orden, poder, honores, belleza y fuerza no corrompen menos que
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la riqueza. ¿Sucederá lo mismo con la virtud? ¿Si la justicia o el valor
se encontraran con exceso en el corazón de un hombre, este hombre no
sería peor? No, no lo sería. Pero puede añadirse que la gloria procede
de la virtud y que, llevada aquélla hasta el exceso, hace a los hombres
malos y corrompidos; luego, la virtud, llegando a aumentarse y
agrandar, pervertirá a los hombres; y puesto que estamos de acuerdo en
que la virtud es causa de la gloria, es preciso convenir, por
consiguiente, en que la virtud, aumentándose, corromperá los hombres
tanto como a sí misma. ¿Pero todo esto no es contrario a la verdad? Si
la virtud produce otros efectos admirables, como realmente sucede, el
más positivo consiste, sin contradicción, en que asegura el uso juicioso
de todos estos bienes mediante su influencia sobre los que los poseen.
El hombre de bien que no sepa emplear, como es conveniente, los
honores y el poder que le hayan cabido en suerte, cesará por esto
mismo de ser hombre de bien. Por consiguiente, ni los honores, ni el
poder, podrán corromper al hombre virtuoso, como no pueden
corromper la virtud misma. En resumen puesto que hemos demostrado
al principio de este estudio que las virtudes son medios, se sigue de
aquí que cuanto más grande es la virtud más medio será; y que la
virtud, al aumentarse, lejos de hacer a los hombres más malos, deberá,
por lo contrario, hacerlos mejores, porque el medio de que hablamos es
el medio entre el exceso y el defecto en las pasiones que agitan al
corazón del hombre. Pero no hablemos más sobre esta materia.
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CAPITULO VI
NUEVAS TEORÍAS SOBRE LA TEMPLANZA
Después de lo que precede, es indispensable comenzar un nuevo
estudio y tratar de la templanza y de la intemperancia, pero como esta
virtud y este vicio tienen algo de extraño, no deberá sorprender si las
teorías, con cuyo auxilio se las explica, parecen igualmente extrañas.
La virtud de la templanza no se parece a ninguna otra. En todas las
demás virtudes la razón y las pasiones arrastran en el mismo sentido y
no se contradicen. En la templanza sucede lo contrario; la razón y las
pasiones están directamente opuestas entre sí. En el alma, las tres
cualidades que podemos llamar malas son el vicio, la intemperancia y
la brutalidad. Más arriba hemos explicado lo que son el vicio y la
virtud, y en qué consisten, y ahora nos resta hablar de la intemperancia
y de la brutalidad.
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CAPITULO VII
DE LA BRUTALIDAD
La brutalidad es, en cierta manera, el vicio llevado hasta el último
extremo, y cuando vemos un hombre absolutamente depravado,
decimos que no es un hombre, sino un bruto, representando, la
brutalidad uno de los grados del vicio.
La virtud opuesta a esta odiosa cualidad no tiene nombre especial,
pero, cualquiera que sea, puede decirse que trasciende del hombre y
que es la virtud de los héroes y de los dioses. Esta virtud ha quedado
sin nombre, porque la virtud no puede aplicarse a Dios está por encima
de la virtud y no se arregla por ella, puesto que, en otro caso, sería la
virtud superior a Dios. He aquí por qué la virtud opuesta a la brutalidad
no puede tener nombre particular; es divina y supera a las fuerzas del
hombre; y así como la brutalidad es un vicio, que en un sentido es
extraño al hombre, así la virtud que se opone a este degradación no lo
es menos.
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CAPITULO VIII
DE LA TEMPLANZA
Para explicar bien la templanza y la intemperancia, debemos ante
todo, exponer la discusión de que han sido objeto y las teorías que se
han suscitado, algunas de las cuales son contrarias a los hechos.
Estudiando las cuestiones que se han promovido y comprobándolas
nosotros mismos, llegaremos a descubrir en lo posible la verdad en
estas materias; y éste será el mejor método y el que mas fácilmente nos
puede conducir para conseguirlo.
El viejo Sócrates llegó hasta suprimir y negar enteramente la
intemperancia, sosteniendo que nadie hace el mal con, conocimiento de
causa. Pero el intemperante, que no sabe dominarse, parece que hace el
mal sabiendo que es mal, arrastrado y todo por la pasión que le
domina. Resultado de esta opinión, Sócrates creyó que no había
intemperancia. Pero éste es un error. Es un absurdo atenerse a
semejante razonamiento y negar un hecho que es de toda certidumbre.
Sí, hay hombres intemperantes; y saben muy bien que, al obrar como
obran, hacen mal.
Puesto que la intemperancia es una cosa real, pregunto si el
Intemperante tiene una ciencia de cierta especie que le hace ver y
buscar las malas acciones que comete. Por otra parte, parecería absurdo
que lo que hay en nosotros de más poderoso y más firme sea dominado
y vencido por ninguna otra cosa. Ahora bien, de todo lo que existe en
nosotros, la ciencia es, sin contradicción, lo estable y lo más fuerte, y
esta observación tiende a probar que el intemperante no tiene el
conocimiento de lo que hace. Mas si no tiene precisamente la ciencia,
¿tiene, por lo menos, la opinión, tiene la sospecha? Pero si el
intemperante sólo tiene una sospecha de lo que hace, entonces cesa de
ser reprensible. Si hace alguna cosa mala sin saber precisamente que es
mala, sino suponiéndolo mediante una opinión incierta, se le puede
perdonar que se deje llevar del placer, puesto que comete el mal no
sabiendo exactamente que es mal, y presumiéndolo tan sólo. No se
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reprende a aquellos a quienes se excusa, y, por consiguiente, puesto
que el intemperante sólo tiene una vaga sospecha de lo que hace, no es
reprensible. Sin embargo, es realmente digno de censura.
Todos estos razonamientos sólo sirven para entorpecernos. Unos,
negando que el intemperante tiene la ciencia de lo que hace, nos llevan
a una conclusión absurda; y otros, sosteniendo que ni aun una vaga
opinión tienen, nos han conducido a una obscuridad no menos extraña.
Pero he aquí otras cuestiones que también se pueden promover.
El hombre que sabe ser prudente podrá también ser templado, y
entonces se pregunta: ¿hay algo que pueda causar al prudente deseos
violentos? Si es templado y si se domina, como se supone, será preciso
que experimente pasiones violentas, porque no se puede llamar
templado a un hombre que sólo domina las pasiones moderadas.
Luego, si no tiene pasiones vivas, ya no es moderado, porque no hay
moderación desde el momento en que no hay deseos ni emociones.
Pero esta misma explicación presenta dificultades nuevas, porque este
razonamiento tiende a concluir que algunas veces el intemperante es
digno de alabanza y el templado digno de reprensión. Puede suceder,
se dirá, que alguno se engañe en su razonamiento, y que, razonando,
encuentre que el bien es el mal, arrastrándole, por otra parte, la pasión
hacia el bien. La razón no le permitirá hacer lo que él tiene por mal;
pero, dejándose guiar por la pasión, lo hará; porque, obrar conforme a
la pasión, es lo propio del intemperante, como ya hemos dicho. Por
consiguiente, hará el bien, porque su pasión le mueve a ello; pero su
razón le impedirá obrar, puesto que suponemos que se aleja del bien
que desconoce, a causa del razonamiento hecho. Luego, este hombre
será intemperante y, sin embargo, será laudable, puesto que lo es en
tanto que obra el bien. Y he aquí un primer resultado que es
perfectamente absurdo. Partamos también de esta misma hipótesis, y
supongamos que este hombre se extravía usando de su razón, la cual le
hace creer que el bien no es el bien, y que al mismo tiempo su pasión le
conduzca igualmente a obrar bien. Pero la templanza consiste en
resistir, mediante la razón, las pasiones y los deseos que uno siente en
su alma; y así, este hombre que se verá engañado por su razón, estará
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impedido de ejecutar lo que su pasión desea, y, por consiguiente, de
hacer el bien, puesto que al bien es al que le conducía su pasión. Pero
el que no sabe hacer el bien en los casos en que es de su deber hacerlo,
es reprensible; luego, el hombre templado será algunas veces digno de
reprensión. Esta segunda consecuencia es tan absurda como la otra.
Otra cuestión tiene por objeto indagar si puede tener lugar la
intemperancia y ser uno intemperante en el uso de toda especie de
cosas y en la busca de todas ellas; si es uno intemperante, por ejemplo,
en punto a riqueza, honores, cólera, gloria y todas las cosas en que los
hombres parecen mostrarse intemperantes; o bien, si la intemperancia
sólo se aplica a un orden especial de cosas.
He aquí cuestiones que parecen dudosas y que, precisamente, hay
que resolver.
Ante todo, discutamos la cuestión relativa a la ciencia que se
niega al intemperante. Como ya lo hemos hecho ver, es un absurdo
suponer que un hombre que tiene la ciencia, la pierda de repente o la
deje escapar. El mismo razonamiento tiene lugar respecto a la simple
opinión y a la vaga sospecha, y no hay aquí, ninguna diferencia entre la
opinión incierta y la ciencia precisa. Desde el momento en que la
simple opinión, a causa de su misma vivacidad, se ha hecho sólida e
inquebrantable, no la separará ya la menor diferencia de la ciencia con
respecto a los que tienen estas opiniones, porque creerán que las cosas
son realmente como su opinión se las hace ver. Heráclito de Éfeso, al
parecer, tenía esta opinión imperturbable en todas las creencias que
engendraba. Y así, nada tiene de absurdo el creer que el intemperante,
ya tenga la ciencia verdadera, ya la simple opinión, tal como aquí la
suponemos, pueda hacer el mal. Esto nace de que la palabra saber tiene
un doble sentido; en uno, saber significa poseer la ciencia, y decimos
que alguno sabe alguna cosa cuando posee la ciencia de esta cosa; y en
otro, saber significa obrar en conformidad a la ciencia que se tiene. Y
así, el intemperante puede ser muy bien el hombre que tiene la ciencia
del bien, pero que no obra conforme a esta ciencia. Desde el acto que
no obra conforme a esta ciencia, no es un absurdo sostener que puede
hacer el mal en el acto mismo de tener la ciencia del bien. Este hombre
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se encuentra en el mismo caso que los que están dormidos, los cuales
podrán tener la ciencia, pero harán y experimentarán durante el sueño
una multitud de cosas que repugnen a la ciencia, porque en este estado
la ciencia no obra en ellos. Lo mismo sucede al intemperante; se parece
al hombre dormido, y no obra ya conforme a la ciencia que posee.
Tal es la solución de la cuestión que se había suscitado sobre este
punto, porque se preguntaba si en este momento el intemperante pierde
la ciencia que posee o si la ciencia le falta en tal momento, las dos
suposiciones parecen igualmente insostenibles.
Pero he aquí otra explicación que puede hacer esto perfectamente
evidente. Ya hemos dicho en los Analíticos que el silogismo se forma
de dos proposiciones, una universal, y otra comprendida en ésta, que es
particular. Por ejemplo; yo sé curar a todo hombre que tiene fiebre; es
así que el que tengo a la vista tiene fiebre; luego, yo sé curar a este
hombre en particular. Pero puede suceder que sepa yo de ciencia
universal y general lo que no sé de ciencia particular. Puede incurrirse
en un error en este último caso hasta por alguno que tenga ciencia; por
ejemplo, tal persona sabe curar a todo hombre que tiene fiebre, pero,
sin embargo, no sabe en particular que un hombre dado tiene fiebre. He
aquí cómo, en igual forma, el intemperante puede cometer una falta,
por aunque tenga la ciencia de aquello que él practica, porque puede
suceder muy bien que el intemperante tenga esta ciencia general de que
tales cosas son malas y dañosas, sin que por eso sepa claramente que
tales cosas en particular son malas y dañosas para él. Y así se engañará,
a pesar de tener la ciencia, porque posee la ciencia general y no la
ciencia particular. No es, pues, absurdo sostener que el intemperante
hará el mal, aun teniendo la ciencia de lo que hace. Lo mismo sucede,
poco más o menos, en el caso de embriaguez. Los ebrios, cuando su
embriaguez les ha abandonado, vuelven a ser lo que eran antes; la
razón y la ciencia no han desaparecido de ellos, sino que han sido
dominadas y vencidas por la embriaguez, y, libres de ella, vuelven a su
estado ordinario. Lo mismo sucede al intemperante; la pasión que le
domina impone silencio a la razón, pero cuando la pasión cesa, como
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cesa la embriaguez, el intemperante vuelve a lo que era antes de ceder
ante ella.
Pasemos ahora a otro razonamiento bastante embarazoso, con el
cual se quiere demostrar que algunas veces la intemperancia puede ser
digna de alabanza, y la templanza digna de reprensión. Este segundo
razonamiento no vale más que el primero. El templado, lo mismo que
el intemperante, no es aquel a quien engaña su razón; es el hombre que
tiene la razón recta y sana, y que juzga mediante ella lo que es malo y
lo que es bueno; pero que se hace intemperante cuando desobedece a
esta razón, y templado cuando se somete a ella sin dejarse llevar de las
pasiones que siente. De un hombre que tiene por cosa horrible golpear
a su padre, pero que se abstiene de hacerlo cuando casualmente le
acomete este deseo abominable, no puede decirse que sepa dominarse
y que por este motivo se le deba llamar templado. Pero, si en todos los
casos de este género que pueden proponerse, no hay templanza ni
intemperancia, la intemperancia no puede ser digna de alabanza, ni la
templanza digna de reprensión, como se pretendía. Hay intemperancias
que sólo son productos de enfermedades, y hay otras que son naturales;
por ejemplo, es un efecto de enfermedad el no poder dejar de
arrancarse los cabellos y roerlos. Cuando se domina este extraño
capricho, no por esto es uno digno de alabanza, ni tampoco reprensible
por no poder dominarlo; o, cuando menos, la victoria o la derrota son
de muy poca importancia en este caso. De otra parte, hay arrebatos que
son naturales. Por ejemplo, compareciendo ante el tribunal un hijo por
haber golpeado a su padre, se defendió diciendo a los jueces: "También
él golpeó a su padre", y fue absuelto porque creyeron los jueces que
éste era un delito natural, que estaba en la sangre; lo cual no impide
que si alguno ha sido, en un caso dado, bastante dueño de sí mismo
para no golpear a su padre, no merezca absolutamente la alabanza por
haberse abstenido de tan odiosa acción.
Pero no son la templanza y la intemperancia, consideradas en
estas condiciones excepcionales, de las que tratamos aquí puesto que
sólo son objetos de nuestro estudio de las especies de templanza y de
intemperancia que nos hacen absolutamente dignos de alabanza o de
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reprensión. Entre los bienes unos son exteriores a nosotros, como la
riqueza, el poder, los honores, los amigos o la gloria. Hay otros que nos
son necesarios, y que son corporales, como las que se refieren al tacto
y al gusto. El hombre intemperante en las cosas de esta última clase es,
al parecer, el que debe llamarse, absolutamente hablando,
intemperante. Las faltas que comete se refieren únicamente al cuerpo,
y a esta clase de exceso es al que limitamos la intemperancia que nos
proponemos estudiar. Se preguntaba un poco más arriba a qué se aplica
especialmente la intemperancia. Respondo que, hablando con
propiedad, no puede llamarse intemperante al que lo es en punto a
honores, porque se alaba generalmente al que tiene esta clase de
intemperancia, y se le llama ambicioso. Cuando hablamos de un
hombre que es intemperante en esta clase de cosas, añadimos
ordinariamente al epíteto de intemperante el nombre de la cosa misma;
ya sí decimos que es intemperante en punto a honores, en punto a
gloria, en punto a cólera. Pero cuando queremos designar al
intemperante de una manera absoluta, no tenemos necesidad de añadir
la indicación de las cosas en que lo es, porque se ve cuáles son las
cosas en que es intemperante, sin que haya de añadirse la designación
especial. El intemperante, absolutamente hablando, lo es con relación a
los placeres y a los sufrimientos del cuerpo.
He aquí otra prueba de que esto es a lo que realmente se aplica la
intemperancia. Puesto que se concede que el intemperante es
reprensible, los objetos de su intemperancia deben ser también el
poder, las riquezas y todas las cosas análogas, respecto de las que cabe
el nombre de intemperancia, no son reprensibles por sí mismas. Por lo
contrario, los placeres del cuerpo lo son, y al que se entrega con exceso
a ellos se llama con razón y justo motivo intemperante.
Pero como de todas las intemperancias, fuera de la de los placeres
del cuerpo, es la de la cólera la más reprensible, puede preguntarse si
ésta es más reprensible que la de los placeres. La intemperancia de la
cólera es absolutamente semejante al apuro que muestran los esclavos
por servir con un excesivo celo a su señor. Apenas éste les dice:
"Dame...", cuando llevados de su celo, entregan antes de haber oído lo
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que deben entregar; y muchas veces se engañan en la cosa que llevan a
su señor, y, en lugar del libro que éste pedía, le llevan un estilo para
escribir. El intemperante, en punto a cólera, está en el mismo caso que
estos esclavos. Apenas oye la primera frase que cree ofensiva, cuando
su corazón se llena de un deseo desenfrenado de venganza, y ya no
puede escuchar ni una sola palabra para poder saber si obra bien o mal
al irritarse o, por lo menos, si se irrita más de lo que debiera. Esta
tendencia a la cólera, que puede llamarse intemperancia de cólera, no
me parece muy reprensible. Pero la intemperancia que abusa del placer
lo es, a mi parecer, mucho más. Esté segundo arrebato difiere del otro
en que la razón interviene en él para impedir que se obre, y el
intemperante que se deja dominar por el placer obra contra la razón
que le habla. Y así, esta intemperancia merece mas reprensión que la
intemperancia de la cólera, porque está en un verdadero sufrimiento, en
tanto que no puede uno encolerizarse sin sufrir; mientras que, por lo
contrario, la intemperancia que procede del deseo o de la pasión
siempre va acompañada de placer. Esto es lo que la hace más
reprensible, porque la intemperancia que acompaña al placer parece
una especie de insolencia y de desafío a la razón.
¿La templanza y la paciencia son una sola y misma virtud? La
templanza se refiere a los placeres, y es hombre templado el que sabe
dominar sus peligrosos atractivos; la paciencia por lo contrario, sólo se
refiere al dolor, y el que soporta y sufre los males con resignación es
paciente y firme. En igual forma, la intemperancia y la molicie no son
la misma cosa. Hay molicie y es flojo un hombre cuando no sabe
soportar las fatigas, no todas indistintamente, sino las que otro hombre
en las mismas circunstancias se creería en la necesidad de soportar. El
intemperante es el que no puede soportar los alicientes del placer y se
deja ablandar y arrastrar por ellos.
Puede distinguirse aún el intemperante del que se llama
incontinente. ¿El incontinente es intemperante? ¿Y el intemperante
debe confundirse con el incontinente? El incontinente es el que cree
que lo que hace es excelente y le es muy útil, y que no tiene en sí
mismo una razón que sea capaz de oponerse a los placeres que le
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seducen y le ciegan. El intemperante, por lo contrario, siente en sí la
razón que se opone a sus extravíos en aquellas cosas a que le arrastra
su funesta pasión. De estos dos, ¿cuál es el que más fácilmente puede
curar, el intemperante o el incontinente? Lo que parecería probar que el
intemperante es menos fácil de corregir y que el incontinente es más
curable, es que éste, si tuviese en sí la razón que le hiciera conocer que
obraba mal, no lo haría, mientras que el intemperante posee la razón
que se lo advierte y, sin embargo, obra; por consiguiente, parece
absolutamente incorregible. Desde otro punto de vista, ¿cuál es el más
malo de los dos, el que nada bueno tiene absolutamente en sí, o el que
une buenas cualidades a los vicios que señalamos? ¿No es evidente que
es el incontinente, puesto que la facultad más preciosa que tiene en sí
se encuentra profundamente viciada? El intemperante posee un bien
admirable, que es la razón sana y recta, mientras que el incontinente no
la tiene. La razón, por lo demás, puede decirse que es el principio de
los vicios del uno y del otro. En el intemperante, el principio, que es la
cosa verdaderamente capital, es todo lo que debe ser y está en
excelente estado; pero en el incontinente este principio está alterado; y
en este sentido, el incontinente está por bajo del intemperante.
Con estos vicios sucede lo que con aquel a que hemos dado
nombre de brutalidad, el cual es preciso considerar, no en el bruto
mismo, sino en el hombre. ¿Por qué este nombre de brutalidad está
reservado a la última degradación del vicio? ¿Y por qué no se le puede
estudiar en el bruto? Por la razón única de que el mal principio no está
en el animal, puesto que sólo la razón es el principio. ¿Quién ha hecho
más mal al mundo, un león o un Dionisio, un Fálaris, un Clearco o
cualquier otro malvado? ¿No es claro que fueron estos monstruos? El
principio malo, que esta en el ser, es de la mayor importancia para el
mal que aquél hace, pero en el animal no hay un principio de esta
clase. En el incontinente, por tanto, el principio es el malo, y en el
momento mismo en que comete actos culpables, la razón, de acuerdo
con su pasión, le dice que es preciso hacer lo que hace. Esto prueba
que el principio que está en él no es sano, y en este concepto el
intemperante podría aparecer por encima del disoluto.
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Por lo demás, pueden distinguirse don especies de intemperancia.
La una, que arrastra desde el primer momento, si que preceda
premeditación, y que es instantánea; por ejemplo, cuando vemos una
mujer hermosa y en el acto advertimos una impresión, como resultado
de la cual surge en nosotros el deseo instintivo de cometer ciertos actos
que quizá no deberían cometerse. La otra especie de intemperancia no
es, en cierta manera, más que una debilidad, porque va acompañada de
la razón que nos impide obrar. La primera especie no deberá
considerársela muy digna de reprensión, porque puede producirse
también en corazones virtuosos, es decir, en hombres ardientes y bien
organizados. Pero la otra sólo se produce en los temperamentos fríos y
melancólicos, y éstos son reprensibles. Añadamos que siempre se
puede, si atendemos a la razón, llegar a no sentir nada en este caso,
diciéndose a sí mismo que, si aparece una mujer hermosa, es preciso
contenerse en su presencia. Si se sabe prevenir así todo peligro
mediante la razón, el intemperante, arrastrado, quizá, por una
impresión imprevista, no experimentará ni hará nada que sea
vergonzoso. Pero cuando, a pesar de lo que aconseja la razón,
enseñándonos que es preciso abstenerse de estos hechos, se deja uno
ablandar y arrastrar por el placer, se hace el hombre mucho más
culpable. El hombre virtuoso jamás se hará intemperante de esta
manera, y la razón misma, adelantándose, no tendrá necesidad de
curarle. La razón sola es su guía soberana; pero el intemperante no
obedece a la razón, sino que, entregándose por entero al placer se deja
ablandar y hasta enervar por ella.
Más arriba preguntamos si el prudente es templado; cuestión que
podemos resolver ahora. Sí, el prudente es templado igualmente,
porque el hombre templado no es sólo hombre que sabe con su razón
domar las pasiones que siente, sino que es también el que sin
experimentar estas pasiones, es capaz de vencerlas, si llegan a nacer en
él. El prudente es el que no tiene malas pasiones y que posee, además,
la recta razón para dominarlas. El templado es el que siente malas
pasiones y sabe aplicar a ellas su recta razón; por consiguiente, el
templado viene después del prudente, y es prudente también. El
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prudente es el que no siente nada; templado es el que siente y que
domina, o puede dominar, en caso necesario, lo que experimenta. Nada
de esto pasa con el prudente, y no deberá confundirse absolutamente el
intemperante con él.
Otra cuestión: ¿El intemperante es incontinente? ¿El incontinente
es intemperante? ¿O bien, lo uno no es consecuencia de lo otro? El
intemperante, como ya hemos dicho, es aquel cuya razón combate las
pasiones; pero el incontinente no está en este caso, porque es el que, al
hacer el mal, tiene la aquiescencia de su razón. Y así, el incontinente
no es como el intemperante, ni el intemperante como el incontinente.
Hasta puede decirse que el incontinente está por bajo del intemperante,
porque los vicios de naturaleza son más difíciles de curar que los que
preceden del hábito, porque toda la fuerza del hábito se reduce a que
las cosas en nosotros se conviertan en una segunda naturaleza. Y así, el
incontinente es el que, por su propia naturaleza y por ser tal como es,
se encuentra capaz de ser vicioso, y éste es el origen único de que se
forme en él una razón mala y perversa. Pero el intemperante no es así,
pues no porque él sea por naturaleza malo, su razón lo ha de ser
también, porque sería ésta necesariamente mala si fuese él mismo, por
naturaleza, lo que es el hombre vicioso. En una palabra, el
intemperante es vicioso por hábito, y el incontinente lo es por
naturaleza. El incontinente es más difícil de curar, porque un hábito
puede ser substituido por otro hábito, mientras que nada puede
suplantar a la naturaleza.
Pasemos ahora a la última cuestión. Puesto que el intemperante es
tal que sabe lo que hace y no le engaña su razón, y como, por otra
parte, el hombre prudente examina cada cosa con la recta razón,
podemos preguntar: ¿el hombre prudente puede ser o no intemperante?
Es posible esta duda en ciertas teorías, pero si nos atenemos a lo que
precede, podremos concluir que el hombre prudente no es
intemperante. Conforme a lo que hemos dicho, el hombre prudente no
es sólo el que está dotado de una razón sana y recta, sino que,
principalmente, sabe practicar y realizar lo que parece mejor a su razón
ilustrada. Luego, si el hombre prudente hace las mejores cosas,
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evidentemente no puede ser intemperante. Pero el hombre hábil puede
serlo, porque en lo que precede hemos separado la prudencia de la
habilidad, cosas que encontramos muy diferentes. Se aplican ambas a
los mismos objetos, pero la una sabe obrar y la otra no obra. Así, pues,
el hombre hábil puede muy bien ser intemperante; porque puede no
obrar en las mismas cosas en que es hábil; pero el hombre prudente
jamás será intemperante.
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CAPITULO IX
DEL PLACER
Para completar todas las teorías precedentes, debemos tratar del
placer, puesto que se trata de la felicidad, y todo el mundo está acorde
en creer que la felicidad es el placer, y en que consiste en vivir de una
manera agradable o, por lo menos, que sin el placer no hay felicidad
posible. Los mismos que hacen la guerra al placer y que no quieren
contarlo entre los bienes reconocen cuando menos, que la felicidad
consiste en no tener pena, y no tener pena es estar a punto de tener
placer. Es preciso, pues estudiar el placer, no sólo porque los demás
filósofos creen que deben ocuparse de él , sino también porque, en
cierta manera, es una felicidad que lo hagamos. En efecto, tratamos de
la felicidad, que hemos definido diciendo que es el acto de la virtud en
una vida perfecta; pero la virtud se refiere esencialmente al placer y al
dolor, y, por consiguiente, es imprescindible hablar del placer, puesto
que sin placer no hay felicidad.
Recordemos, ante todo, los argumentos de los que no quieren
considerar el placer como un bien, ni elevarlo a este rango. Dicen, en
primer lugar, que el placer es una generación, es decir, un hecho que
deviene sin cesar, sin ser nunca; que una generación es siempre una
cosa incompleta, y que al verdadero bien no debe rebajársele nunca al
rango de cosa incompleta. En segundo lugar añaden que hay placeres
malos y que el bien jamás puede estar en el mal. Además, observan que
el placer está en todos los seres indistintamente, en el malo como en el
bueno, en la bestia feroz como el animal doméstico, y que el bien no
puede nunca tener que ver con los seres malos, ni es posible que sea
común a tantas criaturas diferentes. Dicen también que el placer no es
el fin supremo del hombre, y que el bien, por lo contrario, es este fin
supremo. Por último, sostienen que el placer impide muchas veces
cumplir con el deber y hacer el bien, y que lo que impide cumplir con
el deber no puede ser el bien. Por último, sostienen que el placer
impide muchas veces cumplir con el deber y hacer el bien, y que lo que
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impide cumplir con el deber no cumplir con el deber y hacer el bien, y
que lo que impide cumplir con el deber no puede ser el bien.
Es preciso refutar, ante todo, la primera objeción que convierte el
placer en una simple generación, y tratar de rechazar tal razonamiento
haciendo ver que no es exactamente verdadero. En primer lugar, no
todo placer es una generación. El placer que nace de la ciencia y de la
contemplación intelectual no es una generación, como no lo es el que
procede de los sentidos del oído y del olfato, porque en estos casos no
nos viene el placer de satisfacer una necesidad, como sucede en otros
muchos, por ejemplo, en los placeres de comer y beber, que pueden
proceder, a la vez de la necesidad y del exceso, puesto que podemos
gustar de ellos, ya satisfaciendo una necesidad, ya compensando un
exceso anterior. En estas condiciones, confieso que el placer parece ser
una especie de generación. Mas la necesidad es un dolor y el exceso
también; luego, hay dolor allí donde hay generación de placer; pero,
para gozar del placer de ver, oír y gustar, no hay necesidad de que haya
habido un dolor anterior, porque puede uno complacerse en ver una
cosa y disfrutar de un olor sin haber experimentado antes un dolor. La
misma observación puede hacerse respecto al pensamiento que
contempla las cosas, puesto que se puede tener placer en la reflexión,
sin haber tenido antes un dolor que preceda y provoque este placer; y,
por tanto, hay cierta especie de placer que no es una generación.
Luego, sí, como pretendían los filósofos que hemos citado, el placer no
es un bien porque es una generación, y si hay un placer que no es una
generación, este placer podrá ser un bien.
Pero voy más adelante, y sostengo que, en general, no hay un solo
placer que sea una generación. Los mismos placeres de comer y beber,
a que se aludía antes, no son verdaderas generaciones, y los que creen
que lo son están en un completo error, porque los filósofos partidarios
de esta opinión creen que basta que el placer sea una consecuencia de
la ingestión de los alimentos para que sea esto una generación
verdadera, pero esto no es exacto. Hay en el alma cierta parte que nos
hace experimentar placer cuando tomamos las cosas de que advertimos
necesidad. Esta parte del alma obra entonces y se pone en movimiento,
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y este movimiento y este acto constituyen el placer que
experimentamos. Pues bien, porque esta parte de nuestra alma obra en
el instante mismo en que se toman las cosas destinadas a satisfacer la
necesidad, y simplemente porque obra, los filósofos a quienes
refutamos han concluido de aquí que el placer es una generación, sin
tener en cuenta que los alimentos que se toman son perfectamente
visibles, mientras que la parte del alma que procura el placer no lo es.
Es absolutamente como si se creyese que el hombre es un cuerpo,
mediante a que su cuerpo es material y sensible, y que su alma no lo
es; y sin embargo el hombre es también un alma.
Hay en el alma una parte especial que nos hace experimentar
placer, y que obra al mismo tiempo que tomamos las cosas que son
propias para satisfacer nuestra necesidad; por consiguiente, se debe
concluir de aquí que ningún placer es una generación. Pero se insiste
aun y se dice: "El placer es un retroceso de la sensibilidad del ser a su
propia naturaleza, porque hay placer para los seres cuando no están
desviados de su estado natural, y, para un ser, satisfacer alguna
necesidad de su naturaleza es volver a dicho estado". Pero, como
acabamos de decir, se puede experimentar placer sin sentir necesidad.
La necesidad siempre es una pena, y sostenemos que se puede tener
placer sin pena y antes de la pena; de suerte que el placer, en nuestra
opinión, no consiste, como se pretende, en aplicar una necesidad o
cambiar una necesidad en satisfacción, porque no hay rastro de
necesidad en los placeres que hemos citado más arriba. En resumen, si
el placer no pudiera ser un bien únicamente porque ha de ser una
generación, como ningún placer tiene semejante carácter, se puede
afirmar que el placer es un bien.
Pero, en seguida, se dice que no todo placer es un bien
indistintamente. He aquí cómo se puede explicar esto. Hemos sentado
que el bien puede mostrarse en todas las categorías, en la de
substancia, en la de relación, en la de cantidad, en la de tiempo y en
todas en general. Esto es de toda evidencia, puesto que el placer
acompaña siempre a los actos del bien, cualesquiera que ellos sean.
Estando el bien en, todas las categorías, es necesario que el placer sea
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un bien, y como los bienes y el placer están en las categorías, y el
placer va ligado a los bienes, se sigue que todo placer es bueno.
Pero una consecuencia no menos evidente que de esto se puede
sacar es que los placeres son de diferentes especies, puesto que las
categorías que encierran el placer son diferentes entre sí. No sucede
con los placeres lo que con las ciencias; la gramática, por ejemplo, o
cualquiera otra. Si Lampro posee la gramática, será gramático a causa
de este mismo conocimiento de la gramática, como lo será
absolutamente cualquier otro que la posea, puesto que no hay dos
gramáticas diferentes, una para Lampro y otra para Ileo. Pero no
sucede lo mismo con el placer, y así el placer que procede de la
embriaguez y el que nace del amor no son idénticos, y he aquí por qué
los placeres son de muchas especies diferentes.
Por otra parte, del hecho de que hay placeres malos, los filósofos
de que hablamos deducen que el placer no es un bien. Pero esta
condición y esta observación no tocan especialmente al placer, porque
lo mismo se aplican a la naturaleza entera y a la ciencia. La naturaleza,
a veces, también se nos muestra mala, como se ve en los insectos, la
langosta y tantos animales inferiores; y, sin embargo, esto no basta
para que se diga que la naturaleza es una cosa mala. Lo mismo sucede
respecto a las ciencias, pues también las hay de escasa elevación; por
ejemplo, todas las mecánicas, y, sin embargo no por esto la ciencia es
mala. Todo lo contrario, la ciencia y la naturaleza son, generalmente,
buenas, porque así como el mérito de un estatuario no debe graduarse
por las obras que ha ejecutado mal, sino por las que ha hecho de una
manera acabada y perfecta, en igual forma, ni la ciencia, ni la
naturaleza, ni las cosas en general, deben apreciarse por los malos
resultados que producen, sino por los buenos. Lo mismo que ellas, el
placer es bueno generalmente, si bien no se nos oculta que hay placeres
malos. La naturaleza de los seres animados es muy diversa; unos la
tienen buena, y otros mala; por ejemplo, la del hombre es buena y la
del lobo o de cualquier animal feroz es mala. También la naturaleza del
caballo, la del hombre, la del asno y la del perro son esencialmente
diferentes. Pero si el placer es un retroceso de un estado contra
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naturaleza al estado natural para un ser cualquiera, se sigue de aquí que
lo que más agradará a una naturaleza mala será también un placer
malo. El hombre y el caballo no tienen los mismos placeres, como
sucede con los demás seres; y si las naturalezas son diferentes, no lo
son menos los placeres. El placer es un retroceso, se decía, y este
retroceso vuelve al ser a su naturaleza primitiva; por consiguiente, el
estado ordinario de una mala naturaleza es un estado malo, lo mismo
que el estado ordinario de una naturaleza buena es un estado bueno.
Pero cuando se dice que el placer no es bueno sucede lo que con
aquellos hombres que, no sabiendo con certeza lo que es el néctar,
creen que los dioses beben vino porque, para ellos, el vino es la bebida
más agradable. Esto es efecto de la ignorancia, y los que así piensan
incurren en un error semejante al que sostienen los que dicen que todos
los placeres son generaciones y que el placer no es un bien. Como no
conocen más que los placeres del cuerpo, y ven que estos placeres son
efectivamente generaciones, y no son buenos, infieren de aquí que el
placer no es bueno de una manera general.
Pero el placer puede tener lugar ya en una naturaleza que se
rehace, ya en una naturaleza acabada y completa; en una naturaleza
que se rehace, por ejemplo, cuando resulta de la satisfacción de una
necesidad; y en una naturaleza completa, cuando resulta de las
sensaciones de la vista, del oído y otras análogas. Pero los actos de una
naturaleza regular y completa son evidentemente superiores, porque los
placeres, tómense en uno u otro sentido, son siempre actos, y de aquí
concluyo sin vacilar que los placeres de la vista, los del oído y los de la
inteligencia son los mejores, puesto que los del cuerpo no proceden
sino de la satisfacción de nuestras necesidades.
Se dice también que el placer no es un bien, mediante a que lo
que está en todos los seres y es común a todos no puede ser un bien. El
placer, tomado en este sentido restringido, podría aplicarse con más
exactitud al ambicioso y a la ambición, porque el ambicioso es el que
quiere tenerlo todo para sí solo y, en este concepto, sobrepujar a los
demás hombres. Luego, si el placer es verdaderamente el bien, debe ser
en esta teoría algo análogo al egoísmo del ambicioso. Pero quizá
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sucede todo lo contrario, y acaso el placer debe parecer un bien
precisamente por lo mismo que todos los seres del mundo lo desean.
En toda la naturaleza no hay un ser que deje de desear el bien, y puesto
que todos desean igualmente el placer, se sigue que el placer es
generalmente bueno.
Se decía también, en un sentido opuesto, que el placer no es un
bien, porque la mayoría de las veces es un obstáculo. Si el placer se
considera como un obstáculo, esto nace de que no se le ha estudiado
bien. El placer que resulta de una cosa que se ha hecho no es un
obstáculo para hacer esta cosa. Pero confieso que otro placer distinto
puede ser un obstáculo; por ejemplo, el placer que resulta de la
embriaguez es posible que sea un obstáculo que impida obrar. Mas,
desde este punto de vista, la ciencia también podrá ser un obstáculo a
la ciencia, porque, si uno posee dos ciencias, no es posible que se
ocupe en ambas en un solo y mismo momento. Pero ¿por qué la ciencia
no ha de ser un bien, si produce el placer especial que de ella resulta?
¿Será en este caso un obstáculo? ¿O bien, lejos de serlo, obligará
siempre a avanzar más y más? El placer que procede de la acción
misma que se hace nos excita más a obrar; por ejemplo, obligará al
hombre virtuoso a ejecutar actos de virtud y los ejecutará con el mismo
encanto que la primera vez. ¿No será mucho más vivo aún el placer en
el momento del acto que le acompaña? Cuando se obra con placer es
uno virtuoso, y se cesa de serlo si sólo se hace el bien con dolor. El
dolor no se encuentra más que en las cosas que se hacen por necesidad,
y si se experimenta dolor al obrar bien es porque se ejecuta bajo el
imperio de la necesidad. Pero desde el momento en que se obra por
necesidad, ya no hay virtud. La razón es que no es posible practicar
actos de virtud sin experimentar pena o placer; no hay otro remedio.
¿Y porqué? Porque la virtud supone siempre un sentimiento una pasión
cualquiera; y la pasión no puede consistir más que en la pena o en el
placer, porque no puede darse entre ambos; y así, la virtud va siempre
acompañada de pena o de placer. Luego si, cuando se hace el bien se
hace con dolor, no es uno virtuoso; y, por consiguiente, la virtud nunca
va acompañada de dolor, y sino va acompañada de dolor, lo va siempre
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del placer. Por tanto, lejos de que el placer sea un obstáculo a la acción,
es, por lo contrarío, una excitación a obrar, y, en general, la acción no
puede producirse sin el placer, que es su consecuencia y resultado
particular.
También se pretendía que nunca el conocimiento produce placer.
Éste es un nuevo error, porque los operarios que preparan las comidas,
las coronas de flores, perfumes, son agentes de placer. Es cierto que las
ciencias no tienen ordinariamente por objeto y por fin el placer, pero
obran siempre con el placer y nunca sin el placer. Por consiguiente,
puede decirse que la ciencia produce, asimismo, el placer. También se
objeta que el placer no es el bien supremo; pero si se diera ensanche a
este razonamiento, se llegarían a suprimir una tras otra todas las demás
virtudes. Así porque el valor no sea el bien supremo, ¿podrá decirse
que el valor no es un bien? ¿No es esto absurdo? La misma respuesta
puede darse respecto de todas las demás virtudes, y, por consiguiente,
el placer no deja de ser un bien porque no sea el bien supremo.
Pasando a otro asunto, podría suscitarse sobre las virtudes la
cuestión siguiente. La razón domina algunas veces las pasiones, como
ya hemos dicho con relación a la templanza; otras, la embriaguez y las
pasiones son las que dominan a la razón, como en el caso de la
intemperancia que no sabe contenerse. Si pues que la parte irracional
del alma, atacada por el vicio, puede sobrepujar a la razón, la cual
permanece, por otra parte, en buen estado, y éste es el caso del
intemperante, se puede preguntar si a su vez la razón, cuando llega a
viciarse, puede dominar las pasiones que hayan alcanzado todo su
desenvolvimiento regular y que tengan su virtud propia y especial. Si
se admite como posible este trastorno de las cosas, resultará que se
puede hacer de la virtud un uso detestable. Si sólo se tiene una razón
mala y viciosa, desde el momento en que se use de la virtud, se usará
mal de ella. Pero esto, a mi juicio, es un absurdo insostenible. Muy
fácil nos será responder a esta cuestión y resolverla conforme a los
principios que quedan expuesto más arriba sobre la virtud. Hemos
dicho que la verdadera condición de la virtud consiste en que la razón
bien organizada esté de acuerdo con las pasiones que conservan su
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virtud especial, y, recíprocamente, en que las pasiones estén de acuerdo
con la razón. En esta feliz disposición la razón y las pasiones estarán
en completa armonía; la razón mandará siempre lo mejor que puede
hacerse, y las pasiones regularmente organizadas estarán siempre
dispuestas a ejecutar, sin la menor dificultad, lo que la razón les
ordena. Si la razón es viciosa y está mal dispuesta, y las pasiones, por
su parte, son lo que deben ser, no habrá virtud, porque faltará la razón,
y la verdadera virtud se compone de estos dos elementos. Por
consiguiente, no será posible usar mal de la virtud, como se pretendía.
Absolutamente hablando, no es la razón, como algunos filósofos
pretenden, el principio y la guía de la virtud; lo son más bien las
pasiones. Es preciso que la naturaleza ponga, ante todo, en nosotros
una especie de fuerza irracional que nos arrastre hacia el bien, que es lo
que sucede con las pasiones; después viene la razón, que da en último
lugar su opinión y que juzga las cosas. Puede observarse esto mismo en
los niños y en los seres que están privados de razón. Se observa en
ellos arranques instintivos de las pasiones hacia el bien, sin ninguna
intervención de la razón; más tarde la razón viene, y, dando su voto de
aprobación en el sentido señalado por las pasiones, arrastra al ser a
ejecutar definitivamente el bien. Pero si se parte de la razón como
principio para ir al bien, sucede que las pasiones, que están las más
veces en desacuerdo con ella, no la siguen, y hasta son contrarias a
aquélla. De aquí concluyo que la pasión regular y bien organizada es el
principio que nos conduce a la virtud más bien que la razón.
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CAPÍTULO X
DE LA FORTUNA
Parece natural, después de todo lo que precede, hablar también de
la fortuna, puesto que tratamos de la felicidad. Se cree muy
generalmente que la vida dichosa es la vida afortunada, o, poco menos,
que no hay vida dichosa sin fortuna. Quizá tengan razón los qué así
piensan, porque sin los bienes exteriores, de que la fortuna dispone
soberanamente, no es posible ser completamente dichoso. Y así será
muy bueno hablar de la fortuna y explicar de una manera general qué
es el hombre afortunado, bajo qué condiciones lo es, y qué bienes se
requieren para serlo.
Se advierte en el primer momento cierto embarazo al abordar
materia tan delicada. En efecto, no puede decirse que la fortuna se
parezca a la naturaleza, porque ésta hace de la misma manera las cosas
que produce siempre o por lo menos, en los más de los casos. Por lo
contrario, la fortuna jamás hace las cosas de la misma manera, sino que
las hace sin ningún orden y como mejor cuadra. He aquí por qué se
dice que en las cosas de esta clase es en las que tiene lugar el azar o la
fortuna. La fortuna no puede confundirse con la inteligencia, ni con la
recta razón, porque en éstas reina la regularidad no menos que en la
naturaleza; las cosas en ellas son eternamente las mismas, mientras que
la fortuna y el azar no tienen aquí cabida. Y así, donde reinan más la
razón y la inteligencia, allí es donde hay menos azar; y donde aparece
más azar, hay menos inteligencia. Pero ¿la buena fortuna es resultado
de la benevolencia o cuidado de los dioses, o es ésta una idea falsa?
Dios es a nuestros ojos el dispensador soberano que reparte los bienes
y los males según se merecen; pero la fortuna y todas las cosas que
proceden de la fortuna sólo el azar las reparte; luego, si atribuimos a
Dios este desorden, le supondremos un mal juez o, por lo menos, un
juez muy poco equitativo, papel que no corresponde a la majestad
divina.
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Pero, fuera de las cosas que acabamos de indicar, no se sabe
dónde colocar la fortuna; y, por consiguiente, debe ser, evidentemente,
alguna de estas cosas. La inteligencia, la razón y la ciencia son, a mi
juicio, absolutamente extrañas a aquélla. Por otra parte, no es posible
que el cuidado y el favor de Dios sean el origen de la prosperidad y de
la fortuna, puesto que muchas veces la obtienen también los malos, y
no es probable que Dios se ocupe, de los malos con tanta solicitud.
Queda sola la naturaleza, qué debe ser, a nuestro parecer, el origen más
probable y más sencillo de la fortuna. La prosperidad y la fortuna
consisten en cosas que no dependen de nosotros, de las que no somos
dueños, y las cuales, no podemos hacer a nuestra voluntad. Jamás se
dirá del hombre justo, que como justo ha sido favorecido por la
fortuna, como no se dice tampoco del valiente ni del que es virtuoso en
cualquier concepto, porque éstas son cosas que depende de nosotros el
tenerlas o no tenerlas. Pero hay cosas a que podemos aplicar con más
propiedad la palabra buena fortuna; y así decimos del hombre que tiene
un nacimiento ilustre, y, en general, del que obtiene bienes que no
dependen de él, que le ha favorecido, la fortuna.
Sin embargo, no es éste tampoco el caso en que puede decirse con
propiedad que hay favor de la fortuna. Las palabras afortunado y
dichoso pueden tomarse en muchos sentidos; por ejemplo, el que ha
llegado a ejecutar un hecho bueno, haciendo todo lo contrario de lo que
quería, puede pasar por un hombre dichoso, por un hombre favorecido
por la fortuna. También puede llamarse dichoso al que, debiendo
esperar con razón un daño de lo que hace, le ha resultado, sin embargo,
un provecho. Así que debe entenderse que hay favor de la fortuna
cuando se obtiene un bien con el que no se podía razonablemente
contar, o que no se experimenta un mal que se debía razonablemente
sufrir. Por lo demás, estas palabras, favor de la fortuna, deberán
aplicarse más especialmente a la adquisición de un bien, porque
obtener un bien es una felicidad en sí misma, mientras que no
experimentar un mal sólo es una felicidad indirecta y accidental.
Así, pues, la prosperidad, la fortuna, es en cierta manera una
naturaleza privada de razón. El hombre favorecido por la fortuna es el
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que, sin una razón suficientemente ilustrada, va en busca de los bienes
y los encuentra. Su triunfo sólo puede atribuirse a la naturaleza, puesto
que la naturaleza es la que ha colocado en nuestra alma esta fuerza
ciega que nos lleva, sin la intervención de la razón, hacia todo lo que
nos debe producir bien. Si se pregunta a un hombre afortunado: "¿Por
qué tuvisteis por conveniente hacer lo que habéis hecho?", os
responderá: "no lo sé, pero me ha convenido hacerlo". Esto es lo
mismo que sucede a los que están poseídos de entusiasmo, los cuales,
animados por el sentimiento que los domina y sin guiarse por la razón,
se ven arrastrados a hacer lo que hacen.
Por lo demás, a la fortuna no podemos darle un nombre propio
especial, por más que muchas veces le demos el de causa. Pero causa
es una cosa distinta que el nombre que se la da. En efecto, la causa y
aquello de que es causa son cosas muy distintas, y se puede también
llamar a la fortuna una causa independientemente de esta fuerza
completamente instintiva que nos hace adquirir los bienes que
deseamos; por ejemplo, la causa es la que hace que no se sufra un mal
en un caso determinado o que se reciba un bien en otro en que no debía
esperarse. Y así, la fortuna, la prosperidad, comprendida de esta
manera, es diferente de la otra en cuanto parece resultar sólo de una
inversión de las cosas y que ella es una felicidad indirecta Y accidental.
Pero si aun se quiere llamar a esto un favor de la fortuna, no se puede
negar, sin embargo, que hay un elemento más especial de felicidad en
esta otra fortuna, en la que el individuo lleva en sí mismo el principio
de fuerza que le hace adquirir los bienes que él desea.
En resumen, corno no hay felicidad sin los bienes exteriores, y
estos bienes sólo proceden del favor de la fortuna, como acabamos de
decir, es preciso reconocer que la fortuna contribuye por su parte a la
felicidad. He aquí lo que teníamos que decir de la fortuna y de la
prosperidad.
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CAPITULO XI
RESUMEN DE LAS TEORÍAS PARTICULARES
SOBRE CADA UNA DE LAS VIRTUDES
ESPECIALES
Después de haber hecho el análisis de cada virtud en particular,
sólo nos resta resumir todos estos pormenores para presentar el retrato
de la virtud en su conjunto y en su generalidad. No desaprobamos la
expresión, compuesta de dos palabras en la lengua griega, mediante la
que se designa el carácter de hombre completamente virtuoso: la
honestidad unida a la bondad, a la belleza moral, porque se dice de un
hombre que es honesto y bueno, para, expresar que es de una virtud
completa. Por lo demás, esta expresión general, honesto y bueno,
puede aplicarse a la virtud en todos sus matices, a la justicia, al valor, a
la prudencia; en una palabra a todas las virtudes sin excepción. Pero
dividiendo la palabra en los dos elementos de que está formada,
diremos que hay cosas que son especialmente honestas, y otras que son
especialmente buenas y bellas. Entre las cosas buenas, hay unas, que lo
son de una manera absoluta, y otras que no lo son absolutamente. Las
cosas honestas y bellas son, por ejemplo, las virtudes y todos los actos
que la virtud inspira. Las cosas buenas, los bienes, son el poder, la
riqueza, la gloria, los honores y las demás análogas. El hombre honesto
y bueno es aquel que aspira a la adquisición de los bienes absolutos, y
para quien las cosas absolutamente bellas son las bellas cosas que trata
de ejecutar. Este es el hombre honesto y bueno; ésta es la belleza
moral. Pero el hombre para quien los bienes absolutos no son bienes,
no es honesto y bueno, en la misma forma que no está sano el hombre
para quien las cosas sanas, absolutamente hablando, no son sanas. Si la
fortuna y el poder, al caer en manos de un hombre, le sol dañosos, no
debe desearlos, porque sólo debe desear los bienes que no pueden
perjudicarle. Pero el hombre que está organizado de tal manera que
hace bien en privarse de la posesión de algunos de estos bienes no es lo
que llamamos honesto y bueno. Verdaderamente honesto y bueno sólo
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es aquel para quien todos los verdaderos bienes subsisten siéndolo, y
que no se deja corromper por ellos, como los hombres se dejan
corromper, las más de las veces, por la riqueza y el poder.
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CAPITULO XII
NUEVO EXAMEN DE ALGUNAS DE LAS TEORÍAS
ANTERIORMENTE EXPUESTAS
Ya hemos visto más arriba lo que es obrar conforme a las
virtudes, pero esta teoría no ha sido suficientemente desenvuelta. En
efecto, hemos dicho lo que es conducirse según la recta razón, pero no
sabiendo exactamente lo que debe entenderse por esto, es posible que
se pregunte qué significa conformarse con la recta tazón, y en qué
consiste la recta razón que se recomienda.
Obrar según la recta razón es obrar de manera que la parte
irracional del alma no impida a la parte racional realizar el acto que es
propio de ella; entonces la acción que se ejecuta es conforme a la recta
razón. Nosotros tenemos en el alma una parte que es menos buena y
otra parte que es mejor. Ahora bien; la peor siempre está hecha en
consideración a la mejor, como en la asociación del alma y del cuerpo,
el cuerpo está hecho para el alma, y decimos que el cuerpo está en
buen estado cuando no es un obstáculo para el alma, sino que por el
contrario contribuye y concurre a la realización del acto que de ella es
propio; porque lo peor, repito, está hecho en vista de lo mejor y está
destinado a obrar de concierto con él. Así, pues, cuando las pasiones no
impiden a la inteligencia realizar su función especial, las cosas se
hacen entonces según la recta razón. "Sí, sin duda, eso es cierto," podrá
decirse, "pero ¿cómo deben ser las pasiones para, que no sirvan de
obstáculo al alma? ¿Y en qué momento se encuentran dispuestas de
esta manera? He aquí lo que no sabemos". Confieso que este punto no
es fácil de resolver; pero tampoco el médico llega a tanto. Cuando
receta una tisana a un enfermo que tiene fiebre, y un discípulo le dice:
"¿Cómo conoceré yo que un enfermo tiene fiebre? Cuando veáis que
está pálido. -¿Y cómo veré que está pálido?" Comprendiendo, el
médico, entonces, que no puede llevar más allá sus contestaciones, le
responderá: "Si carecéis del sentimiento y de la percepción de estas
cosas, no tengo nada que decir". El mismo diálogo, exactamente, puede
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aplicarse en una multitud de circunstancias semejantes, y
absolutamente del mismo modo es como se puede adquirir el
conocimiento de las pasiones; es preciso que cada uno contribuya, por
su parte, a observarlas sintiéndolas. Otra cuestión se puede suscitar
aún, y preguntar: "Pero, aun cuando yo supiera esto, ¿sería por eso
dichoso?" Así se cree, generalmente, pero es un error. No hay ciencia
alguna que dé al que la posee el uso y la práctica actual y efectiva de su
objeto particular, sino que sólo le da la facultad de servirse de ella. Así,
con aplicación a lo que se trata, la ciencia de estas cosas no da el uso
de ellas, puesto que la felicidad, como ya hemos dicho, es un acto, y la
ciencia sólo da la simple facultad; y la felicidad no consiste en conocer
de qué elementos se compone, sino que consiste sólo en servirse de
estos elementos.
El objeto de este tratado no es enseñar el uso y la práctica de estas
cosas, y repito que ni ésta ni las demás ciencias dan el uso directo de
las cosas; dan, tan sólo, la facultad de usar de ellas.
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CAPITULO XIII
DE LA AMISTAD
Además de todas las teorías precedentes, y para completarlas es
indispensable hablar de la amistad, diciendo lo que es, en qué consiste
y a qué se aplica. Viendo como vemos que es cosa que se puede sentir
durante toda la vida, que puede subsistir en todo tiempo y que es
siempre un bien, es preciso considerarla como una cosa ajena a la
felicidad.
Será, quizá, lo mejor que indiquemos ante todo las cuestiones que
surgen y las indagaciones que pueden hacerse a propósito de la
amistad. He aquí la primera cuestión: ¿la amistad existe sólo entre
seres semejantes, como sucede al parecer y como suele decirse
comúnmente? "El grajo, según el proverbio, busca el grajo, su igual.”
"Y lo que se asemeja, un Dios lo junta siempre".
También se cita a este propósito una respuesta de Empédocles,
con motivo de una perra que iba a dormir siempre sobre el mismo
ladrillo: "¿Por qué, se preguntaba, esta perra va siempre a dormir sobre
este ladrillo? Es porque esta perra tiene alguna semejanza con el color
de ese ladrillo", queriendo indicar con esto que el hábito de este animal
sólo procedía de la semejanza.
Otros sostienen, por lo contrario, que la amistad se forma
principalmente entre seres contrarios; y así dicen que la tierra ama la
lluvia, cuando el suelo está seco, y que lo contrario desea ser amigo de
lo contrario. La amistad, añaden, no puede tener lugar entre semejantes
porque lo semejante, evidentemente, no tiene necesidad de su
semejante; y como éste se hacen otros razonamientos análogos, que
paso en silencio.
He aquí otra cuestión: ¿es difícil o fácil que dos se hagan amigos?
Los aduladores, que tan presto se familiarizan, no son amigos; sólo
tienen apariencia de tales. Se pregunta, también, si el hombre virtuoso
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puede ser amigo del malo, puesto que la amistad sólo puede fundarse
en una sólida confianza, que jamás inspira el hombre malo. ¿Y el malo
puede ser amigo del hombre malo, o esta relación es también
imposible?
Para responder a estas cuestiones es bueno precisar ante todo de
qué amistad queremos hablar. Y así, a veces nos imaginamos que
puede haber amistad, ya respecto de Dios, ya respecto de las cosas
inanimadas; lo cual es un error. En nuestra opinión, sólo cabe
verdadera amistad donde hay reciprocidad de afectos. Pero la amistad,
el amor a Dios, no admite reciprocidad, y la amistad imposible. ¿No
sería el colmo del absurdo decir que se ama a Júpiter? Tampoco puede
haber reciprocidad de amistad con las cosas inanimadas, y si se dice
que se aman ciertas cosas inanimadas, se ama el vino, por ejemplo, o
cualquiera otra cosa de este género. Por lo tanto, no es objeto de
nuestro estudio la amistad o el amor de Dios, ni la amistad y el amor
respecto de las cosas inanimadas; sólo estudiamos la amistad posible
entre los seres animados, y no todos, sino únicamente los que pueden
corresponder a la afección que se les muestra. Si se quisiera llevar más
adelante el análisis e indagar cuál es el verdadero objeto del amor,
podríamos decir, desde luego, que no es otra cosa que el bien. Es cierto
que el objeto amado y el objeto que debería amarse son algunas veces
muy diferentes, como lo son la cosa que se quiere y la que se debería
querer. La cosa que se quiere de una manera absoluta es el bien; la que
cada uno debe querer es lo es bueno para él en particular. En igual
forma, la cosa que se ama es el bien, absolutamente hablando; la que se
debe amar es la que es un bien para uno personalmente. Por
consiguiente, amado es igualmente el objeto que se debe amar, pero el
objeto que se debe amar no es siempre el objeto que se ama.
Esto es precisamente lo que motiva la cuestión sobre si el hombre
de bien puede ser o no amigo del hombre malo. El bien individual está
en cierta manera ligado al bien absoluto, lo mismo que el objeto que
debe ser amado está ligado al objeto que se ama; y el resultado y la
consecuencia del bien es lo agradable y útil. Ahora bien, la amistad
existe entre los hombres de bien, cuando se tienen una mutua afección.
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Se aman entre sí en cuanto pueden amarse, y pueden amarse en cuanto
son buenos. Y así puede decirse que el hombre de bien no será amigo
del hombre malo. Sin embargo lo será, porque siendo lo útil y lo
agradable un resultado del bien, el hombre malo, si es agradable, es
amigo en tanto que agradable, y si es útil, es igualmente amigo en tanto
es útil. Pero convengo en que una amistad de esta clase no descansará
en los verdaderos motivos que deben obligar a amar, porque sólo el
bien es digno de ser amado, y el hombre malo, haga lo que quiera, no
es verdaderamente digno de ser amado. Este mismo sólo es amado en
el sentido en que puede serlo, porque estas amistades, que sólo
descansan en lo agradable y lo útil, están muy distantes de la amistad
perfecta, es decir, de la que nos une a los hombres de bien. El hombre
que sólo ama en vista de lo agradable no siente esta amistad que inspira
el bien, así como tampoco el que sólo ama en vista de lo útil. Por lo
tanto, es preciso decir que estas tres clases de amistad, que se refieren
al bien, a lo agradable, a lo útil, si bien no son idénticas, no están tan
distantes entre sí como podría creerse. Dependen todas tres, en cierta
manera, de un mismo principio. Es como decimos, empleando una sola
y misma palabra, de la lanceta que es medicinal, de un hombre que es
medicinal y de la ciencia que es medicinal. Estas, expresiones, según
se ve, no se toman en el mismo sentido; la lanceta, en tanto que es un
instrumento útil a la medicina, se llama medicinal; el hombre, en tanto
que da la salud, se le puede llamar medicinal o médico; en fin, la
ciencia se llama medicinal, porque es la causa y el principio de todo lo
demás. En igual forma aquellas relaciones, diferentes como son, se las
llama amistades: la de los buenos que se contrae bajo la influencia del
bien, la que nace bajo el influjo de lo agradable, y lo mismo la que
procede de lo útil. No se las llama con un mismo nombre, ni son
tampoco idénticas, pero afectan casi a las mismas cosas y tienen, un
mismo origen.
Si se dice: "pero el que sólo es amigo en vista de lo agradable, y
no es verdaderamente amigo de su pretendido amigo, puesto que no lo
es por la sola influencia del bien"; responderé: este hombre se
encamina hacia la amistad propia de los hombres de lo bueno, bien,
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que se compone a la vez de todos estos elementos, lo agradable y lo
útil; no es aún amigo según esta amistad, sino que sólo lo es según la
del placer y del interés.
Otra cuestión: ¿el hombre virtuoso será o no amigo del hombre
virtuoso? Se responde negativamente, porque se dice que lo semejante
no tiene necesidad de su semejante. Pero este argumento solo afecta a
la amistad por interés, a la amistad que se funda en lo útil, porque los
que se buscan sólo porque se necesitan están unidos por una amistad
que se funda sólo en la utilidad. Pero la definición que hemos dado de
la amistad por interés es muy distinta de la amistad por virtud o por
placer. Los corazones que están unidos por la virtud son más amigos
que todos los demás, porque tienen a la vez todos los bienes: lo bueno
lo agradable y lo útil.
Pero, se decía antes, el hombre de bien, si es amigo del hombre de
bien, puede serlo también del hombre malo. Sí, en tanto que el malo
sea agradable, el malo es su amigo. Y se añadía: el malo puede ser
también amigo del malo; sí, en tanto que encuentran utilidad en esta
relación, los malos son a en sí.
Se ve, en efecto, que muchos hombres son amigos por utilidad
que esto les proporciona, porque tienen el mismo interés y nada impide
que un mismo interés aproxime a los hombres malos, sin dejar de ser
malos. Pero la amistad sólidamente establecida, más durable y más
bella que todas las demás, es la que une a los hombres virtuosos, Y es
muy natural que así suceda, puesto que se aplica a la virtud y al bien.
La virtud, que engendra esta amistad, es inquebrantable, y, por
consiguiente, esta noble amistad, que aquella produce, debe ser
inquebrantable como ella. Lo útil, por lo contrario, jamás es lo mismo,
y he aquí por qué la amistad que sé funda en lo útil nunca es estable, y
se hunde con la utilidad que la ha hecho nacer. Otro tanto Podría
decirse de la amistad formada por el placer. Así, pues, la amistad que
une los corazones nobles es la que se forma mediante la virtud; la
amistad del vulgo sólo procede del interés; y, en fin, la del placer es la
amistad de los hombres groseros y despreciables.
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Aveces nos indigna y nos llena de asombro encontrar malos
amigos. Sin embargo, no hay en esto nada que deba sublevar la razón.
Cuando la amistad no tiene otro principio que el placer o la utilidad,
tan pronto como estos motivos desaparecen, la amistad no debe
sobrevivirlos. Muchas veces, la amistad subsiste a pesar de estas
decepciones; pero el amigo se ha conducido mal, y hasta se irrita uno
contra él. Su conducta, sin embargo, no es tan irracional como se
supone; pues que, no estando uno ligado con él por la virtud, no debe
extrañarse que haga cosas que no sean conformes a la virtud misma. La
indignación que se siente no está justificada, pues no habiendo
contraído en el fondo más que una amistad de placer, no hay motivo
para imaginar que debería haber una amistad de virtud. Esto es
imposible, porque a la amistad de placer o de interés importa muy poco
la virtud. Uno, está ligado a otro por el placer, quiere encontrar la
virtud y se engaña. La virtud no sigue al placer ni al interés, mientras
que ambos siguen a la virtud. Se incurre en un grave error cuando se
cree que los hombres de bien son muy agradables los unos a los otros.
Los malos, como dice Eurípides, gustan los unos de los otros.
"El malo siempre busca al malo".
Pero, repito, la virtud no sigue al placer; es el placer, por lo
contrario, el que sigue a la virtud.
¿El placer es o no un elemento necesario, además de la virtud, en
la amistad de los hombres de bien? Sería un absurdo pretender que no
es necesario que exista placer en tales relaciones. Si quitáis a los
hombres de bien esta ventaja de complacerse y de ser agradables los
unos a los otros, se verán forzados a buscar otros amigos que lo sean
mas, para unirse y vivir con ellos, porque en la intimidad de la vida
común nada hay más esencial que el complacerse mutuamente. Sería
un absurdo creer que los buenos no son tan capaces como cualquiera
otro de vivir en intimidad con los demás, y como no puede menos de
haber placer en esta intimidad, debemos concluir que los hombres de
bien, más que nadie, son agradables los unos a los otros.
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Hemos visto que las amistades son de tres especies, y se ha
suscitado la cuestión de si en cada una de ellas consiste la amistad en la
igualdad o en la desigualdad. A nuestro parecer, puede consistir en una
y otra a la vez. La amistad de los buenos o la amistad perfecta se
produce por la semejanza; la amistad de interés descansa, por lo
contrario, en la desemejanza; el pobre es amigo del rico, porque tiene
necesidad de los bienes en que el rico abunda; y el malo se hace amigo
del bueno por la misma razón, pues faltándole la virtud, se hace amigo
del hombre en quien espera encontrarla. Y así la amistad por interés se
produce en seres desemejantes, y podría aplicarse a ella el verso de
Eurípides: "La tierra ama la lluvia cuando todo en ella está seco", y
podría decirse que la amistad fundada en el interés se produce entre
seres contrarios precisamente a causa de su misma desemejanza.
Porque si se toman por ejemplo las cosas más opuestas, el agua y el
fuego, puede afirmarse que son útiles la una a la otra. El fuego perece y
se extingue, si no tiene la humedad que le proporcione en cierta manera
su alimento, siempre que sea en una cantidad tal que pueda absorberla.
Si predomina la humedad, ésta mata al fuego, mientras que, si no
excede de la cantidad conveniente, sirve para mantenerlo. Es, pues,
evidente que, hasta en los seres más contrarios, la amistad puede
formarse mediante la utilidad que se prestan los unos a los otros. Todas
las amistades, ya nazcan de la igualdad o de la desigualdad, pueden
reducirse a las tres especies ya indicadas. Pero en todas estas relaciones
puede sobrevenir desacuerdo entre los amigos, si no son iguales en el
afecto que se profesan, en los servicios recíprocos que se prestan, en
los sacrificios que mutuamente hacen y en todas las demás relaciones
análogas. Cuando uno de los dos hace las cosas con ardor y el otro con
negligencia, se originan cargos y acusaciones con motivo de esta falta
de cuidado y de este olvido. Sin embargo, no es en aquellas uniones, en
que la amistad tiene por una y otra parte el mismo objeto, quiero decir,
aquellas en que los dos amigos están ligados por interés, o por placer, o
por virtud, en las que esta falta de afección de parte de uno de ellos se
deja claramente ver. Si me hacéis menos bien que el que yo mismo os
hago, no dudo en creer que debo redoblar la afección hacía vos para
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atraeros. Pero las dimensiones son más frecuentes y más sensibles en
aquella amistad en que no están ligados los amigos por el mismo
motivo, porque en este caso no se aprecia muy claramente de qué lado
está la razón. Por ejemplo, si uno se ha unido por placer y otro por
interés, puede haber gran dificultad en discernir quién es el culpable.
Aquel de los dos que da la preferencia a lo útil no cree que el placer
que se le proporciona, sea equivalente a la utilidad que se prometía; y
por su parte el otro, que da la preferencia al placer, no cree recibir una
compensación suficiente del placer, que es lo que él busca, en los
servicios que se le prestan. Y he aquí por qué en las amistades de este
género se producen tales desavenencias.
En cuanto a las relaciones desiguales, los que superan por sus
riquezas, o por cualquiera otra circunstancia análoga, se imaginan que
no tienen obligación de amar, y que por lo contrario deben ser amados
por sus amigos que son mas pobres que ellos. Sin embargo, amar vale
más que ser amado, porque amar es un acto de placer y un bien,
mientras que, por mucho que uno sea amado, no resulta de esto ningún
acto de parte del ser amado. Esto es a la manera que vale más conocer
que ser conocido; ser conocido, ser amado, lo mismo puede decirse de
los seres inanimados, mientras que conocer y amar pertenece
exclusivamente a los seres animados. Hacer bien vale más que no
hacerle; el que ama hace el bien en el hecho mismo de amar; el que es
amado, en el hecho mismo de ser amado no hace nada. En general los
hombres, por una especie de ambición, quieren más ser amados que
amar, porque en cierta manera es una situación más ventajosa la del
que es amado. El que es amado siempre tiene superioridad sobre el
otro, Vi por el placer que proporciona, ya por su riqueza, ya por su
virtud, y el ambicioso lo que quiere es la superioridad. Ahora bien, los
que presumen esta superioridad creen que no deben amar, y que en el
hecho mismo de ser superiores, compensan con esta cualidad a los que
los aman; y como éstos son inferiores a ellos, suponen que deben ser
amados y no amar. Por lo contrario, el que tiene necesidad y ha
menester de fortuna, o de placer, o de virtud, admira al que le lleva
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todas estas ventajas, y le ama por las cosas que obtiene o espera
obtener de él.
También puede decirse que todas estas amistades nacen de la
simpatía, en el sentido de que uno se siente benévolo para con otro y se
desea para él el bien. Pero la amistad, que se forma así, no reúne
siempre todas las condiciones que se requieren, y muchas veces,
queriendo bien a uno, se desea sin embargo vivir con otro. ¿Son éstas,
por lo demás, las afecciones y los sentimientos de la amistad ordinaria
o sólo están reservadas a la amistad completa que se funda en la
virtud? Todas las condiciones se encuentran reunidas en esta noble
amistad. En primer lugar no se desea, vivir con otro amigo que no sea
éste, puesto que lo útil, lo agradable y la virtud se encuentran reunidos
en el hombre de bien. Además, queremos el bien para él, con
preferencia a cualquiera otro, y deseamos vivir y vivir dichosos con él
más que con ningún otro hombre.
Con motivo de lo que va dicho puede suscitarse la cuestión de si
es o no posible que uno se tenga amistad a sí mismo. La dejaremos
aparte por el momento, y más tarde volveremos a ella. Todo lo
queremos para nosotros, y desde luego queremos vivir con nosotros
mismos, lo cual puede ¿decirse que es una necesidad de nuestra
naturaleza; y no podemos desear con mayor ardor la felicidad, la vida y
la buena suerte para ningún otro con preferencia a nosotros mismos.
Por otra parte, simpatizamos principalmente con nuestros propios
sufrimientos. El menor contratiempo, el más pequeño accidente de esta
clase, nos arranca en el momento gritos de dolor. Todos estos motivos
podrían hacernos creer que es posible la amistad para con uno mismo.
Por lo demás, todas estas expresiones, simpatía, benevolencia y otras
de la misma clase, sólo tienen sentido si se las refiere, ya a la amistad
que sentimos para con nosotros mismos, ya a la amistad perfecta,
porque todos estos caracteres se encuentran igualmente en las dos.
Vivir juntos, desearse una larga existencia y una existencia dichosa,
son cosas que se encuentran igualmente en la una y en la otra.
Podría creerse, igualmente, que la amistad debe encontrarse
donde quiera que se encuentran el derecho y la justicia, y que tantas
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cuantas especies haya de justicia y de derechos, otras tantas debe de
haber de amistad. Y así habría una justicia y un derecho para el
extranjero respecto del ciudadano que lo hospeda, para el esclavo
respecto de su dueño, para el ciudadano respecto del ciudadano, para el
hijo respecto del padre, para el marido de la mujer; asociaciones o
amistades a que se reducen en el fondo todas las demás que pueden
imaginarse. Añadamos que la más sólida de las amistades es la que
contraen los huéspedes por que no puede haber entre ellos un objeto
común que provoque rivalidades como puede suceder entre los
ciudadanos; pues cuando luchan unos con otros para saber quienes han
de quedar encima, es imposible que permanezcan por mucho tiempo
amigos.
Ahora podemos tocar la cuestión de si es o no posible que uno se
tenga amistad a sí mismo. Evidentemente, como ya dijimos poco antes,
la amistad se reconoce en los pormenores cuyo con conjunto la
constituyen; y bien, tratándose de nosotros mismos, podemos mostrarla
mejor en los más minuciosos detalles. Para nosotros mismos,
principalmente, podemos querer el bien, desear una larga vida, y una
vida dichosa; nos somos simpáticos sobre todo a nosotros mismos, y
sobre todo queremos vivir con nosotros mismos. Por consiguiente, si la
amistad se reconoce mediante todas estas señales, y si efectivamente
queremos para nosotros todas estas condiciones particulares de la
amistad, evidentemente debe concluirse de aquí que es posible tener
amistad para sí mismo, así como hemos dicho que es posible ser
injusto consigo mismo. Pero como en la injusticia hay siempre dos
individuos, uno que la comete y otro que la padece, y uno mismo es
siempre necesariamente uno solo, por este motivo parecía que no podía
darse la injusticia de uno para consigo mismo. La hay, sin embargo,
como lo hemos hecho ver al analizar las diversas partes del alma, pues
que hemos demostrado que la injusticia, la para consigo mismo puede
tener lugar cuando las diferentes partes del alma no están de acuerdo
entre sí. Una explicación análoga podría aplicarse a la amistad para
consigo mismo. En efecto, como ya hemos indicado, cuando queremos
expresar a uno de nuestros amigos que es nuestro amigo íntimo,
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decimos: "mi alma y la tuya no forman más que una" y puesto que el
alma tiene muchas partes, sólo será una cuando la razón y las pasiones
que la llenan estén en completo acuerdo. Gracias a esta armonía, el
alma será una realmente; y cuando el alma haya llegado a esta
profunda unidad, será cuando pueda existir la amistad para uno mismo
Por lo menos clase de amistad reinará en el hombre virtuoso, porque
sólo en él las diversas partes del alma están de acuerdo y no se dividen,
mientras que el hombre malo jamás es amigo de sí mismo, y sin cesar
se, combate a si propio. Y así el intemperante, cuando ha cometido
alguna falta, arrastrado por el placer, no tarda en arrepentirse y
maldecirse a sí mismo; todos los demás vicios turban igualmente el
corazón del hombre malo, y él es siempre su primer adversario y su
propio enemigo.
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CAPITULO XIV
DE LOS LAZOS DE LA SANGRE. -DE LA
BENEVOLENCIA Y DE LA CONCORDIA
Es muy posible que la amistad exista en la igualdad lo mismo que
en la desigualdad; me refiero, por ejemplo, a esta relación en que dos
compañeros de edad aparecen iguales por el número y el valor de los
bienes con que cuentan. El uno no merece tener más que el otro, ni por
el número de sus condiciones, ni por importancia o magnitud de las
mismas; su parte debe ser perfectamente igual, y los compañeros
quieren ser siempre iguales en todos conceptos.
Pero hay una amistad, una relación, en la desigualdad, que es la
que une al padre con el hijo, al soberano con el súbdito, al superior con
el inferior, al marido con la mujer y, en general, que existe respecto de
todos los seres entre quienes se da relación de superior a subordinado.
Por lo demás, esta amistad en la desigualdad es en estos casos
completamente conforme a la razón. Si hay algún bien que repartir, no
se dará una parte, igual al mejor y al peor, sino que se dará siempre
más al ser superior.
Esto es lo que se llama igualdad de relación, igualdad proporcional,
porque el inferior, recibiendo una parte menos buena, es igual, puede
decirse, al superior que recibe una mejor que la de aquel .
De todas las especies de amistad o de amor de que se ha hablado
hasta ahora, la más tierna es la que resulta de los lazos de la sangre,
particularmente el amor del padre para el hijo. Mas ¿por qué padre ama
al hijo más que el hijo al padre? ¿Es acaso, como se ha dicho, no sin
razón a juicio del vulgo, porque el padre ha prestado en cierta manera
servicios a su hijo y el hijo le debe reconocimiento por los beneficios
que de él ha recibido? La explicación de esta diferencia de afecto
podría encontrarse en lo que hemos dicho de la amistad por interés; y
lo que según nosotros acontece con las ciencias, podría muy bien
reproducirse aquí. Quiero decir que hay ciencias, por ejemplo, en las
que el fin y el acto son una sola y misma cosa, no habiendo fin fuera
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del acto mismo. Y así, para el tocador de flauta el acto y el fin son
idénticos, porque tocar la flauta, para él es el acto que ejecuta y el fin
que se propone. Pero no sucede lo mismo en la ciencia de la
arquitectura, porque el fin difiere del acto. En igual forma, la amistad
es una especie de acto; para ella no hay otro fin que el acto mismo de
amar, y la amistad es precisamente este fin. El padre, pues, en cierta
manera, obra más en punto a amar, porque el hijo es obra suya. Esto es
lo mismo que se observa en otras muchas cosa; siempre es uno
benévolo con la obra que uno mismo ha ejecutado. El padre puede
decirse que es benévolo con un hijo, que es obra suya, y su cariño es
sostenido a la vez por el recuerdo y por la esperanza, y he aquí por qué
el padre ama más a su hijo que el hijo al padre.
Es preciso examinar todas las demás amistades, que se honran
con este nombre y que al parecer lo merecen, para ver si son
verdaderas amistades; por ejemplo, si la benevolencia, que parece ser
también amistad, lo es realmente. Absolutamente hablando, la
benevolencia no debería ser considerada como amistad. Muchas veces
nos basta haber visto a alguno o haber oído referir alguna bondad suya,
para ser benévolo con él. ¿Somos por esto sus amigos? Si alguno,
como puede bien suceder, se siente benévolo para con Darío, que vive
entre los persas, no por sólo esto puede decirse que en el mismo acto
dispensa su amistad. Todo lo que puede decirse es que la benevolencia
a veces es el comienzo de la amistad. La benevolencia puede
convertirse en verdadera amistad, si se tiene además el deseo de hacer
todo el bien que se pueda, cuando llegue la ocasión, a aquel que inspira
esta benevolencia espontánea. La benevolencia nace del corazón y se
dirige al corazón de un ser moral. Jamás se dirá que es uno benévolo
para el vino o cualquiera otra cosa inanimada, por buena y agradable
que sea. Pero hay benevolencia para aquel en quien se reconoce un
corazón honrado. Como la benevolencia no existe sin algo de amistad
y se aplica al mismo ser, por esto se le toma muchas veces por una
amistad verdadera.
La concordia, el acuerdo de sentimientos, se aproxima mucho a la
amistad, si se toma el término concordia en su verdadero sentido.
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¿Porque uno admita las mismas hipótesis que Empédocles y crea
respecto de los elementos de la naturaleza lo que él cree, puede decirse
por esto que hay concordia entre aquél y Empédocles? Y lo mismo
puede decirse de cualquiera otra suposición que se haga. Desde luego
no hay concordia en las cosas del pensamiento, sólo las hay en las
cosas que tocan a la acción; y aun éstas no hay concordia en tanto que
se está de acuerdo en pensar una misma cosa, sino en tanto que,
pensando la misma cosa, se toma la misma resolución sobre las cosas
en que se piensa. Si por ejemplo, dos personas piensan a la vez en
poseer el poder, la una para sí sola y la otra también para sí sola,
¿puede decirse, en este caso, que hay concordia entre estas dos
personas? Sólo hay concordia si yo quiero mandar y el otro consiente
en que Io mande. Por lo tanto, la concordia tiene lugar en las cosas de
hacer, cuando ambos interesados quieren la misma cosa; y la
concordia, propiamente dicha, se aplica al consentimiento en que se
nombre un mismo jefe para llevar a cabo una cosa que todos quieren
realizar.
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CAPITULO XV
DEL EGOÍSMO
Como el individuo puede sentir, según hemos demostrado, afecto
y amistad por sí mismo, se ha preguntado lo siguiente: el hombre
virtuoso, ¿se amará o no a sí mismo? ¿Será egoísta? El egoísta es el
que lo hace todo en consideración a sí mismo, en las cosas que le
pueden ser útiles. El malo es egoísta, porque todo lo hace
absolutamente para sí mismo. Pero el hombre honrado, el hombre de
bien, no puede ser egoísta, pues precisamente es hombre de bien
porque obra en interés de los demás, y por tanto no puede tener
egoísmos. Pero todos los hombres se precipitan hacia el bien que
desean, y no hay uno que no crea que a él tocan en primer lugar tales
bienes. Esto se ve con plena evidencia con respeto a la riqueza y al
poder. Pero el hombre de bien se alejará dé, estos, bienes para dejarlos
a otro, no porque crea que no le corresponden, sino porque se retira
tan pronto como ve que otros podrán hacer de ellos mejor uso que él
mismo haría. En cuanto al resto de las hombres, son incapaces de este
sacrificio: primero, por ignorancia, porque no creen que puedan
emplear mal estos bienes que codician; y en segundo lugar, por
ambición de dominar. Con respecto al hombre de bien, como no
experimenta ninguno de estos deseos, no será egoísta tocante a esta
clase de bienes. Si lo es por casualidad, lo será solamente en punto a
virtud y a bellas acciones. He aquí lo único en que no cedería jamás a
nadie, pero cederá sin dificultad al que quiere las cosas que sólo son
útiles y agradables. Será, pues, egoísta guardando exclusivamente para
sí todos los actos de la virtud; pero será absolutamente extraño a ese
egoísmo que va unido a las cosas agradables o útiles; este egoísmo
queda reservado para el hombre malo.
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CAPÍTULO XVI
DEL EGOÍSMO DEL HOMBRE DE BIEN
¿El hombre virtuoso deberá amarse a sí mismo por encima de
todas las cosas? En un sentido, será él mismo lo que más ame, y en
otro sentido no lo será. Puede recordarse lo que acabamos de decir; a
saber, que el hombre de bien cederá siempre a su amigo los bienes que
sólo son útiles, y desde este punto de vista amará a su amigo más que
se ama a sí mismo. Sí, ciertamente, pero se entiende que hace estas
concesiones a condición de que al ceder a su amigo los bienes
vulgares, guardará para sí la belleza y la bondad. Y así en este sentido
ama más a su amigo, pero en un sentido diferente él se ama sobre todo
a sí mismo. Prefiere a su amigo, cuando sólo se trata de lo útil; pero se
prefiere sobre todo a sí mismo, cuando se trata del bien y de lo bello, y
se atribuye exclusivamente estas cosas, que son las más hermosas de
todo. Es amigo del bien mucho más que amigo de sí mismo, y no se
ama personalmente, sino porque es bueno. En cuanto al hombre malo,
es puramente egoísta; no tiene motivo para amarse a sí mismo; por
ejemplo, no puede amarse como una cosa buena; pero sin ninguna de
estas condiciones se ama a sí mismo en tanto que él es él, y podemos
decir que esto es ser un verdadero egoísta.
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CAPÍTULO XVII
DE LA INDEPENDENCIA
Después de lo que precede es natural hablar de la independencia,
que se basta completamente a sí misma, y del hombre independiente.
¿El hombre independiente tiene necesidad de la amistad? ¿O bien
permanecerá independiente, y se bastará a sí mismo, aun respecto de
estas dulces afecciones, pasando sin ellas? Los poetas, al parecer así lo
dicen:
Cuando el cielo os sostiene, ¿qué necesidad tenéis de amigos?, De
aquí nace la cuestión que se acaba de promover: el que tiene todos los
bienes en abundancia y se basta a sí mismo completamente, ¿tiene
necesidad de un amigo? ¿O más bien es entonces cuando se deben
tener amigos? ¿A quien hará sino bien? ¿Con quién vivirá, puesto que
en verdad no ha de vivir completamente solo? Pero si hay necesidad de
estas afecciones, y si no son posibles sin la amistad, el hombre
independiente, aun bastándose a sí mismo, tiene todavía necesidad de
amar. La comparación que se ha tomado de la divinidad, y que se
repite muchas veces no es siempre muy justa en cuanto a Dios, ni de
muy útil aplicación en cuanto a nosotros. De que Dios sea
independiente y no tenga necesidad de cosa alguna, no se deduce que
nosotros no necesitemos de nada. He aquí el razonamiento que se hace
más de una vez sobre Dios. Si Dios, se dice, posee todos los bienes y
es soberanamente independiente, ¿qué hará? Seguramente no
dominará; contemplará las cosas, se responde, porque la contemplación
es lo más elevado que existe y lo más propio de la naturaleza divina.
Pero, pregunto, ¿qué podrá contemplar? Si contempla alguna cosa que
no sea él mismo, esta cosa será mejor que él; pero es una impiedad
absurda creer que haya en el universo algo superior a Dios; luego Dios
se contemplará a sí mismo. Pero esto no es menos absurdo, porque
echamos en cara al hombre que se contempla a sí mismo la
impasibilidad a que se condena; y por consiguiente, se dice, el Dios
que se contempla a sí mismo es un Dios absurdo.
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Dejemos aparte la cuestión de saber lo que Dios contempla. Aquí
nos ocupamos, no de la independencia de Dios, sino de la
independencia del hombre, y preguntamos otra vez si el hombre que en
su independencia se basta a sí mismo tendrá necesidad de la amistad.
Si uno estudia a su amigo y se pregunta lo que es, lo que es
verdaderamente el amigo, se dirá: "Mi amigo es otro yo"; y para
expresar que se le ama con ardor, se repetirá con el proverbio: "Es otro
Hércules; es otro yo". Nada más difícil como han dicho algunos sabios,
y al mismo tiempo más dulce que el conocerse a sí mismo, porque ¡que
encanto hay en conocerse! Pero no podemos vernos partiendo de
nosotros mismos, y lo que prueba bien nuestra completa impotencia a
este respecto es que reprobamos muchas veces en los demás lo que
hacemos nosotros personalmente. Nuestro error nace, ya de la
benevolencia natural que siempre se tiene para consigo mismo, ya de la
pasión que nos ciega; y en los más de nosotros esto es lo que oscurece
y falsea nuestro juicio. Así como cuando queremos ver nuestro propio
semblante nos miramos en un espejo, así cuando queremos conocernos
sinceramente, es preciso mirar a nuestro amigo, en el cual podemos
vernos perfectamente, porque mi amigo, repito, es otro yo. Si es tan
grato conocerse a sí mismo, y si no se puede con esto sin otro, que sea
vuestro amigo, el hombre independiente tendrá cuando menos
necesidad de la amistad para conocerse a sí mismo. Además, si es una
cosa hermosa, como en efecto lo es, derramar en tomo suyo los bienes
de la fortuna que se poseen, se puede preguntar: careciendo de amigo,
¿a quién podrá el hombre independiente hacer bien? ¿Con quién
vivirá? Ciertamente no vivirá solo, porque vivir con otros seres
semejantes a él es, a la vez, un placer y una necesidad. Si todas estas
cosas son a la par bellas, agradables y necesarias, y si para tenerlas es
indispensable la amistad, se sigue de aquí que el hombre
independiente, por mucho que lo sea, tiene necesidad de la amistad.
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CAPÍTULO XVIII
DEL NUMERO DE AMIGOS QUE SE DEBE TENER
Otra cuestión: ¿es preciso tener muchos o pocos amigos? No es
preciso tener siempre ni muchos ni pocos amigos. Cuando se tienen
muchos, es embarazoso repartir su afección entre todos ellos. En esta
relación, como en todas las demás cosas, nuestra naturaleza, que es tan
débil tiene dificultad en extenderse a muchos objetos. Nuestra vista
sólo abraza un pequeño número de cosas, y si el objeto está más
distante de lo que conviene, se escapa a nuestra mirada por la
impotencia de nuestra organización; y la misma debilidad se advierte
con respecto al oído y demás sentidos. Luego, si uno se incapacita para
amar lo que debe amar, se le puede hacer por ello justos cargos, y se
cesa de ser amigo desde el momento en que sólo se ama de palabra,
porque no es esto lo que exige la amistad. Además, si los amigos son
muy numerosos, no se podrá evitar el vivir en un continuo tormento.
Tratándose de un número tan crecido de personas, es probable que
siempre haya alguna víctima de esta o aquella desgracia, y estos
dolores continuos de vuestras amigos no pueden ocurrir sin afligiros
necesariamente. Por lo demás, no convendrá tampoco tener pocos
amigos, uno o dos, por ejemplo; es preciso tener un número
conveniente de ellos, según las ocasiones y según el grado de afección
que se les haya de tener.
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CAPITULO XIX
DEL MODO DE CONDUCIRSE CON EL AMIGO DE
QUIEN HAY MOTIVO PARA QUEJARSE
Ahora conviene indagar cómo debemos conducirnos con un
amigo de quien hay motivo para quejarse. Este estudio, ya lo sé, no
puede aplicarse a todas las amistades sin excepción, pero puede ser útil
en las relaciones en que los amigos pueden dirigirse recriminaciones.
No en todas las relaciones de afección puede haber querellas; por,
ejemplo, no pueden hacerse cargos de padre a hijo, como se hacen en
otras relaciones, como podéis hacérmelos a mí y yo a mi vez hacéroslo
a vos; o de lo contrario, serían cargos horribles. La igualdad no debe
existir entre amigos desiguales; pero la amistad, la afección entre padre
e hijo es desigual, como la de la mujer al marido, del esclavo al señor,
y en general del inferior al superior. Entre ellos no habrá, pues, lugar a
estos cargos de que aquí hablamos. Pero entre amigos iguales, y en la
amistad fundada sobre la igualdad, pueden tener lugar estas
recriminaciones y estas quejas. Por consiguiente, importa saber lo que
debe hacerse con el amigo en la amistad fundada en la igualdad,
cuando se cree que hay motivo para quejarse de él.
FIN DE LA GRAN MORAL
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MORAL A EUDEMO
LIBRO PRIMERO
DE LA FELICIDAD
CAPITULO PRIMERO
DE LAS CAUSAS DE LA FELICIDAD
El moralista que en Delos grabó su pensamiento y le puso bajo la
protección de Dios, escribió los dos versos siguientes sobre el pórtico
del templo de Latona, considerando sin duda el conjunto de todas las
condiciones que un hombre solo no puede reunir completamente: lo
bueno, lo bello y lo agradable:
"Lo justo es lo más bello; la salud lo mejor; obtener lo que se ama
es lo más grato al corazón."
No compartimos por completo la idea expresada en esta
inscripción, pues en nuestra opinión, la felicidad, que es la más bella y
la mejor de las cosas, es, a la vez, la más agradable y la mas dulce.
Entre las numerosas consideraciones a que cada especie de cosas y
cada naturaleza de objetos pueden dar lugar, y que reclaman un serio
examen, unas sólo tienden a conocer la cosa de que uno se ocupa, y
otras tienden además a poseerla y hacer de ella todas las aplicaciones
posibles. En cuanto a las cuestiones que en estos estudios filosóficos
tienen un carácter puramente teórico, las trataremos según se vaya
presentando la ocasión y desde el punto de vista especial de esta obra.
Ante todo indagaremos en qué consiste la felicidad y por qué
medios se la puede adquirir. Nos preguntaremos si todos aquellos a
quienes se da este sobrenombre de dichosos lo son como mero efecto
de la naturaleza, a manera que son grandes o pequeños o que difieren
por el semblante y la tez; o si son dichosos merced a la enseñanza de
cierta ciencia, que sería la de la felicidad; o si acaso lo deben a una
especie de práctica y de ejercicio, porque hay una multitud de
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cualidades diversas que no las deben los hombres ni a la naturaleza ni
al estudio, y que sólo se adquieren por el simple hábito; las cuales son
malas cuando proceden de malos hábitos y buenas cuando los contraen
buenos. En fin, indagaremos si, en el supuesto de ser falsas todas estas
explicaciones, la felicidad es resultado sólo de una de estas dos causas:
o procede del favor de los dioses que nos la conceden, a manera que
inspiran a los hombres que se sientan movidos por una pasión divina y
abrasados en entusiasmo bajo el influjo de algún genio, o bien procede
del azar, porque hay muchos que confunden la felicidad y la fortuna.
Debe verse sin dificultad que la felicidad en la vida humana es
debida a todos estos elementos reunidos, o a algunos de ellos, o por lo
menos a uno solo. La generación de todas las cosas procede, con poca
diferencia, de estos diversos principios, y así se pueden asimilar todos
estos actos que se derivan de la reflexión a los actos que proceden de
la ciencia. La felicidad, o en otros términos, una existencia dichosa y
bella, consiste sobre todo en tres cosas, que son, al parecer, las más
apetecibles de todas, porque el mayor de todos los bienes, según unos,
es la prudencia; según otros, es la virtud; y en fin, según algunos, es el
placer. Y así, se discute sobre la parte con que contribuye cada uno de
estos elementos a labrar la felicidad, según se cree que uno de ellos es
más influyente que los demás. Unos pretenden que la prudencia es un
bien más grande que la virtud; otros, por lo contrario, creen que la
virtud es superior a la prudencia; y otros, que el placer está muy por
encima de los otros dos; por consiguiente, unos estiman que la
felicidad se compone de la reunión de todas estas condiciones; otros,
que bastan dos de ellas; y otros se contentan con una sola.
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CAPÍTULO II
DE LOS MEDIOS DE PROCURARSE LA
FELICIDAD
Fijándose en uno de estos puntos de vista es cómo el hombre, que
puede vivir conforme a su libre voluntad, debe, para conducirse bien en
la vida, proponerse un objeto especial, como el honor, la gloria, la
riqueza o la ciencia; y fijas sus miradas en el objeto que ha escogido,
debe referir a él todas las acciones que ejecuta, porque es una señal de
extravío mental el no haber ordenado su existencia según un plan
regular y constante. También es un punto capital el darse uno razón a sí
mismo, sin precipitación y sin negligencia, de cuál de estos bienes
humanos hace consistir la felicidad, y cuáles son las condiciones que
nos parecen absolutamente indispensables para que la felicidad sea
posible. Importa no confundir, por ejemplo, la salud y las cosas sin las
cuales la salud no podría existir. Lo mismo aquí que en una multitud de
casos no debe confundirse la felicidad con las cosas sin las cuales no
puede ser uno dichoso. Entre estas condiciones hay algunas que no son
especiales a la salud como tampoco lo son a la vida dichosa, sino que
son hasta cierto punto comunes a todas las maneras de ser, a todos los
actos sin excepción. Es demasiado claro que sin las funciones
orgánicas de respirar, de velar, de movernos, no podríamos sentir ni el
bien ni el mal. Al lado de estas condiciones generales hay otras, que
son especiales a cada clase de objetos y que importa no desconocer.
Volviendo, por ejemplo, a la salud, las funciones que acabo de citar
son mucho más esenciales que la condición de comer y de pasearse
después de comer.
Por esta causa se suscitan tantas cuestiones sobre la felicidad, y se
pregunta qué es y cómo se la puede obtener con seguridad, porque hay
personas que consideran como partes constitutivas de la felicidad las
cosas sin las cuales ella sería imposible.
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CAPÍTULO III
EXAMEN DE LAS TEORÍAS ANTERIORMENTE
EXPUESTAS
Sería bien inútil examinar una a una todas las opiniones emitidas
sobre esta materia. Las ideas que pasan por la cabeza de los niños, de
los enfermos y de los hombres perversos, no merecen parar la atención
de un espíritu serio, ni que discurramos sobre ellas. A los unos sólo
faltan algunos años más para que cambien y maduren; los demás tienen
necesidad de los auxilios de la medicina o de la política que los cure o
los castigue, porque la curación que proporcionan los castigos es un
remedio tan eficaz como los de la medicina. Tampoco deben tomarse
en cuenta en lo relativo a la felicidad las opiniones del vulgo. Éste
habla de todo con igual ligereza, y particularmente de..., y sólo
debemos ocuparnos de la opinión de los sabios. Sería una cosa mal
hecha razonar con gentes que no conocen la razón y que sólo escuchan
la pasión que los domina. Por lo demás, como todo objeto de estudio
suscita cuestiones que son enteramente especiales, y las hay también de
esta clase en lo que tienen relación con la mejor vida que el hombre
debe seguir y con la existencia que puede adoptar con preferencia a
todas las demás, éstas son las opiniones que merecen un serio examen,
porque los argumentos de los adversarios, cuando han sido refutados,
son demostraciones de los juicios opuestos a los suyos. También es
bueno no olvidar el fin a que principalmente debe tender todo este
estudio, a saber, el de conocer los medios de asegurarse una existencia
buena y bella, ya que no quiera decirse perfectamente dichosa, palabra
que quizá parezca demasiado ambiciosa; y también el de satisfacer la
aspiración, que puede abrigarse en todos los momentos de la vida, de
sólo ejecutar cosas honestas. Si no se considera la felicidad sino como
un resultado del azar o de la naturaleza, es preciso que los más de los
hombres renuncien a ella, que entonces la adquisición de la felicidad
no depende del esfuerzo del hombre, no nace de él, y no tiene por tanto
necesidad de ocuparse de ella. Si, por el contrario, se admite que las
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cualidades y los actos del individuo pueden decidir de su felicidad,
entonces se hace ésta un bien más común entre los hombres, y hasta un
bien más divino, porque será la recompensa de los esfuerzos que los
individuos hayan hecho para adquirir ciertas cualidades y el premio de
las acciones que hubieren realizado con este fin.
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CAPÍTULO IV
DEFINICIÓN DE LA FELICIDAD
La mayor parte de las dudas y de las cuestiones que aquí se
promueven se verán claramente resueltas, si ante todo se define con
precisión lo que debe entenderse por felicidad. ¿Consiste únicamente
en cierta disposición del alma, como lo han creído algunos sabios y
algunos filósofos antiguos? ¿O bien no basta que el individuo esté
moralmente constituido de cierta manera sino que necesitará más bien
ejecutar acciones de cierta especie? Entre los diversos géneros de vida
o de existencia hay unos que nada tienen que ver con esta cuestión de
la felicidad, y que ni aspiran a ella. Se practican sólo porque responden
a necesidades absolutamente precisas; me refiero, por ejemplo, a todas
esas existencias consagradas a las artes de lujo, a las artes que
únicamente se ocupan en amontonar dinero, y a las industriales. Llamo
artes de lujo e inútiles a las que sólo sirven para alimentar la vanidad.
Llamo industriales a los oficios de los operarios que son sedentarios y
viven de los salarios que ganan. En fin, las artes de lucro y de ganancia
son las relativas a las compras y ventas en las tiendas y en los
mercados. Así como hemos indicado tres elementos de felicidad y
señalado más arriba estos tres bienes como los más grandes de todos
para el hombre, la virtud, la prudencia y el placer, así vemos también
que hay tres géneros de vida, entre los que cada cual prefiere uno tan
pronto como puede elegir libremente; la vida política, la vida filosófica
y la vida del placer y del goce. La vida filosófica sólo se tan pronto
como puede elegir libremente: la vida política, la vida política a las
acciones bellas y gloriosas, y entiendo por tales las que proceden de la
virtud; en fin, la vida del goce es la que consiste en entregarse por
entero a los placeres del cuerpo. Esto nos permite comprender por qué
hay, como ya he dicho, tantas diferencias en las ideas que se forman
acerca de la felicidad. Preguntaron a Anaxágoras de Clazamones cuál
era, en su opinión, el hombre más dichoso: "No es ninguno de los que
suponéis –respondió -: el que es, en mi opinión, el más dichoso de los
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hombres os parecería, probablemente, un hombre bien extraño". El
sabio respondió así, porque vio claramente que su interlocutor no podía
imaginarse que se pudiera dar el nombre de dichoso al que no fuera,
por lo menos, un hombre poderoso, rico o hermoso. En cuanto a su
juicio, creía quizá que el hombre que realiza con pureza y sin trabajo
todos los deberes de la justicia, o que puede elevarse hasta la
contemplación divina, es todo lo dichoso que consiente la condición
humana.
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CAPÍTULO V
EXAMEN DE VARIAS OPINIONES ACERCA DE LA
FELICIDAD
Hay una infinidad de cosas que es muy difícil juzgar con acierto.
Mas hay una cuestión respecto de la que parece ser muy difícil formar
opinión y que está al alcance de todos, que es la de saber cuál es el bien
que debe escogerse en la vida, y cuya posesión llenaría todas nuestras
as aspiraciones. Hay mil accidentes que pueden comprometer la vida
del hombre, como las enfermedades, los dolores, la intemperie de las
estaciones, y, por consiguiente, si desde el principio se pudiera
escoger, evitaríamos, indudablemente, todas estas pruebas. Añadid a
esto la vida que el hombre pasa mientras está en la infancia, y
preguntad si hay un ser racional que quiera pasar una segunda vez por
semejante situación. Hay muchas cosas que no producen placer ni
dolor, o que, si proporcionan placer es un placer vergonzoso, y tal, que
valdría más no existir que vivir para experimentarlo. En una palabra, si
se reuniese todo lo que los hombres hacen, y todo lo que padecen sin
que su voluntad tenga en ello participación, ni pueda proponerse con
ello un fin preciso, y a esto se añadiese una duración infinita de tiempo,
no hay uno que para tan poca cosa prefiera vivir a no vivir. El solo
placer de comer, y aun los del amor, con exclusión de todos que el
conocimiento de las cosas y las percepciones de la vista o de los demás
sentidos pueden procurar al hombre, no bastarían para que prefiera la
vida nadie que no estuviera absolutamente embrutecido y degradado.
Es cierto que si se hiciera tan innoble elección no habría ninguna
diferencia entre un bruto y un hombre, y el buey que se adora tan
devotamente en Egipto, bajo el nombre de Apis, tiene todos estos
bienes con más abundancia y goza mejor de ellos que ningún monarca
del mundo. En igual forma no podría quererse la vida por el simple
plarer de dormir, porque decidme: ¿Qué diferencia hay entre dormir
desde el primer día hasta el último durante miles de años, y vivir como
una planta? Las plantas sólo tienen esta existencia inferior, la misma
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que tienen los niños en el claustro materno; porque desde el momento
que son concebidos en las entrañas de su madre permanecen allí en un
perpetuo sueño.
Todo esto nos prueba, evidentemente, nuestra ignorancia y
nuestro embarazo, cuando tratamos de saber qué felicidad y qué bien
real hay en la vida. Se cuenta que Anaxágoras, como le propusieran
todas estas dudas y le preguntaran por qué el hombre prefería la
existencia a la nada, respondió: "Es para poder contemplar los cielos y
orden admirable del universo." El filósofo creía que el hombre obraba
bien al preferir la vida teniendo tan sólo en cuenta la ciencia que se
puede adquirir durante elle. Pero todos los que admiran la felicidad de
un Sardanápalo, de un Smindiride el Sibarita, o cualquier otro
personaje famoso que no ha buscado en la vida otra cosa que continuas
delicias, colocan la felicidad únicamente en los goces. Hay otros que
no dan la preferencia a los placeres del pensamiento y de la sabiduría,
ni a los del cuerpo, sobre las acciones generosas que inspira la virtud; y
se ve a algunos intentarlas con ardor, no sólo cuando pueden
proporcionar la gloria, sino también en los casos en que nada pueden
influir en su reputación. Pero en cuanto a los hombres de Estado
consagrados a la política, los más de ellos no merecen verdaderamente
el nombre que se les da, no son realmente políticos, porque el
verdadero político sólo busca las acciones bellas por sí mismas,
mientras que el vulgo de los hombres de Estado sólo abrazan este
género de vida por codicia o por ambición.
Se ve, pues, conforme a lo que se acaba de decir, que, en general,
los hombres reducen la felicidad a tres géneros de vida: la vida política,
la vida filosófica y la vida de goces. En cuanto al placer relativo al
cuerpo y a los goces que él procura, se sabe sobradamente lo que es,
como y por qué medios se produce. Por consiguiente, es inútil indagar
lo que son estos placeres corporales. Pero puede preguntarse con algún
interés si contribuyen o no a la felicidad y cómo contribuyen.
Admitiendo que hayan de mezclarse en la vida algunos placeres
honestos, se puede preguntar si son éstos los que habrán de mezclarse:
y si es una necesidad inevitable aceptarlos en cualquier otro concepto,
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o bien si hay aún otros placeres que puedan mirarse con razón como un
elemento de felicidad, y que procuren goces positivos a la vida, sin
limitarse a descartar de ella el dolor.
Estas cuestiones las reservaremos para más tarde.
Estudiemos, por lo pronto, la virtud y la prudencia, y digamos
cuál es la naturaleza de ambas. Examinaremos si ellas son elementos
esenciales de la vida buena y honrada, directamente por si mismas o
por los actos que obligan a ejecutar, puesto que se las considera
siempre como elementos componentes de la felicidad, y si no es ésta la
opinión de todos los hombres sin excepción, es, por lo menos, la de
todos los que son dignos de alguna estima. El viejo Sócrates creía que
el fin supremo del hombre era conocer la virtud, y consagraba sus
esfuerzos a indagar lo que son la justicia, el valor y cada una de las
partes que constituyen el conjunto de la virtud. Desde su punto de vista
tenía razón, puesto que creía que todas las virtudes eran ciencias, y que
se debía en el mismo acto conocer la justicia y ser justo, en la misma
forma que aprendemos la arquitectura o la geometría, y en el mismo
acto somos arquitectos o geómetras. Estudiaba la naturaleza de la
virtud sin cuidarse de cómo se adquiere ni de qué elementos
verdaderos se forma. Esto se verifica, en efecto, en todas las ciencias
puramente teóricas. La astronomía, la ciencia de la naturaleza, la
geometría, no tienen absolutamente otro fin que conocer y observar la
naturaleza de los objetos especiales de que se ocupan estas ciencias, lo
cual no impide que estas ciencias, indirectamente, puedan sernos útiles
para una infinidad de necesidades. Pero en las ciencias productivas y
de aplicación, el fin a que se dirigen es diferente de la ciencia y del
simple conocimiento que ésta da. Por ejemplo, la salud, la curación, es
el fin de la medicina; el orden garantizado por las leyes u otra cosa
análoga es el fin de la política. Indudablemente, el puro conocimiento
de las cosas bellas es muy bello por sí mismo; pero, respecto a la
virtud, el punto esencial y más precioso no es conocer su naturaleza,
sino saber de qué se compone y cómo se practica. No nos basta saber
qué es el valor, sino que estamos obligados a ser valientes; ni lo que es
la justicia, sino que debemos ser justos, a la manera que estamos
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obligados a mantener la salud más que a saber lo que ella es, y a poseer
un buen temperamento mas que a saber lo que es uno bueno y robusto.
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CAPÍTULO VI
DEL MÉTODO QUE DEBE SEGUIRSE EN ESTAS
INDAGACIONES
Debemos hacer un esfuerzo para encontrar, por medio de la teoría
y del razonamiento, en todas estas cuestiones, la verdad, cuya
demostración apoyaremos con el testimonio de los hechos y con
ejemplos incontestables. Lo mejor sin contradicción sería dar
soluciones que fueren adoptadas unánimemente; pero si no podemos
obtener este asentimiento general, será preciso, por lo menos, presentar
una opinión, a la que, poco a poco y con algunos intervalos, se sometan
todos los hombres, porque todos tienen en sí mismos cierta tendencia
natural y especial hacia la verdad, y, partiendo de estos principios, es
cómo se hace indispensable demostrar a los hombres lo que se quiere
que aprendan. Basta que las cosas sean verdaderas, aun cuando al
pronto no sean claras, para que la claridad se produzca más tarde, a
medida que se adelanta en la discusión, deduciendo siempre las ideas
más conocidas de las que al principio habían sido expuestas
confusamente. Pero en todas las materias las teorías tienen más o
menos importancia, según que son filosóficas o no lo son. Por esta
razón, ni aun en política debe mirarse como un estudio inútil el
indagar, no sólo el hecho, sino también la causa, porque esta última
indagación es esencialmente filosófica en todos los asuntos. Por lo
demás, siempre es conveniente en este punto proceder con cierta
reserva, porque hay gentes que, con el pretexto de que el filósofo no
debe hablar jamás a la ligera, sino siempre con reflexión, no se
percatan de que muchas veces se salen ellos fuera de la cuestión y se
entregan a digresiones completamente vanas. Unas veces nace esto de
pura ignorancia y otras de presunción, y hasta sucede que personas
hábiles y muy capaces de obrar por sí mismas pasan por ignorantes y
como si no tuvieran ni pudieran tener sobre la materia que se discute la
menor idea fundamental ni práctica. La falta que cometen nace de que
no son bastante instruidos, porque es una falta de instrucción en
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cualquier materia no saber distinguir los razonamientos que realmente
se refieren a ella de los que son extraños a la misma. Por otra parte, se
obra perfectamente cuando se juzga con separación el razonamiento
que intenta demostrar la causa y la cosa misma que se demuestra. El
primer motivo es el que acabamos de decir: a saber, que no hay que
fiarse sólo de la teoría y del razonamiento, pues muchas veces es
preciso más bien tomar en cuenta los hechos. Pero en este caso se ve
uno forzado a atenerse a lo que se os dice, porque no puede por sí
mismo dar la solución que busca. En segundo lugar, sucede más de una
vez que lo que parece demostrado por el simple razonamiento es
verdadero, pero que, sin embargo, no lo es mediante la causa en que se
apoya este razonamiento, porque se puede demostrar lo verdadero por
lo falso, como puede verse en los Analíticos.
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CAPITULO VII
DE LA FELICIDAD
Sentados estos preliminares, comencemos, como suele decirse,
por el principio; esto es, partamos, desde luego, de los datos que no
tienen toda la exactitud apetecida, para llegar a saber con toda la
claridad posible qué es la felicidad.
Todos convienen generalmente en que la felicidad es el mayor y
más precioso de los bienes a que puede aspirar el hombre. Cuando digo
el hombre, entiendo que la felicidad también puede ser patrimonio de
un ser superior a la humanidad, es decir, de Dios. Pero en cuanto a los
demás animales, que son todos, ellos inferiores al hombre, no pueden
ser comprendidos en esta designación ni recibir este nombre. No se
dice que el caballo, el pájaro y el pez sean dichosos, como no lo son
tampoco ninguno de estos seres que, como lo indica su mismo nombre,
no tienen en su naturaleza algo de divino, aunque, por otro lado, viven
mejor o peor, participando en cierta manera de los bienes esparcidos
por el mundo. Después probaremos que así es la verdad; mas, por
ahora, limitémonos a decir que hay ciertos bienes que el hombre puede
adquirir y otros que le están prohibidos. Entendemos por esto que, así
como hay ciertas cosa que no están sujetas al movimiento, hay también
bienes que no es posible someterlos, y éstos son, quizá, los más
preciosos de todos por su naturaleza. Hay, además, algunos de estos
bienes que son accesibles sin duda, pero sólo a seres mejores que:
nosotros. Cuando digo accesibles, practicables, estas palabras tienen
dos sentidos; significan, a la vez, los objetos que constituyen el fin
directo de nuestros esfuerzos y las cosas secundarias que caen dentro
de nuestra acción en vista de estos objetos. Y así, la salud y la riqueza
están colocadas en el número de las cosas accesibles al hombre, de las
cosas que el hombre puede hacer, así como se comprenden también
entre ellas todo lo que se hace para conseguir estos dos fines, a saber,
los remedios y las especulaciones lucrativas de todos géneros. Luego,
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evidentemente, debe mirarse la felicidad como la cosa más excelente
que es dado al hombre poder obtener.
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CAPÍTULO VIII
DEL BIEN SUPREMO
Es preciso, pues, examinar cuál es el bien supremo y ver los
varios sentidos que puede darse a esta palabra. Se dice, por ejemplo,
que el bien supremo, el mejor de todos los bienes, es el bien mismo, el
bien en sí, y al bien en sí se atribuyen estas dos condiciones: la de ser
el bien primordial, el primero de todos los bienes, y la de ser mediante
su presencia causa de que las otras cosas se hagan también bienes.
Tales son las dos condiciones que reúne la Idea del bien, y que son,
repito, el ser el primero de los bienes y la causa de que las demás cosas
sean bienes en diferentes grados. A la Idea, sobre todo, se debe el que
el bien en sí, según se pretende, deba llamársele realmente el bien
supremo y el primero de los bienes, porque si se llaman bienes a los
demás bienes es únicamente porque se parecen y participan de esta
Idea del bien en sí, y una vez destruida la Idea de que todo lo demás
participa de esta Idea, y que sólo recibe un nombre a causa de esta
participación. Se añade que este primer bien está con los demás bienes
en la misma relación que está la Idea del bien con el bien mismo, con
el bien en sí, y que esa Idea, como todas las demás, está separada de
los objetos que participan de ella. Pero el examen profundo de esta
opinión pertenece a otro tratado que necesariamente ha de ser mucho
más teórico y más racional que éste, porque no hay ciencia nue
suministre tanto como ésta argumentos a la vez fuertes y de sentido
común para refutar las teorías. Si nos es permitido consignar aquí con
brevedad nuestro pensamiento, diremos que sostener que existe una
Idea, no sólo del bien, sino, asimismo, de cualquiera otra cosa, es una
teoría puramente lógica y perfectamente vacía, teoría que ha sido
suficientemente rebatida de muchas maneras, ya en las obras
exotéricas, ya en las puramente filosóficas. Y, añado, que aunque las
Ideas en general y la Idea del bien en particular existieran, como se
pretende, no serían nunca de utilidad alguna ni para la felicidad ni para
las acciones virtuosas.
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El bien se toma en muchas acepciones y recibe tantas como el ser
mismo. El ser, conforme a las divisiones sentadas en otra parte,
expresa la substancia, la cualidad, la cantidad, el tiempo y se encuentra,
además, en el movimiento que se recibe y en el movimiento que se da.
El bien se da igualmente en cada una de estas diversas categorías, y así,
en la substancia, el bien es el entendimiento, el bien es Dios; en la
cualidad es lo justo; en la cantidad es el término medio y la medida; en
el tiempo es la ocasión; y en el movimiento es, si se quiere, lo que
instruye y lo que es instruido . Así como el ser no es uno en las clases
que se acaban de enunciar, así tampoco es uno el bien, ni hay una
ciencia única del ser y del bien. Es preciso añadir que no pertenece a
una sola ciencia estudiar todos los bienes que tengan un nombre
idéntico, por ejemplo, la ocasión y la medida, sino que es una ciencia
diferente la que debe estudiar una ocasión diferente, y una ciencia
distinta la que debe estudiar una medida distinta. Y así, en punto a
alimentación, la medicina y la gimnástica son las que designan la
ocasión o el momento y la medida; para las acciones de guerra es la
estrategia, y lo mismo es otra ciencia para otras ciencias. Por
consiguiente, sería perder el tiempo querer atribuir a una sola ciencia el
estudio del bien en sí. Además, en todas las cosas en que hay un primer
término y un término último, no hay fuera de estos términos una idea
común y que esté absolutamente separada de ellos. De otra manera,
habría algo interior al primer término mismo, porque este algo común
y separado sería anterior, puesto que si se destruyese lo común, el
primer término quedaría también destruido. Supongamos, por ejemplo,
que el duplo sea el primero de los múltiplos; digo que es imposible que
el múltiplo, que se atribuye en común a esta multitud de términos,
exista separadamente de estos términos, porque entonces el múltiplo
sería anterior al duplo, si es cierto que la Idea es el atributo común; y lo
mismo si se diese a este término común una existencia aparte, porque
si la justicia es el bien, no lo será menos que ella.
Se sostiene también la realidad del bien en sí. Es cierto que se
añade a la palabra bien el término "mismo" o "en sí", y se dice: el bien
en sí, el bien mismo. Ésta es una adición que se hace para representar
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la noción común. ¿Pero qué puede significar esta adición, si no quiere
decir que el bien en sí es eterno y separado? Pero lo que es blanco
durante muchos días no es más blanco que lo que es durante un solo
día, y no se puede tampoco confundir el bien, que es común a una
multitud de términos, con la Idea del bien, porque el atributo común
pertenece a todos los términos, sin excepción. Admitiendo esta teoría,
sería preciso, por lo menos, demostrar el bien en sí de otra manera de
como se ha demostrado en nuestro tiempo partiendo de cosas que no se
consideran de común acuerdo como bienes, se demuestra la existencia
de bienes sobre los que todo el mundo está conforme; así, por ejemplo,
con el auxilio de los números, se demuestra que la salud y la justicia
son bienes. Para hacer esta demostración se toman series numéricas y
números, suponiendo gratuitamente que el bien está en los números y
en las unidades, mediante a que el bien en sí es uno y por todas partes
el mismo. Por lo contrario, partiendo de las cosas que todo el mundo
conviene en que son bienes, como la salud, la fuerza la sabiduría, es
como debería demostrarse que lo bello y el bien se encuentran en las
cosas inmóviles más bien que en ninguna otra parte, porque todos estos
bienes no son más que el orden y el reposo; y si estas primeras cosas,
es decir, la salud y la sabiduría, son bienes, las otras lo son aún más,
porque participan más del orden y del reposo. Pero cuando se pretende
que el bien en sí es uno, porque los números mismos lo desean, lo que
se hace es poner una imagen en lugar de una demostración. Muy
embarazoso sería para cualquiera el explicar claramente cómo los
números desean algo, expresión evidentemente demasiado absoluta,
porque ¿cómo puede suponerse que pueda haber deseo donde no hay
siquiera vida? Éste es, por otra parte, un asunto que debe meditarse
detenidamente, y no debe aventurarse nada sin razonar, tratándose de
materias en las que no es fácil alcanzar alguna certidumbre, ni aun con
el auxilio de la razón. Tampoco es exacto que todos los seres sin
excepción deseen un solo y mismo bien. Cada uno de los seres desea, a
lo más, el bien que le es propio, como el ojo desea la visión, el cuerpo
desea la salud, y tal otro ser desea tal otro bien.
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Estas son las objeciones que podrían hacerse para demostrar que
el bien en sí no existe, y que aun cuando existiera, no sería de utilidad
alguna para la política, porque ésta busca un bien especial, como las
demás ciencias buscan el suyo; por ejemplo, la gimnástica busca la
salud y la fuerza corporal. Añadid también lo que está expresado y
escrito en la definición misma; a saber, que esta Idea del bien en sí, o
no es útil a ninguna ciencia, o debe serlo igualmente a todas.
Otra observación crítica se hace, y es que la Idea del bien en sí no
es práctica y aplicable. Por la misma razón, el bien común no es el bien
en sí, puesto que entonces el bien en sí se encontraría en el bien más
fútil. No es tampoco aplicable y práctico, y así la medicina no se ocupa
de dar al ser que cura una disposición que tienen todos los seres, sino
que únicamente se ocupa de darle la salud; y todas las demás artes
hacen lo mismo. Pero esta palabra bien tiene muchos sentidos, y en el
bien entran también lo bello y lo honesto, que son esencialmente
prácticos, mientras que tal bien en sí no lo es. El bien práctico es la
causa final por la que se obra. Pero no se ve con claridad qué bien
pueda darse en las cosas inmóviles, puesto que la Idea del bien no es el
bien mismo que se busca, ni tampoco el bien común. El primero es
inmóvil y no es práctico; el otro es móvil, pero no por esto es práctico.
El fin, en cuya vista se hace todo lo demás, es en tanto que fin el bien
supremo; es la causa de todos los demás bienes clasificados bajo él, y
es anterior a todos. Por consiguiente, puede decirse que el bien en sí es
únicamente el fin último de todas las acciones del hombre. Ahora bien,
este fin último depende de la ciencia soberana, que es dueña de todas
las demás, es decir, la política, la económica y la sabiduría. Por este
carácter especial precisamente difieren estas tres ciencias de todas las
demás. También hay entre ellas diferencias de que hablaremos más
tarde. Bastaría seguir el método, que uno se ve forzado a seguir al
enseñar las cosas, para demostrar que el fin último es la verdadera
causa de todos los términos clasificados bajo él. Y así, en la enseñanza
se comienza por definir el fin, y en seguida se demuestra fácilmente
que cada uno de los términos inferiores es un bien, puesto que el objeto
que se tiene finalmente en cuenta es la causa de todo lo demás.
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Por ejemplo, si se afirma , desde luego, que la salud es
precisamente tal o cual cosa, es indispensable que lo que contribuya a
procurarla sea también tal o cual cosa precisamente. La cosa sana es la
causa de la salud, en tanto que comienza el movimiento que nos la da,
y, por consiguiente, es causa de que la salud tenga lugar, pero no es la
causa de que la salud sea un bien. Por tanto, jamás se prueba con
demostraciones en regla que la salud es un bien, a no ser que lo haga
un sofista y no un médico, porque los sofistas gustan de hacer alarde de
su vana sabiduría, empleando razonamientos extraños al asunto; y no
es posible demostrar este principio, como no es posible demostrar
ningún otro.
Pero ya que admitimos que el fin es para el hombre un bien real y
hasta el bien supremo entre todos los que el hombre puede adquirir, es
preciso ver cuáles son los diversos sentidos que tiene esta palabra, bien
supremo; y para darnos de ellos cuenta exacta conviene tomar un
nuevo punto de partida.